El Mundo | 18 de agosto de 2014
La corrupción moral, el amiguismo, la mentira, el robo y la malversación son tan antiguos como la historia de la Humanidad. Sin embargo, hay ocasiones en que se convierten en algo tan común entre los líderes políticos, económicos y/o espirituales de una sociedad que apuntan a una profunda crisis de la integridad en la vida pública. Cicerón fue testigo de tal crisis en la tardía República romana, que, en su opinión, estaba cayendo presa de unos peligrosos niveles de comportamiento manipulador y egoísta en la élite política. La Iglesia católica experimentó una crisis similar en los siglos XV y XVI, en la medida en que muchos de sus gobernantes se desviaron de su misión original de amar y servir con generosidad y humildad al pueblo de Dios. La nación alemana sufrió una grave crisis de integridad en las décadas de los años 30 y 40, cuando no fue capaz de frenar la propagación del totalitarismo y el antisemitismo en el corazón de su élite política y cultural.
Podría asegurarse que las democracias constitucionales de Occidente están pasando por una crisis de integridad como las descritas. Aunque no se manifiesta en el triunfo de las ideologías totalitaristas y fascistas, estamos presenciando un dramático declive de la confianza en las instituciones públicas y una serie de escándalos de abuso y malversación del que prácticamente no se salva ninguna profesión o sector de la vida pública.
Numerosas iglesias cristianas de Europa y EEUU se han visto sacudidas por inquietantes revelaciones acerca del abuso de menores de una pequeña pero significante minoría de sacerdotes; el sector financiero, antaño símbolo de una respetable prosperidad, ha caído en desgracia por las revelaciones de inversiones temerarias y fraude descarado; grandes empresas han sido declaradas culpables de enmascarar pérdidas financieras con prácticas creativas de contabilidad; y se ha cazado a un preocupante número de políticos respetables que ha malversado fondos estatales y aceptado sobornos políticos.
Frente al declive del calibre moral de nuestras instituciones cívicas, económicas y religiosas, se ha reclamado en diversos sectores más “transparencia” y “rendición de cuentas”, la formulación y revisión de los “códigos de ética” y la creación de tribunales para investigar y denunciar las malas prácticas del pasado. Los esfuerzos por acometer reformas legales e institucionales y por realizar mayor supervisión han tenido cierto éxito. Por ejemplo, las investigaciones públicas han revelado algunos aspectos de la corrupción institucional, los préstamos bancarios se controlan con más rigor por parte de los reguladores bancarios y las cuestiones financieras de los políticos se examinan con más detenimiento que nunca.
No obstante, se requiere algo más que regulación y supervisión. Las reformas institucionales y legales serán poco eficaces si no les acompaña una transformación fundamental del ethos de los líderes de la sociedad. A fin de cuentas, ellos serán los responsables más directos de impulsar e implementar reformas. En ese sentido, necesitamos una renovación moral de la cultura de nuestras instituciones públicas. Esto implicaría una reforma del ethos o de las actitudes y disposiciones éticas que han llevado a aquellos que ocupan el liderazgo político, religioso y económico a incumplir sus responsabilidades públicas, y un esfuerzo coordinado de cultivar las virtudes del servicio público, como la justicia, el coraje, la veracidad y la magnanimidad en la próxima generación de líderes políticos, económicos y espirituales.
Podríamos comenzar el camino de la reforma ética lanzando una conversación pública franca sobre las virtudes y normas que guían el servicio público, entendido en términos amplios para abarcar los servicios proporcionados por el Gobierno, el servicio civil, las iglesias, la industria, las organizaciones benéficas, los medios de comunicación, las instituciones educativas, los organismos de regulación financiera y los bancos. Una vez que emerja una imagen más clara de qué tipo de funciones sociales cumplen nuestras instituciones cívicas, religiosas y económicas y, en consecuencia, qué tipo de actitudes cabe esperar -o anhelar- de nuestros líderes institucionales, podremos identificar estrategias para cultivar el ethos relevante en los círculos en los que se mueven y de los que emergen.
Estas estrategias probablemente comprenderían algunos elementos de educación moral para el servicio público, pero también podrían incluir foros cívicos que fomentasen el debate público serio sobre los valores del servicio público; foros internos en las instituciones públicas para deliberar periódicamente sobre los objetivos a largo plazo y las políticas del día a día; cláusulas de exclusión voluntaria para los actores institucionales que, en conciencia, no pueden colaborar con todas las tareas de una organización; y protección jurídica para las personas que se sientan en la obligación moral de informar de infracciones graves de normas legales o profesionales. Estas y otras reformas del ethos de las instituciones públicas se podrían impulsar tanto desde actores del Estado como no estatales, de forma separada o en asociaciones público-privadas.
No me gustaría concluir sin poner de manifiesto un serio obstáculo para el tipo de reformas que he propuesto: la visión -que lamentablemente ha ganado posiciones en las sociedades modernas- de que uno puede asumir un papel público y atender sus correspondientes demandas mientras que en privado suscribe un conjunto totalmente diferente de principios morales y religiosos.
Es cierto que esta visión tiene sus ventajas. Por ejemplo, la eficiencia burocrática funciona mejor con una completa “asimilación” de los valores de una institución que con un constante conflicto moral. Además, al aceptar el ethos de las instituciones a las que nos unimos, al margen de nuestras dudas personales sobre ellos, nos ahorramos muchos conflictos y tensiones laborales.
Sin embargo, las recientes revelaciones del alto nivel de corrupción y/o ineptitud institucionales nos recuerdan que los valores y costumbres de las instituciones públicas son, con frecuencia, una mezcla del bien y del mal. Si bien parece razonable y apropiado algún nivel de adaptación y de respeto a las normas institucionales, los actores institucionales deberían ejercer sus roles con un profundo sentido de responsabilidad personal, estando dispuestos a juzgar por sí mismos si las supuestas exigencias de sus funciones son razonables y justas, o no. Únicamente se puede hacer este tipo de juicio si el actor en cuestión realiza su función no como una rutina sin reflexión, sino como un compromiso personal que pone en juego sus propios valores y aspiraciones.
La renovación moral que proclamo en el ethos de nuestras principales instituciones políticas, económicas y religiosas no es sencilla, desde luego. Sin embargo, la reciente oleada de escándalos -en un amplio abanico desde la incompetencia profesional hasta la actividad delictiva- que han hecho que nuestras instituciones públicas se tambaleen, sugiere que se ha demorado demasiado tiempo. Tal vez, un buen punto de partida podría ser el reconocimiento de que quienes forman parte de las instituciones públicas no son simplemente “engranajes de una máquina”, sino personas con conciencia y con el derecho y la responsabilidad de ponerla al servicio de la verdad y la justicia.
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