Francisco presidió este lunes 18 de agosto de 2014, en la Catedral de Myeong-dong, la Misa por la
paz y la reconciliación, donde aseguró que la ansiada unidad en la península
coreana -dividida por la guerra-, y que parece imposible para los hombres, es
algo “posible y fructífero mediante la fuerza infinita” de la Cruz de Cristo.
“Mi
visita culmina con esta celebración de la Misa, en la que imploramos a Dios la
gracia de la paz y de la reconciliación. Esta oración tiene una resonancia
especial en la península coreana. La Misa de hoy es sobre todo y principalmente
una oración por la reconciliación en esta familia coreana”, afirmó el Santo
Padre ante las más de mil personas reunidas en la Catedral.
En
su homilía, Francisco recordó la promesa de Dios al pueblo de Israel de
restaurarle la unidad y la prosperidad. “Esta promesa nos llena de esperanza:
apunta a un futuro que Dios está preparando ya para nosotros”, aseguró a los
coreanos, entre los cuales estaban cinco refugiados y otras 30 personas -entre
sacerdotes, religiosas y laicos- originarios de Corea del Norte, así como siete
mujeres que durante la Segunda Guerra Mundial fueron obligadas a prostituirse
por el ejército japonés.
A
continuación la homilía completa
Queridos
hermanos y hermanas:
Mi
estancia en Corea llega a su fin y no puedo dejar de dar gracias a Dios por las
abundantes bendiciones que ha concedido a este querido país y, de manera
especial, a la Iglesia en Corea. Entre estas bendiciones, cuento también la
experiencia vivida junto a ustedes estos últimos días, con la participación de
tantos jóvenes peregrinos, provenientes de toda Asia. Su amor por Jesús y su
entusiasmo por la propagación del Reino son un modelo a seguir para todos.
Mi
visita culmina con esta celebración de la Misa, en la que imploramos a Dios la
gracia de la paz y de la reconciliación. Esta oración tiene una resonancia
especial en la península coreana. La Misa de hoy es sobre todo y principalmente
una oración por la reconciliación en esta familia coreana. En el Evangelio,
Jesús nos habla de la fuerza de nuestra oración cuando dos o tres nos reunimos
en su nombre para pedir algo (cf. Mt 18,19-20). ¡Cuánto más si es todo un
pueblo el que alza su sincera súplica al cielo!
La
primera lectura presenta la promesa divina de restaurar la unidad y la
prosperidad de su pueblo, disperso por la desgracia y la división. Para
nosotros, como para el pueblo de Israel, esta promesa nos llena de esperanza:
apunta a un futuro que Dios está preparando ya para nosotros. Por otra parte,
esta promesa va inseparablemente unida a un mandamiento: el mandamiento de
volver a Dios y obedecer de todo corazón a su ley (cf. Dt 30,2-3). El don
divino de la reconciliación, de la unidad y de la paz está íntimamente
relacionado con la gracia de la conversión, una transformación del corazón que
puede cambiar el curso de nuestra vida y de nuestra historia, como personas y
como pueblo.
Naturalmente,
en esta Misa escuchamos esta promesa en el contexto de la experiencia histórica
del pueblo coreano, una experiencia de división y de conflicto, que dura más de
sesenta años. Pero la urgente invitación de Dios a la conversión pide también a
los seguidores de Cristo en Corea que revisen cómo es su contribución a la
construcción de una sociedad justa y humana. Pide a todos ustedes que se
pregunten hasta qué punto, individual y comunitariamente, dan testimonio de un
compromiso evangélico en favor de los más desfavorecidos, los marginados,
cuantos carecen de trabajo o no participan de la prosperidad de la mayoría. Les
pide, como cristianos y como coreanos, rechazar con firmeza una mentalidad
fundada en la sospecha, en la confrontación y la rivalidad, y promover, en
cambio, una cultura modelada por las enseñanzas del Evangelio y los más nobles
valores tradicionales del pueblo coreano.
En
el Evangelio de hoy, Pedro pregunta al Señor: «Si mi hermano me ofende, ¿cuántas
veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?». Y el Señor le responde: «No
te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18,21-22). Estas
palabras son centrales en el mensaje de reconciliación y de paz de Jesús.
Obedientes a su mandamiento, pedimos cada día a nuestro Padre del cielo que nos
perdone nuestros pecados «como también nosotros perdonamos a quienes nos
ofenden». Si no estuviésemos dispuestos a hacerlo, ¿cómo podríamos rezar
sinceramente por la paz y la reconciliación?
Jesús
nos pide que creamos que el perdón es la puerta que conduce a la
reconciliación. Diciéndonos que perdonemos a nuestros hermanos sin reservas,
nos pide algo totalmente radical, pero también nos da la gracia para hacerlo.
Lo que desde un punto de vista humano parece imposible, irrealizable y, quizás,
hasta inaceptable, Jesús lo hace posible y fructífero mediante la fuerza
infinita de su cruz. La cruz de Cristo revela el poder de Dios que supera toda
división, sana cualquier herida y restablece los lazos originarios del amor
fraterno.
Éste
es el mensaje que les dejo como conclusión de mi visita a Corea. Tengan
confianza en la fuerza de la cruz de Cristo. Reciban su gracia reconciliadora
en sus corazones y compártanla con los demás. Les pido que den un testimonio
convincente del mensaje reconciliador de Cristo en sus casas, en sus
comunidades y en todos los ámbitos de la vida nacional. Espero que, en espíritu
de amistad y colaboración con otros cristianos, con los seguidores de otras
religiones y con todos los hombres y mujeres de buena voluntad, que se
preocupan por el futuro de la sociedad coreana, sean levadura del Reino de Dios
en esta tierra. De este modo, nuestras oraciones por la paz y la reconciliación
llegarán a Dios desde más puros corazones y, por un don de su gracia,
alcanzarán aquel precioso bien que todos deseamos.
Recemos
para que surjan nuevas oportunidades de diálogo, de encuentro, para que se
superen las diferencias, para que, con generosidad constante, se preste
asistencia humanitaria a cuantos pasan necesidad, y para que se extienda cada
vez más la convicción de que todos los coreanos son hermanos y hermanas,
miembros de una única familia, de un solo pueblo.
Antes
de dejar Corea, quisiera dar las gracias a la Señora Presidenta de la República,
a las Autoridades civiles y eclesiásticas y a todos los que de una u otra forma
han contribuido a hacer posible esta visita. Especialmente, quisiera expresar
mi reconocimiento a los sacerdotes coreanos, que trabajan cada día al servicio
del Evangelio y de la edificación del Pueblo de Dios en la fe, la esperanza y
la caridad. Les pido, como embajadores de Cristo y ministros de su amor de
reconciliación (cf. 2 Co 5,18-20), que sigan creando vínculos de respeto,
confianza y armoniosa colaboración en sus parroquias, entre ustedes y con sus
obispos. Su ejemplo de amor incondicional al Señor, su fidelidad y dedicación
al ministerio, así como su compromiso de caridad en favor de cuantos pasan
necesidad, contribuyen enormemente a la obra de la reconciliación y de la paz
en este país.
Queridos
hermanos y hermanas, Dios nos llama a volver a él y a escuchar su voz, y nos
promete establecer sobre la tierra una paz y una prosperidad incluso mayor de
la que conocieron nuestros antepasados. Que los seguidores de Cristo en Corea
preparen el alba de ese nuevo día, en el que esta tierra de la mañana tranquila
disfrutará de las más ricas bendiciones divinas de armonía y de paz. Amén.
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