El
arte de la mirada/ Gustavo Martín Garzo
El
País |6 de abril de 2014
Soñar
es quizá lo más necesario que existe, más necesario incluso que ver. Si un día
me dijeran: estás obligado a elegir entre soñar y ver, yo elegiría sin duda
soñar. Creo que con la imaginación y el sueño se soporta mejor la ceguera. "Sin
sueños, la vida no sería fácil”. Esta frase es del cineasta iraní Abbas
Kierostami, un heredero de Roberto Rossellini. Las películas de Kierostami
narran los hechos más ordinarios de la vida: un día de clase en una escuela
infantil, una muchacha que tiene que hacer de actriz y que se niega a repetir
lo que le dicen, un niño que busca la casa de un compañero para entregarle el
cuaderno que se ha olvidado en clase, un director de cine que visita los
lugares devastados por un terremoto para ver lo que ha pasado con los
colaboradores de una película anterior. Historias de gente común que Kierostami
nos cuenta con un estilo alejado de toda retórica, con largos planos secuencia
que recuerdan la estética de los documentales. Tampoco sus actores son
profesionales. Suele elegirlos en los lugares mismos en los que rueda, tratando
de ser lo más fiel posible a la realidad que quiere reflejar. Su reivindicación
de los sueños no es, pues, obra de un visionario, de alguien que antepone el
mundo de la fantasía, sino la del que solo aspira a captar con su cámara la
presencia del mundo. Como si hablar de presencia fuera hablar de pensamiento,
de alguien mirando.
El
cine, como la fotografía, es el arte de la mirada. Es imagen vivida, imagen en
el tiempo. El cine la deja fluir, la fotografía la detiene, pero ambos son
artes temporales. Tal vez por eso no es posible ver una fotografía sin sentir
que forma parte de un continuo, que pertenece a un transcurrir del que hemos
aislado un instante. Un instante que tiene un antes y un después. Mirar
fotografías nos obliga a un doble esfuerzo: el esfuerzo de ver, pero también el
de adivinar. Pero ¿no pasa eso mismo cuando miramos el mundo? Mirar no es
limitarse a percibir pasivamente las cosas, sino adentrarse en ellas, percibir
su vida escondida. Lo que es lo mismo que decir que solo con la imaginación,
como afirma Kierostami, podemos ver de verdad el mundo.
Pero
¿es posible hoy algo así? La presencia cada vez más invasora de los medios
audiovisuales hace que hoy no sea posible ver nada sin la mediación de sus
representaciones. Incluso cuando nos detenemos ante un rostro querido en
nuestra mente se desencadenan al instante las imágenes virtuales de decenas de
rostros. O, dicho de otra forma, no le vemos por lo que es en sí mismo sino por
lo que comparte con esas imágenes idolatradas. Si es un niño, querremos verle
dueño de la salud y el encanto con que suelen aparecer los niños en la
publicidad; si es una muchacha, su belleza deberá recordarnos la belleza
vaporosa de las actrices de cine; si es un animal, el mundo de los documentales
y las puestas de sol. La fotografía de alguien jugando al balón solo nos
parecerá lograda si nos evoca la imagen de los futbolistas en los periódicos
deportivos; y la de un paisaje, si nos recuerda las estampas de los libros
turísticos. No vemos la realidad, sino sus múltiples simulacros.
Vivimos
bajo el signo de las copias y los ecos. Bajo del signo de la pobre ninfa Eco.
Eco acostumbraba entretener a Hera con su charla, lo que Zeus aprovechaba para
entregarse a sus aventuras amorosas. Cuando Hera lo descubre, convencida de que
la ninfa es su cómplice, la condena a repetir todo cuanto oye negándole la
posibilidad de hablar por sí misma. De forma que, cuando se encuentra con
Narciso en el bosque y se enamora de él, no puede sino repetir las cosas que
este le dice. Nuestro mundo no es distinto al de la desdichada ninfa. No
hacemos sino ser el eco de lo que vemos en los medios audiovisuales, que a su
vez solo es repetición de lo que se dice y se ve en otro lugar. Somos copias de
copias. Y, lo más extraño, es que no solo no tenemos conciencia alguna de ello,
sino que cuanto más nos limitamos a repetir lo que oímos y a parecernos a lo
que vemos más orgullosos nos sentimos. No, no somos como Eco. Dos cosas nos
diferencian de la delicada ninfa: la conciencia de su desdicha y su vocación de
amor.
Mirar
tiene que ver con la atención, con la renuncia a poseer, es un acto de amor.
Pero el cine actual, en su mayor parte, ha renunciado a esta búsqueda y se ha
transformado en una máquina más de producir imágenes fijas, copias, simulacros,
repeticiones. Por eso, y frente a la mayoría de las películas que triunfan en
las pantallas, es muy raro tener la sensación de algo nuevo. Todo en ellas nos
parece visto mil veces. La vieja fábrica de sueños se ha transformado en el
paraíso de las copias y los ecos, en una dependencia más de ese gran parque
temático que es la cultura del presente.
En
Una pena observada, C. S. Lewis, al hablar de la muerte de su esposa, escribe
que “la amada terrenal, incluso en vida, triunfa necesariamente sobre la mera
idea que se tiene de ella”. No nos basta con tener una imagen de lo que amamos,
sino que queremos su “directa e imprevisible realidad”. Para Lewis la realidad
es iconoclasta y se encarga ella misma de hacer saltar por los aires las
imágenes con que tratamos de fijarla. Solo el que se sorprende, el que no sabe
qué querer, el que se asoma al misterio de la realidad, el amor y la vida mira
de verdad el mundo. Un cine como el de Charles Chaplin no nos dice cómo son las
cosas, nos enseña a mirarlas desde lugares inimaginables, como hacen los niños
cuando dibujan. Ellos no pintan el caballo, sino su emoción al descubrirlo.
Pintan su asombro al verlo en el prado, su fusión con él. Pintan pequeños
centauros. Ven porque aman; y aman a pesar de que ven.
Adorno
afirma en su estética que la verdadera experiencia de lo bello debe
transformarse en pensamiento o no existiría. Y eso hace el verdadero cine, y
por eso es hoy más necesario que nunca: ver el mundo con los ojos del
pensamiento. Una mirada que no se conforma con ver, sino que espera ver, así
fue una vez la mirada del cine (y aún sigue siéndolo en un puñado de directores
que, por desgracia, apenas tienen cabida en los circuitos habituales de
exhibición). Hay un pasaje en El idiota, la novela de Dostoievski, en que el
príncipe Mishkin habla a sus amigos de una época oscura de su vida en que sus
frecuentes crisis epilépticas le sumieron en un estado de confusión cercana al
delirio. Una tarde, en las afueras de Basilea, el repentino rebuzno de un burro
tiene el poder de devolverle la razón que estaba perdiendo al poner frente a él
la presencia insustituible de lo real. Este pasaje inspirará a Robert Bresson
su película más hermosa, Au hasard Balthasar. Nadie que haya visto esta
película podrá olvidar la última secuencia, en que el burro enfermo busca el
calor de un rebaño de ovejas para morir. Llegar a un lugar sin daño, eso es
mirar. Solo el verdadero cine nos lleva a lugares donde ver y soñar se
confunden.
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