El
misterio de Oswald en México/Jorge G. Castañeda es analista político y miembro de la Academia de las Ciencias y las Artes de EU.
Publicado en El
País |4 de diciembre de 2013
En
estos días se cumplieron 50 años del asesinato de John F. Kennedy. Como es
lógico, en un país que no recuerda su historia antigua inexistente, pero evoca
a cada rato recuerdos más recientes, han proliferado los programas especiales
de televisión, los libros y los ensayos sobre aquellos acontecimientos ya
lejanos. Nada demasiado nuevo ha surgido, salvo quizá dos o tres enfoques
diferentes sobre el magnicidio de Dallas.
El
primero lo resumió bien el académico Larry Sabato en su nuevo libro El medio
siglo de Kennedy, después de haber utilizado tecnología del siglo XXI para
escudriñar audios, vídeos y documentos delegados del siglo XX. Concluye que Lee
Harvey Oswald actuó solo, pero que nunca sabremos si fue inducido / manipulado
/ incitado por alguien, o si procedió por su cuenta. En el espacio de esa duda
se insertan varios libros más, empezando por el recién publicado y mejor de
ellos, JFK: Caso abierto, de Philip Shenon; el prólogo a la edición de bolsillo
de Brian Latell, Los secretos de Castro; y uno de hace cinco años, de Jefferson
Morley, Nuestro hombre en México: Winston Scott y la historia oculta de la CIA.
Estos tres textos se centran en múltiples interrogantes abiertas por la
investigación tanto de la Comisión Warren como del Comité Selecto sobre
Asesinatos del Congreso norteamericano de 1979. En términos muy resumidos, las
preguntas que plantean son las siguientes:
¿Qué
hizo Oswald durante los ocho días que permaneció en la Ciudad de México en
septiembre y octubre de 1963? ¿Solo acudió tres veces a la Embajada de Cuba en
Tacubaya para solicitar una visa, o tuvo contacto con los servicios de
inteligencia cubana (de nacionalidad mexicana o cubana)? ¿Sus contactos
tuvieron lugar solo en la embajada o en otras ocasiones también (la versión de
Elena Garro, exesposa de Octavio Paz, y Helena Garro, su hija, a propósito de
una fiesta donde afirman haber visto a Oswald)? ¿Qué tanto informaron los
agentes de inteligencia cubanos en México —en particular el cónsul Azcué y la
oficial de la Dirección General de Inteligencia Luisa Calderón— a La Habana
sobre la presencia de Oswald y sus supuestas exclamaciones al negársele la
visa: “Ya verán, voy a matar a Kennedy”? ¿Por qué esta versión, procedente de
una nota de J. Edgar Hoover, director del FBI, aparecida misteriosamente en los
archivos desclasificados de la CIA a principios de este siglo, transmitida a
Hoover por un supuesto agente suyo, Jack Childs, que conversó con Fidel Castro
en mayo de 1964 en La Habana, no fue confirmada nunca por los cubanos, ni
siquiera cuando Castro se reunió en secreto con William Coleman, un abogado de
la Comisión Warren, en su yate durante el verano de 1964? ¿Por qué la estación
de la CIA en México, encabezada por Winston Scott, y la del FBI, dirigida por
Clark Anderson, no compartieron información entre ellos, ni con el embajador
Thomas Mann, ni con sus superiores en Washington? ¿Por qué Mann fue relevado de
su cargo y nombrado subsecretario de Estado para América Latina apenas 10 días
después del asesinato de Kennedy? ¿Solo porque el flamante presidente Lyndon B.
Johnson lo quería tener cerca? ¿Por qué la siniestra Dirección Federal de
Seguridad mexicana se adelantó a la CIA y al FBI e interrogó primero a Silvia
Durán, la colaboradora mexicana de los cubanos, y que atendió a Oswald en la
embajada? Por qué Luis Echeverría, el entonces ministro del Interior mexicano y
futuro presidente, impidió que la CIA o el FBI interrogaran a Durán en aquel
momento (solo compareció ante fiscales norteamericanos en 1978)?
Ahora
bien, todas estas preguntas, para las cuales existen respuestas ya sea
perfectamente corroboradas, o que dejan lugar a muchas dudas, se vinculan a
otras de estos mismos hechos, pero sobre acontecimientos en Washington. ¿Por
qué Johnson creyó hasta su muerte que “Los hermanos Kennedy quisieron acabar
con Castro, pero Castro acabó con ellos primero”? ¿Por qué ni la CIA, ni el
FBI, ni Robert Kennedy le informaron a la Comisión Warren de los repetidos
intentos de asesinato de Fidel Castro por la CIA, incluso mediante la
contratación de gánsteres de la mafia? ¿Por qué no aparece en toda la
documentación entregada a la comisión ninguna referencia a la decena de
atentados llevados a cabo contra Castro antes de la muerte de Kennedy? ¿Por qué
se dejó en manos de Allen Dulles, el exdirector de la CIA, despedido por el
fiasco de Playa Girón, informar o no, de manera personal y no documentada, al
ministro Earl Warren, presidente de la comisión, de dichos atentados, su
momento y su fracaso? ¿Por qué Richard Helms, subdirector de la CIA en ese
momento (y director después), perfectamente enterado de todos los atentados,
decidió no compartir su información ni con la comisión, ni con Warren, ni con
Johnson, que supo de todo esto hasta enero de 1967? ¿Por qué Robert Kennedy, el
encargado de la conspiración norteamericana contra Castro y de alguna manera el
autor intelectual de los atentados, no compareció ante la comisión, y pensó
hasta días antes de su muerte que su hermano había sido ultimado como
represalia por acciones suyas?
Si
bien los investigadores norteamericanos, tanto en 1964 como en 1976-1979,
pudieron hablar con varios funcionarios cubanos, incluyendo a Fidel Castro,
nunca interrogaron a Luisa Calderón —que presumió, en una conversación
telefónica intervenida por la CIA, que “supo del asesinato de Kennedy casi
antes que él” y que cinco horas después del atentado, sabía que Oswald
participaba en grupos castristas en Estados Unidos— ni tuvieron acceso a los
archivos del Ministerio de Relaciones cubano o de la DGI para saber qué cables
envió la embajada en México a La Habana cuando Oswald se presentó en Tacubaya.
Esa información falta. La pregunta es si se debe a que no existe, es decir, no
hay archivos y Luisa Calderón ya murió, o porque hay algo que alguien no quiere
que se sepa.
Existen
dos explicaciones del misterio que envuelve aún hoy la estadía de Oswald en
México. Una, la más sencilla y probable, es que todo lo que la CIA y el FBI
sabían sobre sus andanzas en el Distrito Federal —que era mucho, como se deduce
del llamado Informe López de la Comisión de 1976-1979— provino de fuentes
inconfesables: intervenciones telefónicas de las misiones diplomáticas
soviética y cubana, fotos de quienes ingresaban y salían de dichas misiones,
informantes mexicanos de ambas agencias, etcétera, todo ello con la anuencia
del Gobierno de México. Revelar los hechos implicaba revelar las fuentes, es
decir, poner en evidencia a muchas personas, a muchos procedimientos, a muchos
abusos.
La
otra interpretación es más especulativa, mas no excesiva. Para nadie era un
secreto que si surgían insinuaciones o sospechas —por no hablar de pruebas— de
algún involucramiento de Cuba o de la URSS en el homicidio, le resultaría
imposible a cualquier presidente de Estados Unidos evitar una venganza o
represalia terrible. Al mismo tiempo, cualquier presidente sabría que desatar
un holocausto nuclear —o siquiera la invasión de Cuba— por un asesinato,
carecía de sentido, a pesar de la innegable conmoción que causó la muerte de
Kennedy en el mundo entero. La mejor manera de salir de esa disyuntiva diabólica
consistía en… negar su existencia, callando toda sospecha, todo rumor, toda
posibilidad de implicación cubana o soviética. Y la mejor manera de proceder
así yacía en silenciar lo esencial: la indudable motivación del Gobierno cubano
para responder con vigor y malicia a la decena de intentos de asesinato de
Fidel Castro por la CIA. Ausente el móvil, desaparecía la sospecha.
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