Esta
vez fue en Niza/Florentino Portero, director del Grado en Relaciones Internacionales de la Universidad Francisco de Vitoria.
ABC, Sábado,
16/Jul/2016
Un
nuevo atentado contra la sociedad europea. Superada la temporada deportiva, las
concentraciones humanas giran en torno a los grandes centros vacacionales.
Sabíamos que había un alto riesgo de que algo así pudiera ocurrir y esta vez no
llegamos a tiempo. El agresor no era una persona localizada como potencial
terrorista y la seguridad falló en la pronta detención del camión convertido en
arma. No es el primer atentado ni será el último. Llegamos y llegaremos en
muchas ocasiones a tiempo de detener al agresor y de desmontar células
yihadistas, pero no siempre será posible.
Sí,
es una guerra. Una propia del siglo XXI, que no requiere de divisiones
acorazadas ni de silenciosos submarinos propulsados por energía nuclear y
cargados de misiles con ojivas capaces de provocar un auténtico «holocausto».
Han aprendido que nuestro flanco débil es, paradójicamente, nuestra mayor
fortaleza: la democracia, el gobierno de los ciudadanos. Si somos conscientes
de quién o qué nos amenaza y disponemos de la estrategia y el liderazgo
necesarios, Occidente es difícilmente abatible. Sin embargo, cuando no se dan
estas condiciones desconcertar a la población es el medio más fácil para
desarmar a un Estado, privando a su clase dirigente y a sus Fuerzas Armadas o
de Seguridad del respaldo necesario. El agresor empuja a nuestros gobernantes a
una situación incómoda. Si explican la naturaleza de la amenaza alarman a la
sociedad, que es lo que quiere, pero si no lo hacen la sociedad reacciona
desproporcionadamente ante atentados terroristas cuyo sentido no acaba de
entender.
Cuando
nos atacan buscan distintos objetivos. Quieren castigarnos por «imponer»
nuestros valores y principios a los musulmanes que viven entre nosotros. Para
un islamista –un musulmán que vive de forma fundamentalista sus creencias– el
principio de igualdad ante la ley, de una ley que surge de la voluntad popular
a través de la legítima representación parlamentaria, es inaceptable. Cualquier
norma debe someterse a la Ley Coránica, la Sharía. Tras el castigo llega la
voluntad de hacernos ceder hasta el punto de renunciar a la ley común y de
admitir que cada comunidad se regule por sus propias normas, revertiendo un
proceso histórico de siglos.
Quieren
castigarnos por difundir nuestra cultura, nuestra forma de ser, por todo el
planeta a través de los modernos medios de comunicación. La denominada
«globalización» es básicamente occidental porque nuestras son las ingenierías
que la han hecho posible y nuestra la mayor parte de los contenidos que inundan
los medios de comunicación. Los islamistas temen que una sociedad internacional
crecientemente globalizada se lleve por delante los valores del islam, por la
atracción de una cultura relativista, consumista y hedonista. Frente a ellos
tratan de levantar muros de comunicación y de revertir parte del camino andado,
derribando regímenes «moderados» o no suficientemente islamistas para erigir
sobre sus ruinas un nuevo Califato.
Nosotros
somos objeto de su ira por contaminar el islam con valores degenerados, por
apoyar a regímenes y gobiernos contrarios a sus ideales y, llegado el caso, por
hacer uso de la fuerza contra ellos. Occidente no es el campo de batalla
principal, pero sí uno relevante. Basta ver el éxito de las imágenes de sus
atentados entre determinados sectores musulmanes para reconocer que estas
acciones suponen prestigio y autoridad, que les servirán para deslegitimar
gobiernos y avanzar en su quiebra.
La
yihad está condenada al fracaso, porque no se puede ir contra el paso del
tiempo. No hay vuelta atrás en el proceso de globalización, pero sí pasos en la
dirección equivocada. No es sólo un problema de las comunidades musulmanas.
Cambios acelerados son causa de desconcierto y vértigo, capaces de provocar
reacciones con efectos políticos devastadores. Lo estamos viendo tanto en
Europa como en Estados Unidos, con características propias de cada sociedad. No
vencerán, serán derrotados por las propias comunidades musulmanas hartas de su
violencia gratuita y convencidas de que son empujadas hacia un desastre sin
sentido. Pero mientras ese momento llega, y pueden faltar décadas para que eso
suceda, provocarán daños ingentes que nos pondrán a prueba.
La
fecha no ha sido casual. Miles de personas celebraban la Toma de la Bastilla.
Para muchos historiadores, entre los que me encuentro, ese suceso, como la
entera Revolución Francesa, fue un fracaso. Sin embargo, no es el momento de
entrar en discusiones historiográficas. Para los europeos de hoy la Revolución
Francesa es uno de los hitos en el camino hacia la generalización de la
democracia en Europa. Los «valores republicanos», simbolizados en la Libertad,
la Igualdad y la Fraternidad, son la quintaesencia de nuestra manera de
entender la convivencia y el fundamento de nuestro «Estado de Derecho».
Castigar a quienes lo celebran tiene sentido desde su visión del islam. Cantar
conjuntamente la Marsellesa es la reacción espontánea, y no por ello menos
lógica, de quien entiende el porqué de la agresión y el cómo superarla.
En
Niza nos han atacado a todos los demócratas otra vez, y no será la última.
Mientras entendamos la razón de su comportamiento y sus objetivos, mientras nos
mantengamos unidos y serenos en torno a los valores y principios democráticos,
sus opciones de victoria serán nulas. Si perdemos la calma o si caemos en la
tentación de realizar concesiones para garantizarnos la paz, iniciaremos el
camino hacia la renuncia a nuestras libertades.
Pero
nuestra seguridad no sólo depende de la actitud frente a sus ataques en nuestra
propia tierra. La estabilidad de nuestros vecinos, particularmente de los
estados del Magreb y del Sahel, nos afectará directamente. Sin seguridad no hay
estabilidad política, ni inversiones ni desarrollo económico. Sin seguridad el
riesgo de que la violencia se generalice en la región, dando paso a más
radicalismo y a inevitables corrientes migratorias, será muy alto. Las
fronteras de nuestra seguridad están al sur de nuestras fronteras de soberanía.
Sin una estrategia conjunta para estabilizar la región viviremos en precario, y
para esta tarea no podemos confiar ni en la Unión Europea ni en la Alianza
Atlántica.
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