La
mala costumbre de castigar a Gaza/Ignacio Rupérez es diplomático.
Sin
concluir las hostilidades en Gaza; sin que haya terminado aún la contabilidad
de víctimas y destrozos; aumentando cada día las cifras de muertes palestinas,
de manera muy especial, pero también las de víctimas israelíes; ineficaces
todos los esfuerzos de pacificación, con treguas intermitentes, rechazadas o
efímeras, con el horror por el elevadísimo número de niños caídos, parece
todavía difícil dilucidar si esta vez Israel disponía de una estrategia para la
actuación y para la salida del conflicto, en lo que ya se percibe como su mayor
revés militar registrado desde su intervención en Líbano, en el verano de 2006,
o la quiebra más importante para su democracia y su pluralismo.
En
cualquier caso, imposible encontrar en este mundo otra parcela con tanto sufrimiento
como el padecido en Gaza por persona y metro cuadrado, aunque se trate tan solo
de 360 kilómetros cuadrados, con un máximo de 10 kilómetros de ancho, pero que
alberga 1,8 millones de personas, con un altísimo nivel de natalidad e índices
también altísimos de contaminación en el agua, la tierra y la atmósfera. Gaza
huele mal y se hunde bajo el peso de su población y sus castigos, una y otros
multiplicándose en un espacio que encoge y que con la guerra intermitente
genera radicalismo político y fanatismo religioso; la víctima inocente e
indefensa según los sentimientos árabes, en que así se identifica a Gaza ante
el acoso y el castigo sistemáticos de la potencia ocupante, y de los países
occidentales en otros lugares y episodios que se compendian en Gaza.
Pero
esta vez, en Cisjordania y Jerusalén Oriental, incluso dentro de la Línea Verde
y entre los árabes israelíes, asimismo se ha reaccionado ante las víctimas y
destrozos que en respuesta a los cohetes de Hamás provoca la Operación Margen
Protector. Todo ello al estallar Gaza como rompeolas de todos los refugiados y
del resentimiento árabe universal, como olla a presión en que se cuecen el
resentimiento y la amargura; uno de los lugares más conflictivos en este mundo
y más envilecidos también, algo así como uno de los peores círculos dantescos
que merece el título prestado de Paul Éluard, Gaza, capital del dolor.
Escenario de todos los enfrentamientos desde tiempos bíblicos, donde murió
Sansón con todos los filisteos, de las expediciones de Bonaparte y Allenby, con
violencia endémica y objeto de innumerables negociaciones dignas de exhibirse
en el imaginario Museo diplomático de los Trastos Inútiles.
Gaza
es el testimonio más vivo de la permanencia e intensificación del drama humano
y del riesgo político comenzados en 1948 con la partición de Palestina. En días
mejores se pretendió que Gaza se convirtiera en algo así como Hong Kong o
Benidorm, repitiendo lo que alguna vez fueron Basora, Agami o El Arish, con
proyectos prometedores de un puerto y un aeropuerto. Tanto conflicto y tanto
refugiado, una pleamar de violencia, sin embargo, han llegado a convencer de
que allí no hay nada que hacer, paraje irremisiblemente maldito ya desde los
relatos bíblicos. Ni Egipto, ni Jordania asumieron la administración del
territorio, o acogieron a sus refugiados, cuyo único medio de vida
prácticamente consiste en proporcionar abundante y barata mano de obra para el
mercado israelí; más aún, la clausura del territorio y de la población de Gaza
se acrecentó a partir del triunfo electoral de Hamás, en 2006, y su
enfrentamiento con Al Fatah, que parecía en vías de solución con el acuerdo del
pasado 14 de abril.
Bien
recibido por Estados Unidos y la Unión Europea, rechazado abiertamente por
Israel, se especula que su reacción a partir del secuestro y asesinato de tres
jóvenes israelíes en junio, y que culmina en la Operación Margen Protector un
mes más tarde, tendría entre sus motivos la presión del partido Habayabit
Hayehudi y de la derecha del Likud, encaminada a castigar a asesinos —y, de
paso, doblegar a Hamás—; a cegar túneles, eliminar almacenes y emplazamientos
de los cohetes que se disparan desde Gaza. A partir de junio los incidentes
sumieron a Israel en una marea política y mediática que juntó a muchos
elementos extremistas clamando por la venganza contra Hamás y en Gaza. La
movilización de Israel en una onda altamente emocional ante un grave incidente
de orden público —lo que finalmente eran los asesinatos—, por desplazar el país
a una difícil encrucijada que tal vez debería haberse evitado con una respuesta
más moderada en lugar de una demostración rotunda de fuerza, habría debilitado
la autoridad del Estado y puesto en peligro la posibilidad de que Israel
continúe funcionando como una democracia pluralista.
Una
vez más el conflicto de Gaza habría mostrado a los israelíes que poderosas
fuerzas radicales, mesiánicas, xenófobas, racistas y ultranacionalistas, han
alcanzado lugares prominentes en la política nacional, así como en la polémica
ancestral que se libra para fijar la identidad y el sentido de Israel como
nación. Liberales, progresistas, tolerantes, pragmáticos, etcétera, han perdido
sus posiciones. La guerra en Gaza, esta, la anterior y la siguiente, no
eliminará la presencia de Hamás, se llame de una u otra manera, ni tampoco las
grandes carencias de la Franja, ni las aspiraciones a la reconciliación con Al
Fatah. Aunque haya reforzado al Gobierno de Netanyahu, la guerra no ha
acentuado la censura internacional contra Hamás, tal vez lo contrario.
Sí,
en cambio, habría incrementado la preocupación por el radicalismo en la
política y la sociedad de Israel, alejándose del liberalismo, la democracia, el
compromiso territorial en Tierra Santa y los dos Estados. Se habría echado mano
al discurso que nunca se archivó del todo por el que se reclama la colonización
total de los Territorios Ocupados. Así se habría ido enrareciendo el conflicto,
que en Gaza alcanza su expresión más dramática; se ha hecho más y más quimérica
la negociación, deteriorándose tanto la imagen pública de Israel, como la
naturaleza de su democracia y la unidad de su población. Promovidas o
toleradas, se han movilizado fuerzas contrarias al compromiso territorial, a la
paz por territorios, hoy difíciles de controlar y visibles en el Gobierno, la
Administración y las Fuerzas Armadas.
Muy
hábiles en interpretar la ideología sionista y la historia judía, tales fuerzas
habrían minado la autoridad del Estado de Israel, provocando de nuevo que su
Gobierno pelee en Gaza, lugar de difícil salida y embrollado éxito. Otra vez el
Estado de Israel ha dado sobradas muestras de indiscutible superioridad militar
y de eficacia ofensiva, pero una vez más, y despejado el campo de batalla,
queda la percepción de que era innecesaria o desajustada tal violencia,
habiéndose perdido la batalla política, ya que los éxitos militares contradicen
esa paz justa y duradera invocada en vano desde hace décadas.
Con
motivo de la Operación Margen Protector, el anhelo por ese arreglo de paz
inencontrable se une a la preocupación ante la evolución de la sociedad y la
política israelíes, dominadas por extremistas políticos y religiosos con
espacio destacado en la acción pública y capacidad para atizar todos los
miedos. Por su actuación, Israel puede pasar de ser aquel Estado constituido para
el refugio, la liberación y la democracia de un pueblo, a otro parecido a la
Sudáfrica del apartheid.
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