La regresión turca/Luis Goytisolo
El
País, 3 de agosto de 2016..
España
es un país que a la vez que no olvida sus derrotas —la Invencible, Flandes,
Trafalgar— tiende a cuestionar sus victorias, como culpabilizándose de la
violencia consustancial a toda conquista. Lo normal —a la vez que igualmente
poco encomiable aunque sí más positivo— en países que han alcanzado cierta
relevancia histórica es exactamente lo contrario: exaltar las victorias que les
son propias y oscurecer y hasta pasar por alto sus derrotas. Esto es lo
habitual y lo que explica o está en el fondo de la manifiesta inquina y
ninguneo de un país determinado hacia otro o hacia alguno de sus más destacados
dirigentes. El caso turco, por ejemplo; la escasa simpatía de las en otro
tiempo grandes potencias hacia la figura de Mustafá Kemal. Un ejemplo que, dada
la coyuntura en la que se encuentra el país así como su contexto tanto europeo
como medio oriental, encierra toda una moraleja.
El
Imperio Otomano, en sus últimos tiempos, no era, por supuesto, lo que había
sido. Llevaba ya años siendo una institución corrupta y decadente que, si en
sus comienzos había llegado a sitiar Viena y hacer del Mediterráneo Oriental
poco menos que un lago turco, por aquel entonces se limitaba ya a conservar en
lo posible sus posesiones y a no tener problemas con sus vecinos. En lo que no
había cambiado era en sus planteamientos tiránicos de la vida cotidiana, algo
ya inaceptable para los llamados Jóvenes Turcos, cuyo líder no era otro que
Mustafá Kemal.
Todo
eso aconteció hace ya alrededor de un siglo. Fue una época de grandes
convulsiones políticas que, acentuadas por la crisis económica del 29, habían
de hacer del siglo XX uno de los más trágicos de la Historia. Guerras y
revoluciones respecto a las cuales la Turquía de Mustafá Kemal permaneció al
margen. Si en política exterior fue rigurosamente neutral, de puertas adentro
convirtió su país en otro país. Instauró un régimen republicano y laico en el
que se podía ser musulmán, cristiano o ajeno a toda religión sin peligro
alguno. Liberó a la mujer al implantar la igualdad de género; cambió los
hábitos y costumbres cotidianas y hasta la indumentaria; sustituyó el alfabeto
árabe por el latino y supo despertar en el ciudadano el orgullo de ser turco,
algo que nada tenía que ver con el hecho de ser súbdito de aquel Imperio que había
arrastrado sus hábitos medievales hasta el siglo XX.
Sin
embargo, la imagen que se impuso de su persona fue la de un militar golpista y
dictatorial, peligrosamente comparable a quienes lideraban la Alemania nazi, la
Italia fascista o la Rusia soviética. En agudo contraste, la imagen que por
aquel entonces seguía predominando respecto al Imperio Otomano continuaba
siendo de lo más edulcorada, algo así como la de un maravilloso serrallo
colmado de toda clase de refinamientos. Cuando lo cierto es que mientras las
potencias occidentales se aplicaban a un reparto de influencias, Mustafá Kemal,
centrándose en el territorio turco propiamente dicho, convirtió lo que había
sido un imperio anacrónico en una democracia moderna.
Con
lo que volvemos al comienzo. ¿Cuál es la razón de que la figura de Mustafá
Kemal, lejos de ser admirada, haya sido siempre como arrumbada desde un punto
de vista histórico? Yo diría que esa razón es Gallípoli, la derrota que
infligió a las tropas occidentales en la llamada Batalla de los Dardanelos.
Una
cuestión que adquiere especial actualidad ahora que el Gobierno de Erdogan está
sumiendo al país en una deriva de sentido inverso al de las reformas
instauradas por Kemal: islamización de la vida cotidiana, progresiva
desigualdad de género, creciente autoritarismo, etcétera. Solo que, a ojos de
las grandes potencias, pese a ser conscientes de tal deriva, conflictos como el
de Oriente Próximo o la crisis de refugiados convierten a Erdogan en un mal
menor, y él lo sabe. Con lo que la Turquía que conocemos, un país excepcional
que cuenta además con la probablemente mayor superposición de estratos
culturales del mundo, pueda acabar convertida de nuevo en otra cosa.
Entre
tanto, los pasos ya dados por Erdogan en este sentido y los que sin duda
quisiera dar se topan con una compleja realidad circundante que le fuerza a
adoptar posturas contradictorias. ¿Cooperar con la Comunidad Europea en la
crisis de los refugiados? ¿Estrechar lazos con la Rusia de Vladímir Putin?
¿Intervenir más a fondo en los conflictos militares de Oriente Próximo? Y en
caso afirmativo, ¿hasta qué punto y apoyando a quién? ¿Asociarse a quienes
combaten al califato o a quienes se enfrentan a las fuerzas de El Asad y sus
aliados iraníes? ¿Limitarse a golpear a las minorías kurdas propias y de otros
países? Difícil, muy difícil, dar con la decisión acertada cuando la realidad
circundante resulta casi inverosímil. Cuando se apunta, por ejemplo, a una
posible alianza del Israel de Netanyahu con Arabia Saudí y los Emiratos contra
Irán y las fuerzas de El Asad. Mustafá Kemal lo hubiera tenido todo más claro.
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