Si
la gente importara/Alfredo Pastor, profesor de Economía del Iese.
La
Vanguardia | 6 de marzo de 2014;
En
1973 vio la luz el libro de E.F. Schumacher Small is beautiful (lo pequeño es
hermoso), que estuvo muy de moda en su día y que aún hoy se edita. Hay que
lamentar, sin embargo, que sea considerado como el libro de cabecera del
movimiento ecologista, porque no trata de los problemas de los que estos se
ocupan más que de pasada. El subtítulo –“Un estudio de la economía como si las
personas tuvieran importancia”– es mucho más elocuente, y nos recuerda que
tanto en el estudio como en la práctica de la economía seguimos sin conceder a
las personas la importancia que merecen. Como ha sucedido con otros puntos
negros de nuestro tiempo, la crisis se ha encargado de poner de relieve esa
disonancia.
Hace
ya más de un siglo que está admitido que, si bien se puede esperar que la
economía de mercado que conocemos sea eficiente, no se le puede pedir, en
cambio, que sea equitativa, porque puede dar lugar a un reparto de los bienes
que todos consideraríamos injusto. Como en la lógica del mercado no entra la
posibilidad de compartir ni la de regalar se encomienda al Estado la tarea de
redistribuir, y así llegamos a la situación actual: el mercado da a cada cual
lo que ha ganado, y el Estado tiene la capacidad de exigir que parte de esas
ganancias pasen, mediante impuestos, a una bolsa que el Estado se encarga de
repartir vía transferencias. La crisis nos está haciendo ver que esta es una
solución radicalmente imperfecta, como lo hace ver el que la desigualdad haya
aumentado durante los años malos, en lugar de disminuir, y el que todo el mundo
se queje de exceso de impuestos, por un lado, y de falta de recursos para
atender a las necesidades, por otro. Pero esos son sólo síntomas, porque el
esquema está viciado de raíz, y nos lleva a una sociedad de la que todo el
mundo desea escapar.
Las
rentas más altas lo dejan bien claro, pidiendo sus perceptores reducciones de
impuestos en nombre de la eficiencia o, sencillamente, buscando refugio en
países donde el ánimo redistributivo es menos intenso. Pero no hay que pensar
que el esquema sea más atractivo para los pobres: estos también desean escapar.
El responsable de una entidad social decía no hace mucho que nadie ha sido
educado para pedir limosna o para vivir del subsidio (habrá excepciones, pero
no las elevemos a categorías). Es natural que quien ha de acudir al Banc dels
Aliments o a los servicios sociales del Ayuntamiento sienta, por bueno que sea
el trato recibido, que no es un ciudadano de pleno derecho. Dostoyevski resumía
esos sentimientos en una frase terrible: “Nada le resulta más penoso a un
desgraciado que ver como todos se consideran bienhechores”. En última
instancia, el pobre recibe casi como un desprecio lo que el rico considera casi
como una extorsión. ¡Decididamente, nuestro arreglo no ha tenido muy en cuenta
a las personas! Si la gente importara, si les preguntáramos qué es lo que
necesitan, veríamos que el problema más grave de nuestra situación no es la
pobreza sino la causa principal de la pobreza, que es el paro. Los economistas
tenemos la costumbre de postular que el trabajo es algo que se hace porque no
hay más remedio, y sólo por un sueldo. Si eso fuera verdad, la pérdida del
trabajo se vería compensada con el subsidio de paro. Pero el trabajo da mucho
más que el sueldo, y la pérdida del trabajo significa mucho más que la pérdida
del sueldo.
Decía
en un artículo anterior que el 40 por ciento de nuestro paro, 2,4 millones, se
concentra en personas comprendidas entre los 30 y los 44 años; el 89 por ciento
de ellos tiene estudios superiores a la enseñanza primaria; todos habrán tenido
algún trabajo anterior; la mayoría tendrá hijos de corta edad. Este es un
colectivo que puede considerarse crítico, ya que los más jóvenes pueden
simultanear trabajo y formación, y los mayores, libres en muchos casos de
dependencias familiares, pueden resignarse a realizar trabajos más o menos
ocasionales: son situaciones desagradables, dolorosas a veces, pero a fin de
cuentas soportables. La situación del grupo de 30 a 44 años es distinta: para
empezar, no hay ningún supuesto razonable que permita pensar en una absorción
en el mercado de trabajo de esos dos millones y medio de parados críticos en
poco tiempo sólo por la mejora de la coyuntura. Por otra parte, la formación no
puede ser una solución, en algunos casos por razones de eficiencia (no todo el
mundo es reciclable) y en todos por escasez de recursos (las ayudas deberían
ser muy elevadas). Todo indica que la generalización del trabajo fijo pero a
tiempo parcial debe ser una solución mejor. Países como Holanda o Alemania han
alcanzado esa generalización, con un nivel de paro muy bajo. Ya se imagina uno
que contra ella debe haber obstáculos e intereses. Pero el asunto es tan grave
que ni obstáculos ni intereses deberían prevalecer, y la energía del Gobierno
debería estar enfocada a la solución de este problema con exclusión de otros si
es necesario. Si no se encarrila, dentro de diez años ya no tendrá solución, y
habrá que admitir que hemos fracasado como colectividad. Los que vengan después
podrán decirnos, con razón, que la gente no nos importaba.
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