Una
mediación desconocida/Carlos Salinas de Gortari
Revista Proceso # 1955, 19 de abril de 2014
REPORTAJE
ESPECIAL
Gabriel
García Márquez también jugó un papel clave en algunos asuntos de política
interna entre México y Cuba, y particularmente entre Carlos Salinas de Gortari
y Fidel Castro, según lo consigna el expresidente en su libro México. Un paso
difícil a la modernidad, editado en septiembre de 2000.
A continuación se
reproduce la parte medular del capítulo “Una mediación desconocida: el diálogo
entre los presidentes de Cuba y Estados Unidos.
El
problema también era muy delicado para Cuba, que atravesaba entonces por una
terrible crisis, derivada de los efectos del bloqueo económico y agudizada por
la caída de la Unión Soviética y de la mayoría de los países socialistas y por
el cese de apoyos de los gobiernos que hasta entonces habían sido aliados de La
Habana. Además, el tema tenía una enorme relevancia para México. Era obvio que
en los Estados Unidos podía generarse una actitud más agresiva hacia todos los
migrantes incluidos los mexicanos. En esos momentos enfrentábamos una posición
hostil de las autoridades de California en contra de los migrantes, tanto
legales como ilegales, e incluso contra sus descendientes. La sensibilidad
sobre esta materia en nuestro país era muy alta. En el horizonte amenazaba el
riesgo de un problema diplomático, político y social de dimensiones
insospechadas.
Había
que emprender la tarea con absoluta discreción. Si llevaba el asunto por los
canales diplomáticos normales, se corría el riesgo de una filtración. Al mismo
tiempo, necesitaba un conducto con el gobierno de Cuba que garantizara
discreción total y acceso directo e inmediato con Fidel Castro. Desde el
principio supe quién era la persona indicada.
Llamé
por teléfono a Gabriel García Márquez, el Premio Nobel de Literatura,
colombiano de origen y mexicano por adopción. Yo confiaba plenamente en él.
Habíamos sostenido una estrecha relación a lo largo de más de 10 años y estaba
convencido de su inteligencia, discreción y sensibilidad. Estaba enterado de
que García Márquez se preparaba en esos días para viajar a Cuba. Él podía
llevar el mensaje. Me comuniqué para preguntarle si podía acudir a Los Pinos.
No le dije más, pero entendió perfectamente que si el presidente de México le
solicitaba conversar personalmente casi a la media noche, debía tratarse de
algo muy serio.
Llegó
a mi oficina poco más de media hora después; había recorrido en un tiempo
récord el trayecto desde el sur de la ciudad, en el Pedregal de San Ángel,
hasta Los Pinos. Le comenté mi encomienda. Hombre emotivo, el escritor mostró
en ese momento un aplomo extraordinario. Reflexionó un instante y dijo: “Es
mejor que usted hable discretamente con el Comandante”. Entonces García Márquez
llamó a Cuba. Sin mayor trámite dijo que yo tenía interés en hablar con Fidel
Castro. Mientras lo localizaban, colgó el auricular y conversamos detenidamente
sobre la importancia de la tarea a realizar y lo crucial que era mantenerla en
absoluta discreción. Poco después, volvió a marcar a La Habana y me pasó al
Comandante.
Hombre
que sabe escuchar, Castro concentró su atención mientras le relataba la llamada
de Clinton. Desde luego, en esa primera conversación no mencioné el nombre del
presidente de los Estados Unidos; hable de “el gobierno americano”. Al terminar
el mensaje, Castro respondió con claridad; me dijo que la salida de los balseros
no era una táctica del gobierno cubano, sino el reflejo de una situación
insostenible creada por los propios norteamericanos a través del bloqueo
económico como por la Ley Torricelli. Era incomprensible que los Estados Unidos
hicieran esfuerzos para disminuir esa migración ilegal, cuando al mismo tiempo
la estimulaban a través de la radio. Por eso, me dijo Castro, su gobierno había
decidido flexibilizar la política migratoria y permitir la salida de los
balseros. Además, si el gobierno cubano trataba de impedir esa salida, con
seguridad iban a generarse incidentes que los medios internacionales
magnificarían para acusarlo de represivo. Por todas estas razones, comentó
Fidel, había dado instrucciones muy claras en ese terreno: si alguien deseaba
marcharse de la isla, no se impediría su partida, y mucho menos por medio de la
fuerza. Me hizo ver que estaba dispuesto a encontrar una solución y que no se
negaba a conversar. Sin embargo, subrayó que era necesario analizar las causas
de esos movimientos, pues las medidas que se estaban tomando en los Estados
Unidos endurecían el bloqueo y por lo tanto aumentaban las aflicciones
económicas: eso era lo que alentaba la emigración.
Castro
agregó que compartía mi preocupación por los posibles efectos de la salida de
balseros en torno al debate de los migrantes mexicanos. Desde su punto de
vista, la forma de resolver la polémica era muy importante. El supuesto acuerdo
norteamericano de otorgar 20,000 visas al año, señaló, no se había cumplido,
pues el año anterior sólo habían expedido 964. Por último, me dijo que estaba
dispuesto a tener conversaciones sobre migración con los estadounidenses,
siempre y cuando se asumiera que lo principal era entender sus causas, que eran
el bloqueo y su efecto sobre la economía del pueblo cubano. Concluyó que, de
llevarse a cabo, ese diálogo daría una esperanza a quienes trataban de irse.
(…)
El
jueves primero de septiembre me llamó el presidente Clinton. Me notificó que ya
se había realizado el primer día de conversaciones. Reconoció la calidad del
equipo negociador de Cuba, por su experiencia y su actitud constructiva. Estaba
dispuesto a elevar el número de migrantes legales si los cubanos controlaban la
salida de los balseros ilegales. Me pidió que le transmitiera con claridad a
Castro el siguiente mensaje: sabía que los cubanos estaban preocupados por la
capacidad de su gobierno para admitir 20,000 migrantes legales (dados los
obstáculos que las leyes norteamericanas imponían); sin embargo, deseaba que
tuvieran la seguridad de que él cumpliría su compromiso. Era importante,
concluía Clinton, que las autoridades de Cuba aceptaran el regreso voluntario
de los balseros que permanecían en Guantánamo.
Cuando
le comuniqué lo anterior, el presidente Castro comentó que tal vez los
norteamericanos esperaban que él les resolviera el embrollo que ellos mismos
habían creado, sin que ningún problema cubano se colocara siquiera sobre la
mesa de discusión. Todo podía quedar en un acuerdo formal, alertó, pero las
causas que originaron el conflicto seguirían presentes. Así no se podría
encontrar una solución responsable y a fondo, dijo. Nada se lograría en
realidad mientras no se analizara la situación económica creada por el bloqueo.
Entonces le hice saber al presidente Fidel Castro que Clinton entendía sus
argumentos, pero que enfrentaba una situación política interna muy seria; lo
más importante por ahora era sentarse a dialogar. Castro tenía una enorme
desconfianza. Y me lo confirmó al decirme que habían padecido el
recrudecimiento del bloqueo, y que, aún peor, habían sido engañados más de una
vez. Proponía luchar por una solución definitiva y verdadera del problema. “Yo
comprendo las complicaciones de Clinton –comentó– pero no puedo olvidarme de
las contrariedades nuestras, del momento difícil que atravesamos, de la
estrategia desplegada para destruirnos”. Le repetí que percibía buena fe en
Clinton. Y le insistí en que estábamos frente a una especie de “escalera” con
varios peldaños; lo importante era subir el primero, y ese primer peldaño era
sentarse a hablar, aunque sólo fuera sobre el tema migratorio. Si se mostraba
voluntad, seguramente se crearían las condiciones políticas para que más
adelante se diera el diálogo sobre otros temas muy importantes, como el del
bloqueo y su impacto en la economía, concluí.
El
presidente Castro respondió que la misma prensa norteamericana señalaba que era
necesario dialogar con Cuba sobre todos los temas. Ahí estaba ya la oportunidad
para sentarse a conversar. Castro preguntó si más tarde Bill Clinton podría de
veras acceder a hablar sobre otros asuntos. Agregó que más adelante se
necesitaría un eslabón que permitiera vincular estas conversaciones sobre
migración con otros tópicos que a él, Castro, le interesaban, como el bloqueo y
la situación económica.
Mientras
tanto, Gabriel García Márquez llegó a Cuba. Iba con mi jefe de prensa, José
Carreño, en un avión de la Presidencia. Llevó el resultado de la reunión con
Clinton y mi petición de que transmitiera de manera personal algunos detalles
sobre las conversaciones. El 2 de septiembre, García Márquez salió de Cuba,
después de entrevistarse con Fidel, y solicitar, además, que liberaran a un
escritor cubano que estaba detenido. Castro accedió a la petición de García
Márquez, pero le advirtió: “Gabo, te vas a arrepentir”.
El
lunes 5 de septiembre el presidente Castro llamó para decirme que había
importantes avances en las pláticas. Las posiciones, me explicó, se estaban
acercando con base en un documento elaborado por los propios norteamericanos a
partir de otro inicial presentado por los cubanos; había ya un proyecto de
comunicado. Sin embargo, Fidel me expresó que había dos puntos indispensables a
considerar.
El
primero se refería a que en el documento debía señalarse explícitamente que se
eliminarían las medidas establecidas por los Estados Unidos, el 20 de agosto de
ese año; esas medidas prohibían vuelos de fletamento, llamadas telefónicas
entre ambas naciones y la transferencia de recursos que los cubanos radicados
en los Estados Unidos desearan hacer a Cuba. Con esto, afirmó Castro, se
lograría lo que se estaba buscando: una salida a la difícil y engorrosa
situación.
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