Una pelea justa por la Verdad/Timothy Garton Ash, catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige el proyecto freespeechdebate.com, e investigador titular en la Hoover Institution, Stanford University. Su último libro es Free Speech: Ten Principles for a Connected World.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
El País, 11 de enero de 2017
En la era de internet, no hay nada que viaje más deprisa que un tópico lanzado en el momento oportuno. Hoy, ningún discurso está completo si no incluye una referencia a que vivimos en la época de la posverdad. Como si, hasta ayer, hubieran fluido sin cesar de los labios de políticos y periodistas las aguas puras de la verdad. Para no hablar de Joseph Goebbels, Josef Stalin y las grandes mentiras totalitarias diseccionadas por Alexander Solzhenitsyn y George Orwell.
Para calificar el peligro de la nueva situación es más apropiado un adjetivo más modesto: “postfactual”. De hecho, en Alemania acaban de elegir postfaktisch como la palabra del año. El aspecto fundamental de la amenaza postfactual contra la democracia es que da la impresión de que unas afirmaciones completamente falsas (el Papa apoya a Donald Trump para que sea presidente, Barack Obama no nació en Estados Unidos), envueltas en relatos conmovedores y constantemente amplificadas en las cámaras de resonancia en la red, son capaces de influir en una parte importante del electorado.
El relato emocional se impone al frío dato, el sentimiento, a la razón. Incluso después de que Obama hiciera público su certificado de nacimiento, el candidato Trump siguió declarando: “Mucha gente tiene la sensación de que no es un certificado como es debido” (cursiva mía). El concepto de truthiness, la “verdad alternativa”, inventado con fines satíricos por Stephen Colbert, ha quedado sobrepasado por Trump.
Ahora bien, no debemos caer en la desesperación. Si Orwell y Solzhenitsyn no se rindieron ante Goebbels y Stalin, sería patético que nosotros nos rindiéramos ahora. Existen muchas formas posibles de luchar contra la amenaza postfactual, de convertir 2017 en el año anti-postfactual.
En la información política —y en el uso cotidiano de internet—, la verificación de los hechos siempre tiene un papel destacado. Hace poco, retuiteé un par de fotografías que presuntamente mostraban la Cámara de los Comunes abarrotada para un debate sobre el sueldo de los parlamentarios y casi vacía para otro sobre el horror humanitario de Alepo. En cuestión de minutos, me contestaron varias personas para decirme que era una falsedad escandalosa, y publiqué la corrección en @fromTGA. La destreza necesaria para utilizar internet, que facilita la posibilidad de contrastar rápida y eficazmente las afirmaciones, debería entrar a formar parte de todos los programas escolares. Y las universidades pueden esforzarse más para que los análisis rigurosos y basados en datos tengan más difusión.
Existen fundaciones filantrópicas que financian el periodismo serio de investigación, y necesitamos que existan muchas más, puesto que parte del problema es la desaparición del modelo de negocio de la mayoría de todos los periódicos. Varias grandes cabeceras periodísticas como The New York Times, Der Spiegel y The Financial Times han mantenido su credibilidad en internet, y otros sitios nuevos de selección y difusión de contenidos la han adquirido de inmediato. Los países que cuentan con servicios audiovisuales públicos como la BBC deben preservarlos. Las empresas tecnológicas pueden y deben buscar, identificar y filtrar las noticias claramente falsas, publicadas en masa por máquinas dirigidas desde la Rusia de Putin o de sitios dedicados al spam (las granjas de memes) que lo hacen sólo para obtener más ingresos publicitarios.
Gracias a las espectaculares posibilidades que ofrece internet para la adquisición de conocimientos, los ciudadanos tienen más fácil que nunca verificar los hechos en casi todos los campos. El verdadero reto para el oficio periodístico es transmitir esos hechos a quienes han caído presa de los relatos emocionales y populistas y que, tal vez, ni siquiera están especialmente interesados en aprender la aburrida verdad. Cualquiera que descubra cómo presentar la realidad de forma accesible e interesante, en periódicos sensacionalistas o en Facebook y YouTube, merecerá un Premio Orwell.
También debemos tener claras las responsabilidades públicas de lo que denomino las superpotencias privadas, Google, Facebook y Twitter, consideradas por muchos espacios públicos de propiedad privada, pero que no se limitan a ser el asfalto de nuestra plaza pública global. El algoritmo que actualiza las noticias en Facebook decide qué informaciones van a ver cientos de millones de personas cada día. Es decir, tiene un poder extraordinario. Las investigaciones realizadas por Filippo Menczer, de la Universidad de Indiana, indican que las noticias falsas tienen tantas probabilidades de hacerse virales como las verídicas, de modo que, si el principal criterio del algoritmo es “lo que les gustaría a tus amigos”, entonces no es una herramienta útil para combatir las mentiras.
Hasta hace poco, los gigantes de internet han sido reacios a asumir esta responsabilidad. Han preferido presentarse como intermediarios neutrales, dedicados a ofrecer la mejor “experiencia” a su “comunidad”. Por suerte, eso está empezando a cambiar. Cuando 2016 llegaba a su tembloroso fin, Zuckerberg escribió en Facebook que “somos un nuevo tipo de plataforma para el discurso público, y eso significa que tenemos un nuevo tipo de responsabilidad, la de construir un espacio en el que la gente pueda informarse”. Ahora, los usuarios pueden denunciar una noticia que consideren falsa, y, si un organismo de verificación de datos está de acuerdo, se la etiquetará como problemática. Además, Facebook intentará impedir que las noticias falsas se aprovechen para obtener ingresos publicitarios. Como colofón, Zuckerberg añadió unos vagos compromisos de modificar el sagrado algoritmo para descartar las noticias falsas.
¿Pero cómo podemos comprobar el funcionamiento del algoritmo si el acceso a todos los datos sólo lo tiene Facebook? Tenemos que ser capaces de fiscalizar ese poder —como todos los demás poderes—, y de pedir cuentas, pero también debemos tener cuidado con lo que pedimos: Zuckerberg tiene razón al decir que no podemos exigir a Facebook que sea un “árbitro de la verdad”, pero sí que sea un socio indispensable en la lucha contra la mentira descarada.
Aleccionados por decenios de mentiras totalitarias, manipulaciones políticas y, ahora, el desafío de la posverdad, seguramente no podemos seguir compartiendo la maravillosa seguridad de John Milton, que, a propósito de la Verdad con mayúscula, escribió: “Que peleen ella y la Mentira; quién ha visto jamás que la Verdad salga mal parada en un combate justo y limpio”. Pero sí podemos seguir esforzándonos para que esa pelea efectivamente sea justa y sea limpia.
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