La
difícil reforma petrolera en México/Enrique Krauze
Publicado en El
País, 12 de diciembre de 2013
Para
muchos mexicanos, abrir o no abrir el sector energético a la inversión privada
es mucho más que una decisión práctica: es un dilema existencial, como si
permitirla significara perder el alma de la nación.
El
Congreso mexicano discute estos días la reforma energética presentada por el presidente
Peña Nieto. Se trata de modificar los artículos 27 y 28 de la Constitución para
permitir los contratos de utilidad compartida entre el Gobierno y las empresas
privadas para la exploración y extracción de petróleo y gas a lo largo del
territorio, así como en las aguas profundas del golfo de México. La reforma
propone también abrir toda la industria a la competencia: refinación,
almacenamiento, transporte, distribución, petroquímica básica.
La
propuesta tiene un significado histórico que es imposible desdeñar. En 1938, el
Gobierno nacionalizó el petróleo y en 1960 otorgó el control total de la
industria a Pemex, un monopolio del Estado.
La
reforma, que ha sido avalada por el Senado y ahora pasa a la Cámara de
Diputados, requiere, para su aprobación total, de las dos terceras partes del
voto que se alcanzan con la representación del PRI, el PAN (partido de centro
derecha, que propone una liberalización aún mayor) y algunos partidos pequeños.
Los legisladores del PRD (partido de izquierda moderada) votarán en contra.
La
principal oposición no está en el Congreso, sino en las calles, que son y serán
escenario de protestas airadas y significativas. Esta corriente opositora,
representada sobre todo por Morena (Movimiento de Regeneración Nacional) tiene
un líder: Andrés Manuel López Obrador. Tras dos derrotas sucesivas en las
elecciones presidenciales, se perfila ante una tercera oportunidad en 2018, y
ninguna plataforma es más legítima para hacerlo que la de constituirse en el
baluarte contra la reforma que él, y sus millones de seguidores, consideran una
traición a la patria. En un discurso reciente, López Obrador comparó la
potencial aprobación de la reforma energética con la pérdida de Texas en 1836,
y equiparó a Peña Nieto con Santa Anna, el general que perdió la guerra contra
Estados Unidos y a quien los textos de historia recuerdan como un traidor.
Los
opositores sostienen que Pemex puede realizar por sí sola y con éxito la
exploración de aguas profundas y los depósitos de gas y petróleo de lutitas
(shale), si el Gobierno le permitiera invertir más. No obstante, la inversión
en exploración se ha sextuplicado en los últimos 10 años(de 4 a 25 millones de
dólares), sin mayores resultados. Mientras Estados Unidos está en camino de
lograr su autosuficiencia gracias a los 150 pozos que perfora cada año en el
golfo de México y, sobre todo, a los cerca de 10.000 nuevos pozos anuales de
shale, Pemex solo ha perforado cinco pozos al año en aguas profundas del Golfo
y sus planes anuales para el shale son de apenas 140 pozos. Adicionalmente,
México debe importar cantidades considerables de gas y gasolina.
¿Cómo
explicar entonces el rechazo a celebrar contratos de utilidad compartida con
empresas privadas? ¿Por qué, a diferencia de Noruega o Brasil, México tiene
impedimentos para desarrollar su compañía petrolera pública convirtiéndola en
una empresa que se beneficie exitosamente de la asociación o la competencia con
compañías privadas?
La
primera explicación está en el controvertido historial de las privatizaciones
en México, proceso que ocurrió en los años noventa y que el público percibió
como discrecional y no equitativo. Dicho lo cual, la actual reforma energética
no es un acto de privatización. La propiedad no se transferirá a las empresas
involucradas.
La
segunda razón —mucho más honda y compleja— es la sensibilidad nacionalista. La
Constitución de 1917 —promulgada tras una revolución social que estalló en
1910— fue el documento fundacional de un México nuevo. Su emblemático artículo
27 dio a la nación la propiedad originaria del suelo y el subsuelo, que en
tiempos coloniales había pertenecido a la Corona española. Por dos décadas, las
compañías petroleras inglesas, holandesas y americanas (enclaves
extraterritoriales que manipulaban la contabilidad y apenas pagaban impuestos)
se negaron a acatar la legislación, hasta que en 1938, a raíz de un conflicto
laboral, el presidente Lázaro Cárdenas las expropió. La reacción popular fue
espontánea: las damas ricas regalaron joyas, la gente pobre regalaba gallinas,
todo para pagar la deuda a las empresas extranjeras.
Desde
entonces, en libros de texto, ceremonias y monumentos se ha conmemorado la
acción de Cárdenas como una restauración de la dignidad nacional. Y lo fue, en
muchos sentidos. Con esos antecedentes, se entiende por qué para muchos
mexicanos —incluido Cuauhtémoc Cárdenas, hijo del general y respetado líder de
la izquierda moderada— la reforma energética parece representar un pecado
contra la historia.
Pero
hay un tercer motivo —poco discutido por la oposición— que es, a mi juicio, el
más poderoso y convincente: el temor a que el incremento en renta petrolera
simplemente eleve el nivel de la corrupción hasta los extremos alcanzados
durante el último boom petrolero que arrancó en los años setenta y desembocó en
una experiencia traumática para el pueblo mexicano. Administrando mal la
abundancia y los altos precios del mercado, el Gobierno del PRI multiplicó
entonces la burocracia, se embarcó en proyectos despilfarradores, contrajo una
gigantesca deuda externa y condujo al país a la quiebra y a la desastrosa
devaluación del peso en 1982.
Dado
el pasado desempeño de los Gobiernos, es legítimo permanecer escéptico. La
oposición podría hacer un gran bien si se enfocara en proponer esquemas
prácticos para prevenir la repetición del fiasco económico: mantener una
estrecha vigilancia sobre los contratos, certificar la productividad y
transparencia de las nuevas inversiones públicas, crear un fondo para
desarrollo futuro (como en Noruega), monitorear los posibles daños ecológicos,
reestructurar y modernizar Pemex y, lo más importante, asegurar que las
utilidades no se canalicen a la expansión de la burocracia, sino que lleguen al
pueblo mexicano.
Frente
a la negativa, hasta ahora completa, de la oposición a la reforma energética, el
Gobierno deberá convencer con urgencia al público de que esta vez será
distinto, de que ahora la nueva riqueza generada llegará a manos de los
supuestos dueños: los mexicanos, en particular las decenas de millones de
mexicanos que más lo necesitan.
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