El
diccionario de García Márquez*/Enrique Krauze
Revista Proceso # 1955, 19 de abril de 2014
Muchos
años después, frente a la redacción de sus memorias, Gabriel García Márquez
había de recordar la tarde remota en que su abuelo le puso en el regazo un
diccionario y le dijo: “Este libro no sólo lo sabe todo, sino que es el único
que nunca se equivoca”. “¿Cuántas palabras tiene?”, le preguntó el niño.
“Todas”.
En
cualquier lugar del mundo, si un abuelo regala a su pequeño nieto un
diccionario le está dando el instrumento del saber. Pero Colombia no era
cualquier lugar: era una república de gramáticos. Durante la juventud del
abuelo, el coronel Nicolás Márquez Mejía (1864-1936), no menos de cuatro
presidentes de la república, un vicepresidente y otros magistrados –todos del
bando conservador– habían publicado compendios, tratados (en prosa y verso)
sobre la ortología, ortografía, filología, lexicografía, prosodia y gramática
del idioma castellano. Malcolm Deas, el historiador oxoniense especialista en
Colombia que ha estudiado el singular fenómeno, aduce que la obsesiva
preocupación por el idioma que revelaba el cultivo de estas ciencias (“sus
practicantes –acota Deas– insistían en llamarlas ‘ciencias’”) tenía su origen
en una vocación de continuidad con el tronco cultural español. Al hacer suya
“la eternidad de España en el idioma” buscaban asegurar, por decirlo así, el
monopolio legítimo de sus tradiciones, su historia, sus autores clásicos, sus
raíces latinas. Esta apropiación, precedida por la fundación en 1871 de la
Academia Colombiana de la Lengua correspondiente a la Española (la primera en
América), fue una de las sorprendentes claves en la larga hegemonía
conservadora en la historia política de Colombia (1886-1930).
El
abuelo de García Márquez, figura de sus primeras novelas (La hojarasca, El coronel
no tiene quien le escriba), no fue ajeno a esta historia político-gramatical.
El coronel Márquez Mejía había militado en las filas del legendario general
liberal Rafael Uribe Uribe (1859-1914), uno de los pocos caudillos de la
historia colombiana, y cuya trayectoria inspiró a su vez el personaje del
coronel Aureliano Buendía. Incansable e infortunado combatiente de tres guerras
civiles, abogado, pedagogo, librero, periodista, diplomático, Uribe Uribe había
sido también, previsiblemente, un esforzado gramático. Era la forma cívica de
disputar el poder a los conservadores. Aprovechó una de sus estancias en
prisión para traducir a Herbert Spencer y escribir un Diccionario abreviado de
galicismos, provincialismos y correcciones de lenguaje (1887) que tuvo, al
parecer, regular suerte. En 1896 se batió solo en el Parlamento contra 60
senadores conservadores. A fin de cuentas, la aplastante mayoría no le dejó
otro camino que darle –según su propia frase– “la palabra a los cañones”. Uribe
Uribe fue el protagonista central en la sangrienta Guerra de los Mil Días
(1899-1902), al cabo de la cual se firmó la Paz de Neerlandia. Atestiguó la
escena el coronel Márquez, quien años después solía recibir a su antiguo jefe
en la casa familiar de Aracataca, cercana a esos hechos. Uribe Uribe fue
asesinado en 1914. Dos décadas después, su lugarteniente regalaba a su nieto
mayor no un sable ni una pistola sino un diccionario. En cualquier parte, un
instrumento del saber. En Colombia, un instrumento del poder.
El
poder le llegaría, en efecto, por la vía de las letras, pero ni en sus más
desaforados sueños pudo imaginar el coronel Márquez el prodigioso ars
combinatoria que aquel nieto suyo –a quien apodaba “mi pequeño Napoleón”–
aplicaría a aquel diccionario “de casi 2 mil páginas grandes, abigarradas y con
dibujos preciosos” que “Gabito” comenzaba a leer “por orden alfabético y sin
entenderlo apenas”. Premio Nobel de Literatura en 1982, sus principales novelas
–traducidas universalmente– fueron celebradas en su momento por V. S. Pritchett,
John Leonard y Thomas Pynchon, entre muchos otros. A lo largo y ancho del mundo
circulan profusamente sus ficciones, con su extraordinario poder fabulador, su
encanto poético y una prosa tan flexible y rica que por momentos parece
contener, en efecto, todas las palabras del diccionario. Su obra ha sido objeto
de estudios, seminarios, óperas, conciertos, representaciones teatrales,
adaptaciones cinematográficas y sitios de internet. Su hogar natal es destino
de peregrinajes literarios. En Cartagena de Indias, el puerto amurallado donde
el joven periodista García Márquez pasó años de severas privaciones, los
taxistas señalan la “Casa del Premio”, una de las que posee Gabo en varias
ciudades del mundo. El cariñoso apodo no es casual: refleja la simpatía popular
que ha sabido concitar alrededor suyo.
En
1996 García Márquez saldó viejas cuentas de la historia colombiana y encabezó
una pequeña revolución contra los diccionarios. Para escándalo de las academias
de la lengua, la Real Academia Española y las correspondientes en América,
reunidas en Zacatecas, el célebre autor –como un amo y señor de “la eternidad
de España en el idioma”– se pronunció por ¡la abolición de la ortografía! El
desplante era la victoria final del radicalismo liberal colombiano frente a la
hegemonía de los gramáticos y latinistas conservadores. Los fantasmas del
general Uribe Uribe y el coronel Márquez sonreían complacidos. Y Fidel Castro
sonreía también. Aunque decía compartir la “teoría escandalosa, probablemente
sacrílega para academias y doctores en letras, sobre la relatividad de las
palabras del idioma”, celebraba que, en su cumpleaños 70, García Márquez le
hubiera dado el más “fascinante” de los regalos, una “verdadera joya”: un
diccionario.
“Escribo
para que mis amigos me quieran”, ha dicho repetidamente. Uno de sus grandes
amigos es precisamente Fidel Castro. No hay en la historia de Hispanoamérica un
vínculo entre las letras y el poder remotamente comparable en duración,
fidelidad, servicios mutuos y convivencia personal al de Fidel y Gabo. Ya
viejo, enfermo y necesitado de ayuda, Rubén Darío, el gran poeta nicaragüense
que influyó mucho en García Márquez, aceptó los mimos del dictador guatemalteco
Manuel Estrada Cabrera y aun escribió para él poemas laudatorios. Las razones
políticas de Fidel son tan evidentes como las de Estrada Cabrera: se miden en
dividendos de legitimidad. Pero a García Márquez, que no tiene los apremios
económicos de Darío, ¿qué razones lo mueven? La explicación se remonta a la
casa familiar de Aracataca y, en particular, al vínculo de Gabito con su
patriarca personal, el coronel Márquez. Ahí está la semilla de su fascinación
frente al poder: cifrada, elusiva, pero mágicamente real, como la historia de
un diccionario que pasó del coronel al comandante, por las manos del escritor.
*
Fragmento de “Gabriel García Márquez: A la sombra del patriarca”, capítulo de
Redentores: Ideas y poder en América Latina, Random House, 2011.
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