La
tolerancia es el vino de los pueblos/Jorge Majfud (Uruguay, 1969) es escritor, arquitecto, doctor en filosofía por la Universidad de Georgia y profesor de literatura latinoamericana y pensamiento hispánico en Jacksonville University, Estados Unidos. Es el autor de las novelas La reina de América (2001) La ciudad de la Luna (2009) y Crisis (2012), entre otros libros de ficción y ensayo.
Mi
padre era el cuarto o quinto hijo de una docena que dio al Uruguay un
matrimonio de inmigrantes libaneses, cristiana ella y probablemente él también.
Toda su infancia la vivió en la miseria, escarbando raíces del campo para
comer, poniendo los pies descalzos en el estiércol de las vacas para aliviar el
frío de las madrugadas con escarcha, peleándose con otros pobres por los huesos
que desechaba el Frigorífico Tacuarembó.
Era
un niño de escuela cuando con sus hermanos ya trabajaba amasando barro para
hacer ladrillos o plantando verduras que luego vendía en el pueblo. Cuando un
hermano volvía de la escuela, el otro lo encontraba a la salida del pueblo para
ponerse sus zapatos.
Con
el tiempo, allá por los años cincuenta, mi padre logró irse a la capital para
estudiar carpintería y radiofonía y al volver a su pueblo levantó su Fábrica de
Muebles, como le llamaba él, además de iniciar diversos negocios y de fundar un
Rotary Club y alguna cooperativa bancaria con cierto éxito. Durante el día
trabajaba en su farmacia o buscaba alguna vaca perdida en alguno de sus campos
y por las noches, durante 30 años, daba clases en la Escuela Técnica. Sus
colegas se reían de su habilidad de quedarse dormido sentado o aún de pie.
—Si
volviera a vivir, trabajaría menos y disfrutaría más— fue una de las últimas
cosas que me dijo por teléfono, no por amargura sino para darme un nuevo
consejo, que resultó ser el último. Nuestra última conversación fue en tono de
bromas, porque uno nunca sabe el significado de cada momento.
Un
día después de su funeral, caminando por los viejos rincones de la ciudad de
mis vidas anteriores, como si sacara a pasear la tristeza con la secreta
esperanza de que se perdiera en alguna esquina, me crucé con muchas personas,
demasiadas para el momento, la mayoría de las cuales no conocía o no alcanzaba
a reconocer después de tantos años. Uno de ellos, me dijo:
—La
mejor etapa de mi vida la pasé cuando trabajé con tu padre. El hombre sabía
cómo conseguir obras en cualquier ciudad y allá íbamos todos.
—Yo
fui alumno de tu padre —me dijo otro señor, a quien sí recordaba de años
atrás—. Yo era un muchacho perdido cuando lo conocí. Él me dio mi primer
trabajo y me enseñó a ser gente. Si no fuera por él hoy no sería el que soy ni
tendría la familia que tengo.
Mi
perspectiva, como la de cualquiera, no es neutral. Para mí era un hombre
austero, generoso con propios y ajenos, aunque seguramente muchos opinarían lo
contrario. “Para unos soy un buen tipo”, decía él, “y para otros seguramente un
miserable. No se puede estar bien con Dios y con el diablo”. No era difícil encontrar
defectos en él, no porque se destacara especialmente en esta particularidad
humana sino porque nunca es difícil encontrar defectos en los demás. Si dicen
que ya hubo un tipo perfecto, que se la pasaba predicando amor democrático
hasta para sus enemigos y lo crucificaron igual, ¿qué más se puede esperar?
Esto
era aún más evidente en el mundo de las pasiones ideológicas. Siempre
discutíamos de política. Él aferrado a sus principios conservadores y yo
aferrado a rebatirlo. Nuestras discusiones eran intensas, pero siempre se
resolvían de una forma sencilla:
—Bueno,
ya veo que no nos vamos a poner de acuerdo —decía—; vamos a tomar un vino,
entonces.
Claro,
alguien dirá que la tolerancia no es el vino, sino el opio de los pueblos. No
menos verdad es que su ausencia es la muerte de los pueblos y, peor, la
frustración de cada una de las vidas concretas que conforman esa abstracción
mitológica.
Yo
lo quería muchísimo, como cualquier buen hijo puede querer a un buen padre.
Pero un hijo nunca quiere tanto como un padre. Toma una vida entera llegar a
esta verdad; algunos, incluso, necesitan dos para comprenderlo y una más para
llegar a aceptarlo. Así, uno va descubriendo en los recuerdos antiguos otros
significados, cada vez más profundos.
Por
ejemplo, en varias elecciones políticas el viejo integró las listas de su
partido. Yo nunca lo voté. Recuerdo que en mi primera vez, a fines de los años
ochenta, voté a un incipiente partido ecologista. Cuando llegué a casa le dije
a mi padre que no lo había votado a él. Como siempre, él lo recibió con una
sonrisa y me dijo que había hecho bien.
Ahora
que ha muerto, me pregunto para qué diablos sirvió toda aquella honestidad
idealista de la que presumí aquel día de elecciones. ¿Para qué sirvió toda esa
pequeña crueldad? ¿Para qué sirvió toda aquella pequeña verdad, aquella
sospechosa honestidad?
¿Para
qué sirvió todo?, me pregunto mientras miro un mazo de un centenar de cartas
escritas en árabe que sus padres escribieron y recibieron hace casi un siglo
atrás. No sé lo que dicen. Apenas puedo sospechar historias de amores y
desamores, de encuentros y desencuentros que mi padre tampoco llegó nunca a
saber porque los suyos también le ocultaron sus frustraciones, como le
ocultaron todos los secretos del idioma que solo usaban en lo más profundo de
sus dos desoladas intimidades en un rancho de barro, en medio de un campo ajeno
que apenas daba para sobrevivir.
¿Para
qué sirvió todo?, vuelvo a preguntarme. Entonces miro a mi hijo mirando por la
ventana como yo solía mirar mientras mi padre trabajaba en cosas más útiles y
me doy cuenta de que sé la respuesta. La respuesta, no la verdad. Porque una
cosa es el deber, lo que debe ser, y otra simplemente lo que es. De una no hay
dudas y de la otra, de la verdad, probablemente nadie sabe ni su nombre.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario