El
poeta de los ojos tristes
La
vida de Juan Gelman estaba marcada por la muerte de su hijo y su nuera a manos
de la dictadura y la búsqueda de su nieta
JUAN
CRUZ en El País, 15 ENE 2014;
Juan
Gelman, el poeta de los ojos tristes, era capaz de arrancarse de madrugada a
rasguear la guitarra; en tiempos en que su pesadilla era más grande, pues
buscaba con ahínco pero sin esperanza a su nieta secuestrada en 1976 por los
golpistas de Videla, la poesía y esos instantes de la noche le devolvían a la
vida, como si se la prestaran. Esa larga historia que lo convirtió en huérfano
de su hijo y en abuelo en perpetuo estado de incertidumbre lo llenó de pena, y
“la pena”, dijo una vez con su enorme capacidad para la melancolía y el
sarcasmo, “es un territorio muy amplio, probablemente argentino”. Él nunca se
quitó de veras la pena.
Juan Gelman, en 2013. / PRADIP J. PHANSE/imagen
Cuando
en 2000 apareció la nieta, una joven que había vivido hasta entonces con un
matrimonio al que se la entregaron los militares, se alivió la pesadumbre pero
mantuvo su rastro. Fue mucho pesar, él lo llevó con la dignidad personal de un
combatiente. A veces, cuando recitaba en público y aún existía esa sombra en su
vida, cada verso era un esfuerzo y una rasgadura, como si llorara en voz baja.
Por eso asombraba en esos instantes en que le robaba a alguien la guitarra que
riera y cantara como si fuera otro.
Esa
búsqueda de la nieta fue la razón mayor de su tristeza, pero nunca fue un
hombre vencido. Ahora, consciente de la enfermedad que acabó con su vida, tuvo
energía aún para desear a sus amigos un año menos difícil. Volvió del hospital,
donde entró y salió desde el último noviembre, porque quiso que fuera en su
casa donde dijera adiós a todo esto.
Nació
en Argentina en 1930. El golpe de Estado de Videla lo condujo al exilio en
México, de donde jamás quiso volver a su país. Su nuera esperaba una criatura
cuando la secuestraron; de ella y del hijo de Gelman no se supo nunca más; el
poeta estaba seguro de que la criatura vivía en alguna parte. La movilización
mundial a favor de su lucha por encontrarla chocó durante años contra la
inepcia del Vaticano, al que acudió, y de los gobiernos uruguayo y argentino,
pero contó con el apoyo de sus escritores, periodistas y activistas. Sus amigos
José Saramago y Eduardo Galeano presidieron una campaña mundial a favor de la
búsqueda de la nieta; esa campaña se intensificó cuando por fin hubo noticias
que daban fe de que la muchacha existía, y en 2000 al fin se produjo ese
encuentro. Macarena Gelman tiene ahora 35 años y vive en Uruguay. Esa noche del
reencuentro su amigo Mario Benedetti dijo: “Hablé con Juan y está de lo más
feliz”.
Esa
noticia fue para él la emoción más grande de su vida. Su poesía, irónica y
secreta, escrita desde la melancolía, vivió momentos más claros; pero él siguió
siendo el poeta de los ojos tristes que a veces ocultaba la risa tras el bigote
poblado. Alto, desgarbado, Gelman caminaba dejando atrás, siempre, la estela
del humo de su cigarrillo. Su voz tenía la cadencia del silencio; podía recitar
ante miles, pero jamás levantó la voz. Últimamente había adelgazado mucho, de
modo que cuando se desplazaba parecía que iba a volar tras el humo.
En
el último mes de abril, cuando publicó su libro Hoy, de prosa poética, como
muchos de los suyos, explicó aquí qué sintió cuando fue condenado uno de
aquellos verdugos de su hijo. “Entre los culpables del asesinato de mi hijo
había un general que fue condenado a prisión perpetua. Pero cuando dictaron la
sentencia yo no sentí nada. Ni odio, ni alegría. Y me pregunté por qué, y eso me
llevó a escribir, para preguntarme qué había pasado”. En esa conversación,
Gelman resumió su disgusto con el papa Francisco, a quien había acudido cuando
éste era el obispo Bergoglio en busca de ayuda para encontrar a su hijo. El
obispo le dijo que no podía hacer nada, “pero ante la justicia declaró otra
cosa, que había hecho gestiones sin éxito”.
Esa
larga lucha (35 años buscando rastros de la vida de los suyos) no sólo lo marcó
como persona, sino que llenó de amargura y sarcasmo su escritura. Él tenía,
decía, “la confianza lastimada”. También con respecto al porvenir del mundo.
Ese hombre está en sus versos.
Ganó
los principales premios de la literatura en español: el Rulfo, el Reina Sofía
de poesía, el Cervantes (en 2007). Para él, la poesía era “una forma de
resistencia”, pero ese compromiso civil no alteró su manera de ser poeta.
¿Hermético?, se preguntaba. “No, lo que hago es respetar al lector, obligarlo a
que lea por dentro”. En el Ateneo de Madrid, en uno de sus tumultuosos
recitales, siete años después del hallazgo de la nieta, leyó su poema padre de
entonces como si fueran a temblar sus manos, sus ojos, él entero: “Así que has
vuelto / como si hubiera pasado nada / como si el campo de concentración no /
como si hace veintitrés años / que no escucho tu voz ni te veo / han vuelto el
oso verde tú / sobre todo larguísimo y yo / padre de entonces / hemos vuelto a
tu hijar incesante / en estos hierros que nunca terminan / ¿Ya nunca cesarán? /
ya nunca cesarás de cesar / vuelves y vuelves / y te tengo que explicar que
estás muerto”. La ovación compungida de la gente fue la confirmación de que el
público y el poeta se leyeron por dentro.
Esa
historia fue su vida: el hijo muerto, la hija muerta, la nieta en un paradero
sobre el que él arañaba. Todo eso seguía vivo en su mirada, por tanto en esos
versos, padre de entonces. Fue comunista, periodista y resistente, la sombra de
esa historia no le permitió jamás olvidar esa militancia contra el olvido.
Fue
un resistente comprometido también con los cambios habidos en su país para
revertir los efectos de la ley de punto final que había proclamado el
presidente Alfonsín. Esa “impunidad espantosa” fue anulada por el presidente
Kirchner y dio paso a las condenas de los represores, entre ellos los
represores de su familia. Y desde ese punto de vista defendió aquí al juez
Garzón cuando éste trató de perseguir el franquismo y restituir la dignidad de los
perseguidos durante la dictadura. “No entiendo”, dijo entonces, “el castigo a
Garzón por rastrear la memoria”.
Un
día le pregunté quién era. Y él dijo:
--Quién
sabe. Yo, no.
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