Provincianos y
cosmopolitas/ Rafael Argullol es escritor.
El
País | 2 de enero de 2016.
En
1794 el escritor saboyano, aunque ruso de adopción, Xavier de Maistre escribió un delicioso relato, Viaje alrededor de
mi habitación, en el que se describe de modo autobiográfico la vida de un
oficial que, obligado por una convalecencia a permanecer 42 días encerrado en
su cuarto, viaja con su imaginación por un territorio riquísimo en referencias
y en pensamientos. El protagonista del texto es un verdadero cosmopolita, un
ciudadano del mundo en el sentido literal, a pesar de que está recluido entre
cuatro paredes. Me acuerdo con frecuencia del libro de Xavier de Maistre cuando
escucho los balances que muchos hacen de sus travesías del mapamundi en viajes
organizados, y en los que se plantea una situación inversa a la del argumento
literario de aquél: recorren vastos espacios pero su imaginación —o su falta de
imaginación— los atrapa en un territorio pobrísimo, tanto en referencias como
en pensamientos. Consumen grandes cantidades de quilómetros aunque, como
viajeros, atesoran una escasa experiencia de sus viajes. Son, por así decirlo,
la vanguardia de los provincianos globales y, en ningún caso, al contrario del
oficial convaleciente de Xavier de Maistre, son cosmopolitas ni aspiran a
serlo.
El
provinciano global es una figura representativa de una época, la nuestra, que
empuja al cosmopolita hacia una suerte de clandestinidad. El cosmopolita,
personaje en extinción, o quizá provisionalmente retirado a las catacumbas del
espíritu, es alguien que desea habitar la complejidad del mundo. Es un amante
de la diferencia, ansioso siempre de explorar lo múltiple y lo desconocido para
volver a casa, si es que vuelve, con el bagaje de los sucesivos saberes que ha
adquirido. El cosmopolita, al no soportar la excesiva claustrofobia de la
identidad propia, busca en el espacio absorto de lo ajeno aquello que pueda
enriquecer su origen y sus raíces. El hijo pródigo de la parábola bíblica
encarna a la perfección ese anhelo: el conocimiento de los otros es finalmente
el conocimiento de uno mismo. El cosmopolita quiere saber.
El
provinciano global quiere acumular mientras, simultáneamente, elimina o aplana
las diferencias. Hay muchos signos en nuestro tiempo que señalan en esa
dirección, sin que se adivine cómo el que todavía posee la vieja alma del
cosmopolita pueda oponerse. Por su espectacularidad y por su carácter reciente
el turismo de masas es, sin duda, uno de esos signos. Cada vez se elevan más
voces proclamando el carácter pandémico de un fenómeno que, paradójicamente, en
sus inicios se consideró liberador porque el igualitarismo del viaje parecía la
continuación lógica de la creencia ilustrada en el igualitarismo de la
educación. Sin embargo, cualquiera que se pasee por las antiguas ciudades
europeas o, con otra perspectiva, por las zonas aún consideradas exóticas del
planeta, puede percibir con facilidad el alcance de una plaga que está solo en
sus comienzos. Los centros históricos de las urbes ya son casi todos idénticos,
como idénticos son los resorts en los que se albergan los huéspedes de los
cinco continentes. La diferencia ha sido aplastada, dando lugar al horizonte
por el que se mueve con comodidad el provinciano global.
Con
respecto a la información —otra de nuestras deidades, si no la principal—
Heráclito, hace 2.500 años, ya dejó dicho que no proporcionaba la comprensión.
No parece probable que variara de posición, deslumbrado por nuestras
tecnologías. La misma paradoja que afecta al turismo masivo, enfermo de
velocidad y cuantificación, afecta a esa humanidad más informada que nunca pero
proclive a la amnesia. Como lo demuestran hechos recientes, tal las guerras de
Siria o de Ucrania, es imposible que la llamada opinión pública sepa tan poco
de aquello que debería saber tanto en la era de la información total. El
provinciano global quiere disponer de resortes informativos, si bien es dudoso
que quiera saber. Quizá tampoco está en condiciones de hacerlo. Aquellos que
detentan el poder, dirigentes políticos y económicos, están en la misma
situación. Cuando a menudo nos lamentamos de la falta de estatistas en la
política mundial aludimos, en realidad, al dominio del provincianismo global.
La
desfiguración de la cultura cosmopolita puede ser clave a la hora de entender
buena parte del desconcierto actual. Lo que hemos denominado globalización,
vinculada a las grandes migraciones y a las nuevas tecnologías, ha sido, en
parte, un fenómeno fructífero, al poner en relación tradiciones ajenas entre sí
y al facilitar nuevas posibilidades frente a la desigualdad; no obstante,
paralelamente, ha supuesto una devastación cultural de grandes proporciones al
destrozar buena parte del sutil tejido de la diferencia. La uniformidad socava
los alicientes que alberga toda visión cosmopolita.
Una
de las grandes metáforas de este proceso en nuestra época es la rápida,
universal y consentida mutilación de centenares de idiomas en favor de un
idioma avasalladoramente hegemónico. Con toda probabilidad, hace solo tres
décadas, nadie se hubiese aventurado a insinuar que para participar en un
congreso en Lisboa sobre Camões —poeta nacional portugués— había que intervenir
en inglés, o que en cualquiera de nuestras universidades se puede asistir al
espectáculo de que un profesor explique a Baudelaire o a Goethe en medio inglés
a un público estudiantil que entiende el inglés a medias. Y aún menos, desde
luego, se hubiese podido imaginar que se llegaría a la situación de que un
entero país —Corea del Sur— pretenda alcanzar a poseer el inglés, como nueva
lengua propia, mediante el ingenioso método de llevar a las embarazadas a
clases en aquel idioma, de modo que el feto pueda ya adaptarse a lo que prima
en el cada vez más reducido universo lingüístico. Obviamente no tengo nada
contra lo que los cursis llaman “lengua de Shakespeare” sino contra el
reduccionismo que, al maltratar a todos los demás idiomas, también empobrece a
la propia lengua inglesa: recientemente, un catedrático de Oxford me contaba
que, mientras la mayoría de sus colegas apenas conocen otros idiomas que no
sean el suyo, los escritores británicos contemporáneos utilizan una lengua
drásticamente empobrecida.
Este
sería un buen retrato del provinciano global: aquel que aspira a hablar un solo
idioma, lo más utilitario posible, sin importarle la destrucción de los mundos
que habitan en los otros idiomas; aquel que se mueve continuamente de aquí para
allá, obseso coleccionista de imágenes, al tiempo que es incapaz de fijar la
mirada, y no digamos el pensamiento, en paisaje alguno; aquel que está
permanentemente informado con aludes de noticias y mensajes que sepultan su
capacidad de comprensión. Es posible que un individuo de tal naturaleza se
considere a sí mismo un cosmopolita. Pero vive en una pequeña aldea que ha
confundido con el mundo.
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