Rusia, embarazada de Ucrania/Vladímir Sorokin es un escritor ruso.
© 2014 Vladímir Sorokin.
Traducido del inglés por María Luisa Rodríguez Tapia.
El
País |3 de agosto de 2014
La
revolución que se produjo en febrero en la plaza de la Independencia de Kiev
(Ucrania) desencadenó una serie de consecuencias irreversibles para el país.
Pero además, de manera misteriosa, hizo posible un hecho irreversible de
dimensiones aún mayores: Rusia quedó embarazada de Ucrania. El esperma amarillo
y azul de la plaza de la Independencia cumplió su viril deber bajo el colorido
de los fuegos artificiales de las granadas, el fulgor de los cócteles molotov y
el silbido de las balas de los francotiradores. Durante aquel mes ardiente,
sentada ante un televisor recalentado, Rusia concibió. En su inmenso útero se
agitó una nueva vida: libertad para Ucrania. Las autoridades estaban
horrorizadas, los liberales, envidiosos, y los nacionalistas, llenos de odio.
Ni el Kremlin ni la población habían previsto ese rápido desarrollo de los
acontecimientos.
El
fruto empezó a crecer y a ocupar cada día más espacio en los medios de
comunicación. La revolución de Kiev subyugaba y aterrorizaba a Rusia. Igual que
durante un embarazo, la vida interna de la madre sucumbió a lo inevitable del
proceso fisiológico: al fin y al cabo, ¿quién es capaz de oponerse a un
embarazo? Como suelen decir las mujeres, “mi vida se divide entre antes y
ahora”. Todos los aspectos de la vida rusa —la política interna, las noticias
económicas, los sucesos— se detuvieron, como una imagen congelada. La rica y
polifacética vida de Rusia pareció retroceder a un segundo plano y se convirtió
en un pasado fallido. El futuro estaba al otro lado de la frontera, en Ucrania.
Empezaron a oírse en boca de la población palabras ucranias y nombres de
políticos de Kiev. Ucrania, de la que el régimen de Putin había hablado con
desdén, de pronto se puso de moda y se convirtió en lo moderno, en contraste
con la gigantesca Rusia, que parecía irremediablemente atrasada, torpe y provinciana.
Las
reacciones fueron turbulentas:
“¡Qué
envidia los ucranios, qué ejemplo nos están dando!”.
“¡La
revolución de Ucrania es una provocación antirrusa espoleada por Occidente!”.
“¡Es
un detonante que podría hacer estallar Rusia!”.
“¡Ucrania
es nuestro enemigo!”.
Mientras
tanto, el feto seguía creciendo y ocupando cada vez más sitio. Cada día sucedía
algo nuevo e inesperado. El organismo materno enfebrecía.
La
sociedad estaba convulsa:
“¡Ucrania
no existe, no ha existido ni existirá jamás! ¡No es más que una provincia de la
gran Rusia!”, aullaban los políticos de derechas.
“Ucrania
es un espejo del régimen de Putin”, asentían los expertos mientras se colocaban
sus astutas gafas.
“Hay
que emigrar a Ucrania”, murmuraban los demócratas.
“¡Hay
que ir a defender a los rusos!”, exclamaban los nacionalistas con los puños
apretados.
Es
bien sabido que las mujeres embarazadas, muchas veces, tienen antojo de carne
cruda. Y ahí estaba un pedazo de carne fresca fácil de morder: Crimea. Los
dientes gastados y posimperiales de Rusia consiguieron arrancarla, pero le
quedó poca energía para tragarla. La carne se le atragantó. Los economistas
afirmaron que en cualquier circunstancia sería una región problemática que iba
a necesitar unos subsidios considerables. ¿Cómo digerirla? ¿Cuántos miles de
millones absorbería al año?
¡Debería
ser una zona de casinos! ¡Deberíamos dejar que los chinos construyan un Gran
Puente Ruso! ¡Deberían obligar a todos los funcionarios del Estado a pasar allí
sus vacaciones! ¡Hagamos como Stalin! ¡Convirtamos Crimea en una base militar!
¿Y qué hacer con los tártaros de Crimea, tan desleales? ¿Expulsarlos y
establecerlos en otro sitio? Todo el mundo estaba enloquecido. Y, la verdad,
¿cómo puede seguir la vida adelante cuando dentro de tu cuerpo está creciendo
ese ser ucranio y extraño?
Por
fin hubo una reacción del Kremlin, el cerebro del organismo materno. Fue una
decisión firme: ¡Hay que abortar! ¡Deshacerse de esa hija odiosa, peligrosa e
indeseada! Al aborto se le dio el nombre de “primavera rusa en Ucrania”. Se
decidió que el proceso corriera a cargo de separatistas, saboteadores,
mercenarios, aventureros y provocadores. La operación comenzó en el sureste de
Ucrania, empleando unos instrumentos quirúrgicos que ni eran muy nuevos ni
estaban muy limpios, y con escasa esterilización. La televisión hizo de
anestesia.
Las
cadenas rusas hervían:
“¡Defenderemos
a la población de habla rusa de la junta fascista! ¡Nuestros hermanos de sangre
nos piden ayuda! ¡Donetsk y Lugansk son los pilares del mundo ruso en Ucrania!
¡Rechazaremos a los liberal-fascistas ucranios como hicieron nuestros padres y
nuestros abuelos! ¡Defender a los rusos en Ucrania es la sagrada
responsabilidad de todos los patriotas! ¡Estados Unidos quiere ocupar Ucrania a
través de los liberal-fascistas!”.
Convertida
en una masa de zombis por la televisión, la población caminaba por las calles
con ojos desorbitados: en todas partes parecían surgir esos “liberal-fascistas”
ucranios, con los brazos extendidos hacia las gargantas rusas. Aun así, la
histeria televisiva también generó chistes:
“Dos
chicas están sentadas en un café en Odesa. Una dice: ‘¡Es increíble, Sara!
Abraham se niega categóricamente a hablar ruso”.
“¿Por
qué?”.
“Tiene
miedo de que los rusos vengan a Odesa a defenderle”.
Las
mentes se volvieron tan calenturientas como la televisión. Los gritos de
políticos y burócratas rusos exigiendo “el envío inmediato de tropas y la toma
de Kiev” se hicieron habituales.
Sin
embargo, a pesar de todos los fármacos utilizados, da la impresión de que el
aborto no se ha materializado. No se puede arrancar el fruto del útero. Cada
ciudadano ruso sigue llevando a Ucrania en su interior, esa misma Ucrania que
deseaba ser verdaderamente libre e independiente.
“¿Por
qué tengo que levantarme todos los días para escuchar otra vez las noticias
sobre la estúpida Ucrania?”, se queja un amigo, indignado. “Estamos hasta
arriba a diario”.
“No
me puedo creer que Rusia y Ucrania estén peleando”, dice otro. “Es una
pesadilla…”.
“Todos
los rusos estamos sentados en un teatro gigantesco, contemplando una obra que
se llama Ucrania. ¡Y no hay manera de escapar del teatro!”, exclama un tercero
entre risas amargas.
Hace
unos días, la prensa rusa publicó una historia increíble que recordó a todo el
mundo al gran Gogol: “El 8 de julio, un alto funcionario del Gobierno fue
detenido en la avenida de Nevski de San Petersburgo: el hombre emitía sonidos
totalmente incoherentes, transportaba un maletín y no llevaba pantalones”.
Resulta que era el jefe de gabinete del vicealcalde de la ciudad. Según los
médicos del hospital en el que le internaron, no paraba de musitar una sola
palabra: “¡Lugansk!”.
Ucrania
se ha introducido en todos nosotros. Todos —personas sin techo, políticos,
campesinos, oligarcas, amas de casa y saboteadores— la llevamos dentro. Cuando
Putin voló al lejano Brasil, llevó en su interior a Ucrania. Le estorbó y le
impidió ver a gusto los partidos de fútbol. Ha estorbado a Ígor Strelkov (jefe
de la República Popular de Donetsk) a la hora de resucitar el Imperio Ruso. Al
operador del sistema BUK de misiles antiaéreos le estorbaba un avión que
atravesaba el cielo ucranio. Así que le disparó un cohete. El derribo del
Boeing 777 de Malaysian Airlines fue resultado de una contracción dolorosa que
presagia unas consecuencias terribles e irremediables.
Rusia
está embarazada de Ucrania. El nacimiento es inevitable. Faltan más cosas por
venir: los dolores de parto cada vez más intensos, el desgarro del cordón
umbilical, los primeros lloros de la recién nacida… El nombre de la niña será
hermoso: “Adiós al imperio”. ¿Tendrá una infancia feliz? No sabemos aún. Mucha
gente confía de corazón en que crezca fuerte y sana. ¿Pero qué ocurrirá con la
madre? El parto va a ser difícil, y no cabe duda de que habrá complicaciones.
¿Sobrevivirá?
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