Mi
otro yo/GABRIEL
GARCÍA MÁRQUEZ
Revista Proceso # 1955, 19 de abril de 2014
REPORTAJE
ESPECIAL
A
García Márquez se le atribuían anécdotas singulares y hasta profecías; incluso
murió un Jueves Santo, como Úrsula Iguarán, su personaje de Cien años de
soledad. Lo curioso es que en sus artículos periodísticos –incluidos los que
publicó con regularidad en Proceso entre 1977 y mediados de los ochenta–
también supo divertirse con las ocurrencias de sus sosias e imitadores que
pululaban por el mundo, como lo relata en el siguiente texto, publicado en este
semanario el 15 de febrero de 1982.
Hace
poco, al despertar en mi cama de México, leí en un periódico que yo había
dictado una conferencia literaria el día anterior en La Palma de Gran Canaria,
al otro lado del océano, y el acucioso corresponsal no sólo había hecho un
recuento pormenorizado del acto, sino también una síntesis muy sugestiva de mi
exposición. Pero lo más halagador para mí fue que los temas de la reseña eran
mucho más inteligentes de lo que se me hubiera podido ocurrir, y la forma en
que estaban expuestos era mucho más brillante de lo que yo hubiera sido capaz.
Sólo había una falla: yo no había estado en La Palma ni el día anterior ni en
los 22 años precedentes, y nunca había dictado una conferencia sobre ningún
tema en ninguna parte del mundo.
Sucede
a menudo que se anuncia mi presencia en lugares donde no estoy. He dicho por
todos los medios que no participo en actos públicos, ni pontifico en la cátedra
ni me exhibo en televisión, ni asisto a promociones de mis libros ni me presto
para ninguna iniciativa que pueda convertirme en un espectáculo. No lo hago por
modestia sino por algo peor: por timidez. Y no me cuesta ningún trabajo, porque
lo más importante que aprendí a hacer después de los 40 años fue a decir que no
cuando es no. Sin embargo, nunca falta un promotor abusivo que anuncia por la prensa,
o en las invitaciones privadas, que estaré el martes próximo a las seis de la
tarde en algún acto del cual no tengo noticia. A la hora de la verdad, el
promotor se excusa ante la concurrencia por el incumplimiento del escritor que
prometió venir y no vino, agrega unas gotas de mala leche sobre los hijos de
los telegrafistas a quienes se les sube la fama a la cabeza, y termina por
conquistarse la benevolencia del público para hacer con él lo que le da la
gana. Al principio de esta desdichada vida de artista, aquel truco malvado
había empezado a causarme erosiones en el hígado. Pero me he consolado un poco
leyendo las memorias de Graham Greene, quien se queja de lo mismo en su
divertido capítulo final, y me ha hecho comprender que no hay remedio, que la
culpa no es de nadie, porque existe otro yo que anda suelto por el mundo, sin
control de ninguna índole, haciendo todo lo que uno debiera hacer y no se
atreve.
En
ese sentido, lo más curioso que me ha ocurrido no fue la conferencia inventada
de Canarias, sino el mal rato que pasé hace dos años con Air France a propósito
de una carta que nunca escribí. En realidad, Air France había recibido una
protesta altisonante y colérica, firmada por mí, en la cual yo me quejaba del
mal trato de que había sido víctima en el vuelo regular de esa compañía entre
Madrid y París, y en una fecha precisa. Después de una investigación rigurosa,
la empresa había impuesto a la azafata las sanciones del caso, y el
departamento de relaciones públicas me mandó a Barcelona una carta de excusas,
muy amable y compungida, que me dejó perplejo, porque en realidad yo no había
estado nunca en ese vuelo. Más aún: siempre vuelo tan asustado, que ni siquiera
me doy cuenta de cómo me tratan, y todas mis energías las consagro a sostener
mi silla con las manos para ayudar a que el avión se sostenga en el aire, o a
tratar de que los niños no corran por los pasillos por temor de que desfonden
el piso. El único incidente indeseable que recuerdo fue en un vuelo desde Nueva
York en un avión tan sobrecargado y opresivo que costaba trabajo respirar. En
pleno vuelo, la azafata le dio a cada pasajero una rosa roja. Yo estaba tan
asustado, que le abrí mi corazón. “En vez de darnos una rosa –le dije– sería
mejor que nos dieran cinco centímetros más de espacio para las rodillas”. La
hermosa muchacha, que era de la estirpe brava de los conquistadores, me
contestó impávida: “Si no le gusta, bájese”. No se me ocurrió, por supuesto,
escribir ninguna carta de protesta a una compañía de cuyo nombre no quiero
acordarme, sino que me fui comiendo la rosa, pétalo por pétalo, masticando sin
prisa sus fragancias medicinales contra la ansiedad, hasta que recobré el
aliento. De modo que cuando recibí la carta de la compañía francesa me sentí
tan avergonzado por algo que no había hecho, que fui en persona a sus oficinas
para aclarar las cosas, y allí me mostraron la carta de protesta. No hubiera
podido repudiarla, no sólo por su estilo, sino porque a mí mismo me hubiera
costado trabajo descubrir que la firma era falsa.
El
hombre que escribió esa carta es sin duda el mismo que dictó la conferencia de
Canarias, y el que hace tantas cosas de las cuales apenas si tengo noticias por
casualidad. Muchas veces, cuando llego a una casa de amigos, busco mis libros
en la biblioteca con aire distraído, y les escribo una dedicatoria sin que
ellos se den cuenta. Pero más de dos veces me ha ocurrido encontrar que los
libros estaban ya dedicados, con mi propia letra, con la misma tinta negra que
uso siempre y el mismo estilo fugaz, y firmados con un autógrafo al cual lo
único que le faltaba para ser mío es que yo lo hubiera escrito. Igual sorpresa
me he llevado al leer en periódicos improbables alguna entrevista mía que yo no
concedí jamás, pero que no podía reprobar con honestidad porque corresponde
línea por línea a mi pensamiento. Más aún: la mejor entrevista mía que se ha
publicado hasta hoy, la que expresaba mejor y de un modo más lúcido los
recovecos más intrincados de mi vida, no sólo en literatura sino también en
política, en mis gustos personales y en los alborozos e incertidumbres de mi
corazón, apareció hace unos dos años en una revista marginal de Caracas, y era
inventada hasta el último aliento. Me causó una gran alegría, no sólo por ser
tan certera, sino porque estaba firmada con su nombre completo por una mujer
que yo no conocía, pero debía amarme mucho para conocerme tanto, aunque sólo
fuera a través de mi otro yo.
Algo
semejante me ocurre con gentes entusiastas y cariñosas que me encuentro por el
mundo entero. Siempre es alguien que estuvo conmigo en un lugar donde yo no
estuve nunca, y que conserva un recuerdo grato de aquel encuentro. O que es muy
amigo de algún miembro de mi familia al cual no conoce en realidad, porque el
otro yo parece tener tantos parientes como yo mismo, aunque tampoco ellos son
los verdaderos, sino que son los dobles de los parientes míos. En México me
encuentro con frecuencia con alguien que me cuenta las pachangas babilónicas
que suele hacer con mi hermano Humberto en Acapulco. La última vez que lo vi me
agradeció el favor que le hice a través de él, y no me quedó más remedio que
decirle que de nada, hombre, ni más faltaba, porque nunca he tenido corazón
para confesarle que no tengo ningún hermano que se llame Humberto ni viva en
Acapulco.
Hace
unos tres años acababa de almorzar en mi casa en México cuando llamaron a la
puerta, y uno de mis hijos, muerto de risa, me dijo: “Padre, ahí te buscas tu
mismo”. Salté del asiento, pensando con una emoción incontenible: “Por fin, ahí
está”. Pero no era el otro, sino el joven arquitecto mexicano Gabriel García
Márquez, un hombre reposado y pulcro, que sobrelleva con un grande estoicismo
la desgracia de figurar en el directorio telefónico. Había tenido la gentileza
de averiguar mi dirección para llevarme la correspondencia que se había
acumulado durante años en su oficina. Hacía poco, alguien que estaba de paso en
México buscó nuestro teléfono en el directorio, y le contestaron que estábamos
en la clínica porque la señora acababa de tener una niña. ¡Qué más hubiera querido
yo! El hecho es que la esposa del arquitecto debió de recibir un ramo de rosas
espléndidas, y además muy merecidas, para celebrar el feliz advenimiento de la
hija con que soñé toda la vida y que no tuve nunca.
No.
Tampoco el joven arquitecto era mi otro yo, sino alguien mucho más respetable:
un homónimo. El otro yo, en cambio, no me encontrará jamás, porque no sabe
dónde vivo, ni cómo soy, ni podría concebir que seamos tan distintos. Seguirá
disfrutando de su existencia imaginaria, deslumbrante y ajena, con su yate
propio, su avión privado y sus palacios imperiales donde baña con champaña a
sus amantes doradas y derrota a trompadas a sus príncipes rivales. Seguirá
alimentándose de mi leyenda, rico hasta más no poder, joven y bello para
siempre y feliz hasta la última lágrima, mientras que yo sigo envejeciendo sin
remordimientos frente a la máquina de escribir, ajeno a sus delirios y
desafueros, y buscando todas las noches a mis amigos de toda la vida para
tomarnos los tragos de siempre y añorar sin consuelo el olor de la guayaba.
Porque lo más injusto es eso: que el otro es el que goza de la fama, pero yo
soy el que se jode viviendo.
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