14 mar 2010

El general sin memoria

El militar que quiso olvidar
Juan Veledíaz, reportero, premio nacional de periodismo.
Publicad en la revista mexicana Proceso # 1741, 14 de marzo de 2010;
En 2005 falleció el general de división Salvador Rangel Medina, uno de los personajes centrales de la novela Guerra en El Paraíso, de Carlos Montemayor. Militar atípico, afecto a la escritura, comenzó una especie de memorias que suspendió al llegar a la década de los setenta, cuando manifestó su desacuerdo con la estrategia antiguerrillera del gobierno. En el libro El general sin memoria. Una crónica de los silencios del Ejército Mexicano, publicado por el sello Debate, de Random House Mondadori, Juan Veledíaz explora la causa profunda de ese silencio y reconstruye su biografía con testimonios y documentos que, además, arrojan luz en torno a secretos del Ejército que se mantuvieron guardados por más de medio siglo. He aquí una reseña escrita por el propio autor.
El diferendo reventó en junio de 1974, en los días más álgidos de la campaña militar contra la guerrilla y la población civil en la Costa Grande del estado de Guerrero, donde el general Salvador Rangel Medina se desempeñaba como comandante de la 27 zona en Acapulco. Testigos del episodio narran que, luego de tomarle una llamada telefónica a Hermenegildo Cuenca Díaz, entonces secretario de la Defensa Nacional, la voz de Rangel se elevó más de lo habitual, tanto que llegó a escucharse afuera de su oficina.
–¿Tiene usted una idea de cuántos civiles van a morir? –cuestionó Rangel–. ¡Cómo quiere que autorice cosas con las que no estoy de acuerdo! –reclamó al secretario, según el testimonio de allegados suyos que presenciaron el altercado.
Las diferencias de criterio sobre los métodos que el Ejército empleaba en el terreno para intentar acabar con la guerrilla de Lucio Cabañas salieron a relucir desde los primeros días de diciembre de 1973, cuando llegó de comandante a Acapulco por orden del presidente Luis Echeverría. Su designación nunca fue del agrado del general Cuenca, con quien no se dirigía la palabra desde hacía décadas. Las diferencias entre ambos se traducían en una relación fría, distante. Rangel lo había reconfirmado en 1971, en los primeros meses del nuevo gobierno, cuando fue relevado del mando territorial en Durango y fue enviado “a la banca”, es decir, a disposición del Estado Mayor de la Defensa sin cargo ni comisión por órdenes del secretario. A partir de entonces sus allegados sabían que fue el presidente quien lo había sacado de la “congeladora” para darle mando de zona.
Desde que llegó al puerto, sus discusiones con Cuenca subieron de tono a raíz de las visiones confrontadas entre los dos. “El general Rangel Medina se opuso a los bombardeos, se opuso a una serie de acciones violentas que llevó a cabo el Ejército Mexicano en aquel entonces, según refieren libros, notas, reportajes; se opuso, (pues) no era la manera de poder capturar a una gavilla, decía; no era la manera de proceder, proceder como militares ni como mexicanos obligados a seguir un marco jurídico; no era la manera de hacer las cosas, según su entender”, recuerda uno de esos allegados.
La campaña militar en Guerrero se convirtió en el escenario –que hasta ahora había permanecido oculto– de esas visiones confrontadas acerca de lo que debería ser el uso de la fuerza armada para resolver conflictos.
Testimonios y documentos militares inéditos sobre Rangel y episodios diversos muestran a un militar “disidente” frente a la estrategia contra la guerrilla. Su formación era representativa de los ideales que cimentó la Revolución en las Fuerzas Armadas. Durante su carrera se caracterizó por buscar la cercanía con el pueblo al que, decía, el Ejército se debía. Privilegió el diálogo y la negociación antes que el uso de la fuerza. Ese era su estilo desde que en los años cincuenta y sesenta intervino, por órdenes presidenciales, para desactivar conflictos sindicales y estudiantiles y convencer a líderes guerrilleros, como Rubén Jaramillo, para que depusieran las armas.
En el gobierno de Echeverría, Rangel confrontó a la cúpula militar que había adoptado la doctrina proveniente de la Escuela de las Américas, aquella que tomó a la “guerra sucia” puesta en práctica en Vietnam –con su método de represión, tortura y desapariciones de civiles– como el referente para afrontar los problemas de la época.
Las reglas rotas
El escritor Marco Aurelio Carballo, entonces reportero del periódico Excélsior, dirigido en aquel tiempo por Julio Scherer García, recuerda que, en Guerrero, Rangel parecía un militar al frente de un ejército ajeno al conflicto. Por esos días de junio de 1974 Carballo estaba de enviado especial en Chilpancingo para cubrir el secuestro de Rubén Figueroa Figueroa, “el camionero que luego fue gobernador”, quien fue capturado por la guerrilla cuando buscó un acercamiento con Cabañas para convencerlo de que depusiera las armas.
Desde la capital del estado, el reportero contactó vía telefónica a la comandancia militar de Acapulco, solicitó una entrevista con el general Rangel, y sin mayor trámite se la concedieron. El Ejército tenía entonces el control absoluto de la información y de los periodistas que cubrían el conflicto, patrullaba poblados y caminos, y en la carretera que comunicaba con el puerto instaló retenes escalonados.
Sin embargo, cuenta Carballo, al parecer había una orden previa para que él pudiera pasar por los puestos de control sin contratiempo alguno. Llegó a la zona militar y, sin mayor espera, fue llevado a la oficina del comandante. Lo recibió un hombre vestido de manera impecable, con su uniforme verde olivo bajo el que se distinguía una silueta delgada, pero fuerte: “… me dio una buena entrevista, sobre todo porque dijo varias frases. Una de ellas, ‘Si me lo ordenan, capturaré a Cabañas’, me llamó mucho la atención”.
Las declaraciones de Rangel, publicadas en la portada de Excélsior aquel miércoles 5 de junio, rompieron la “regla de oro” de la milicia según la cual ningún militar, salvo orden superior, puede declarar ante la prensa. Al general poco le importó esa regla: en sus dichos había un mensaje cifrado que iba más allá del malestar en el interior del Ejército por la manera en que el conflicto se estaba manejando y que dejaba entrever el papel “indefinido” que desempeñaba como comandante de zona, pues sus planes no eran tomados en cuenta.
Al día siguiente, el secretario manifestó que Rangel se había “extralimitado”, pues “asumió funciones que no le correspondían”, ya que sólo la Defensa o el presidente de la República podían opinar sobre “asuntos de tal naturaleza”.
Así, las diferencias entre uno y otro general comenzaban a hacerse públicas; semanas después, a principios de agosto, los dos militares se enfrascaron en otro altercado telefónico, que acabó en forma abrupta cuando Rangel colgó el auricular. Según un testigo, la discusión terminó con un recordatorio materno al titular de la Secretaría de la Defensa.
La tarde de ese mismo día Rangel redactó un radiograma, dirigido al presidente Echeverría, con copia al general Cuenca, donde solicitaba que lo relevara del mando por no estar de acuerdo, entre otras cosas, con la “evacuación de la población civil”. Comenzó entonces una persecución en su contra que inició con un proceso ante una corte militar; se le catalogó como un “apestado” dentro del Ejército, al punto de que incluso se estableció la prohibición de acercársele. Estuvo “congelado” hasta el fin del sexenio.
Con la llegada de José López Portillo al poder, fue rehabilitado en el mando de zona en Acapulco, lo que constituyó un hecho inédito en el Ejército, y su imagen creció ante la actitud que asumió frente a la “guerra sucia”.
El radiograma fue encontrado en el archivo privado del general Rangel Medina, quien murió a los 92 años de edad en una cama del Hospital Central Militar en diciembre de 2005, y forma parte de una serie de informes castrenses desconocidos hasta la fecha sobre lo ocurrido durante la guerra sucia en Guerrero. Por primera vez un general de tres estrellas, con una fuerte ascendencia dentro del Ejército, aportaba detalles de aquello que consideró “torpezas del mando” al referirse a la manera en que se conducían las operaciones contra la guerrilla en esa entidad. Fue el único militar en activo que en su momento advirtió que la actuación de las tropas tendría un costo muy alto para la institución frente a la sociedad.
Cuidadoso registro
Entre los documentos del archivo de Rangel están los informes elaborados a su llegada al puerto, cuando asumió la comandancia militar. A uno de esos reportes lo denominó Panorama que presenta la zona. Es un escrito de 10 fojas que redactó el 15 de diciembre de 1973; ahí consigna los testimonios que recogió en la zona serrana de Atoyac –comunidad distante dos horas de Acapulco, donde se estableció el puesto de mando del teatro de operaciones–, además de exponer un análisis social, político y militar que realizó para contextualizar el problema de la guerrilla.
Ahí apuntó que, como no era del agrado del general Cuenca, cuando recibió la comandancia de zona, no le fue proporcionado ningún tipo de información de inteligencia, por lo que tuvo que valerse de sus propios recursos para allegarse de información sobre lo que ocurría en el terreno. Anotó que las unidades que participaban en las operaciones estaban mal preparadas y no tenían una idea sobre la naturaleza del “enemigo”. Reveló que varios militares de distinto rango, como el comandante al que relevó, estaban al servicio de los caciques y narcotraficantes desde tiempo atrás, y contribuían al clima de terror que imperaba en la región al abusar de la población civil.
Rangel fue muy cuidadoso en el momento de registrar los asesinatos extrajudiciales, las torturas y las desapariciones atribuidas al Ejército. Nunca cita a sus colegas por sus nombres y da todo el crédito a los pobladores que le narran los sucesos. En uno de esos pasajes, posteriores a una emboscada de la guerrilla contra soldados cerca de la comunidad de Yerbasantita ocurrida en noviembre de 1973, el general escribió:
“Hace unos días aterricé en un caserío para que me orientaran por dónde me encontraba, y me pareció muy sospechoso y extraño que no obstante la presencia del helicóptero ninguna persona se acercara a verlo, como ocurre en cualquier ranchería, aun cuando observaba que salía humo de las chozas.
“Tras mucho tiempo de espera y una vez que despaché a otro lado al aparato, en busca de una escolta, vi pasar una persona que al llamarla resultó ser la autoridad del poblado. Identificado con él, me informó que la gente no salía por temor a que los federales los fueran a matar. Con su ayuda y en vista de que yo me encontraba solo, fue posible reunir al poblado frente a la escuela y tras escuchar los más graves insultos de hombres y mujeres y el llanto de numerosas familias, logré que me explicaran la causa de aquella actitud, sabiendo que unos días antes de mi arribo a la zona y a resultas de la emboscada sufrida por las tropas en Yerbasantita, habían arribado unas tropas a las que dieron alojamiento, y en pago, acusándolos de haber participado en la emboscada, sacaron a varios hombres de sus casas, incluyendo al evangelista del pueblo, dándoles muerte.
“Casi en vilo me condujeron hasta el sitio donde fue cometido el asesinato de aquellas personas que ninguna participación habían tenido y me mostraron las tumbas recién abiertas en el panteón del lugar. Unos días antes de la emboscada, habían pasado también la brigada o miembros de la brigada y les habían robado cuanto tenían.”
Perfil de una época
El general Rangel Medina era un militar atípico: le gustaba escribir y, además de la literatura, su pasión siempre fue la aventura. No tomaba ni fumaba, y practicaba deporte. Fue una de las fuentes que Carlos Montemayor utilizó para su novela Guerra en El Paraíso y trabó amistad con él desde los años ochenta. Su vida representó el prototipo de la medianía, pues vivió sin grandes lujos, aunque formó parte de la élite castrense durante más de 30 años; rechazaba la pompa de los homenajes institucionales; sentía inclinación por el servicio para ayudar a las poblaciones indígenas y a gente de escasos recursos. Formaba parte de la camada de oficiales que se graduaron en 1934 en el Colegio Militar, en aquella época en la cual llevó la batuta de la educación castrense el legendario general revolucionario Joaquín Amaro, fundador del Ejército moderno.
Parte de sus 49 años de carrera militar quedó narrada en un borrador de sus memorias, que dejó inconclusas. Su relato inicia cuando entró al Colegio Militar; registra sus vivencias como oficial de infantería en los treinta y cuarenta, décadas en que el Ejército dejó las asonadas para convertirse en la institución modelo sobre la que se cimentó el presidencialismo.
Abandonó el manuscrito cuando éste se refería a los setenta, la época en que se desempeñaba como comandante en Acapulco. Su trabajo no vio la luz pública debido a la “censura” impuesta por el alto mando del Ejército a mitad del gobierno de Ernesto Zedillo (1994-2000), cuando la Secretaría de la Defensa era encabezada por uno de sus antiguos subordinados, el general Enrique Cervantes Aguirre.
Tiempo después se enteró de que el motivo para prohibir la publicación de sus memorias fue la manera en que “desmitificó” al general Joaquín Amaro y a Lázaro Cárdenas, dos referentes en la milicia mexicana. Tampoco fueron bien vistos los “usos y costumbres” del Ejército que registró y que exhibían por primera vez cómo era la vida en los cuarteles.
Causó mucha molestia el testimonio sobre su propia participación en actividades de control de movimientos sociales y acerca de su rol protagónico en las negociaciones mediante las que se buscaba que el líder guerrillero Rubén Jaramillo se desistiera de la lucha armada. Su paso como comandante del batallón 49 de infantería en Michoacán, al inicio de los años sesenta, quedó asentado como el primer registro de un jefe del Ejército en una campaña contra el narcotráfico.
A sus escritos los llamó Pláticas de un soldado. Decía que eran charlas informales sobre su experiencia de militar en servicio y nunca se preocupó por aclarar el léxico castrense ni por citar el nombre completo de sus contemporáneos. Siempre rechazó que se tratara de unas memorias, a pesar de que tenían un alto valor testimonial por el detalle con el que describía los rasgos de la personalidad de tres secretarios de la Defensa: Matías Ramos Santos (1952-1958), Agustín Olachea Avilés (1958-1964) y Marcelino García Barragán (1964-1970), de quienes fue cercano colaborador y “protegido”.
Interrumpió su relato cronológico cuando llegó el momento de abordar su estadía en Guerrero. De un día para otro puso en práctica “el olvido activo”, como se le conoce en el medio militar al recurso mediante el cual alguien “olvida” algo, no porque no sea importante, sino porque “es muy importante”. Mantuvo el silencio hasta el día de su muerte, y en su condición de militar en retiro nunca aceptó entrevistas para hablar del tema ni quiso recordar detalles de aquello que llamó “el show Cabañas”.
***
Los pueblos del silencio
Juan Veledíaz
Revista mexicana Proceso # 1741, 14 de marzo de 2010;
En El general sin memoria, que comenzó a circular en estos días, el periodista Juan Veledíaz también relata la singular amistad que surgió entre Carlos Montemayor, fallecido el 28 de febrero pasado, y el general Salvador Rangel. Con autorización de Random House-Debate y del autor, publicamos un fragmento del libro.
Contemplar la quietud y la ausencia eran dos maneras de entrar en aquel silencio. Les ocurrió por separado cuando ambos visitaron los poblados desalojados durante la campaña contrainsurgente, en una ruta que al paso del tiempo parecía estar convertida en la geografía del olvido. Haber caminado por aquellos lugares silentes de la montaña detonó la amistad entre el general (Salvador) Rangel Medina y el escritor Carlos Montemayor. Sucedió con más de 10 años de diferencia; el militar los recorrió durante su segunda etapa de comandante de zona y tiempo después lo hizo el autor de Guerra en El Paraíso en la época en que realizaba las investigaciones de campo para el libro. “Me sorprendió que no había nadie en el pueblo, ni pollos ni gatos –dice Montemayor–; al general eso le atrae, le interesó la similitud con mi experiencia, porque a él le había ocurrido lo mismo”. Recuerda que conoció a Rangel en los años ochenta por intervención de dos de sus paisanos del estado de Chihuahua. La primera vez que lo vio fue en una comida; estuvo muy reservado y ya hasta después se soltó a platicar. “Eso es lo mismo que me pasó a mí –me dijo cuando comentamos la sensación de recorrer aquellos lugares”, rememora. Era como tratar de explicar lo que sucede en aquellos instantes en los que no sucede nada. Como intentar referir uno de esos grandes silencios que son abiertos y que la memoria fijó con el nombre de comunidades como La Peineta, El Molote, Agua Zarca, Cerro Prieto de los Pinos, Corrales de Río Chiquito, entre otra docena de poblados de la sierra de Atoyac que fueron “evacuados” por el Ejército.
En todos esos pueblos “agarraban parejito, sin tomarles declaración; ya después que se llevaron a varios señores dijeron que la comunidad iba a ser bombardeada, que se desalojara la comunidad. Y la gente nomás se salió con lo que pudo, con poca ropa. Nosotros nomás con dos cambios para salir lejecitos”, comenta María del Rocío Serrano Galeana, una mujer oriunda de Corrales de Río Chiquito, comunidad que fue evacuada en julio de 1974 por el Ejército.
Por esos días era una niña de 11 años cuando tuvo que dejar su casa y sus pertenencias en compañía de su madre y hermanos. Regresaron en diciembre del año siguiente, una vez que el Ejército había eliminado a Lucio Cabañas, y encontraron que los soldados se habían comido a todos los animales; algunas casas ya estaban desechas y otras las habían tirado por completo para cocinar con la leña que sacaban.
“Lo recuerdo como si fuera ahorita”, dice en medio de sollozos, antes de comentar que desde ese entonces se llevaron a su papá Mariano Serrano Zamora, quien está desaparecido. El bombardeo había sido a las afueras del pueblo, en las inmediaciones del cerro Mojileca, donde se presumía había un campamento guerrillero. Los habitantes regresaron al paso de los años a su comunidad, pero no la repoblaron por completo; de 300 personas que había entonces, hoy no rebasan las 40. Su relato es uno de los que fluyen una mañana de abril de 2007 en el centro de Atoyac, durante una entrevista colectiva con los integrantes de una de las asociaciones de desaparecidos que se han formado en este municipio de la Costa Grande de Guerrero. Se autodenominan Comité de Desaparecidos de la Sierra Cafetalera y los encabeza la señora Eleazar Peralta Santiago, una mujer de rostro moreno, delgada y enjuta, que se presenta como la presidenta y actúa como anfitriona de varios pobladores que viajaron durante varias horas desde sus comunidades en la sierra para plantear algo más que su testimonio.
“Ya no sabemos en quién confiar”, dice la señora Eleazar –hermana de Lucio Peralta Santiago, desaparecido en octubre de 1974–, mientras confiesa que después de tanto tiempo ya sólo les falta acudir a las oficinas del agua y de la luz para solicitar que les ayuden a localizar a sus familiares. “Estas largas que el gobierno nos da, no tienen nombre. Queremos que se nos diga clara y justificadamente si viven o están muertos. ¿Están muertos? A nosotros no nos ha quedado claro. ¿Qué fue de ellos? Que se dignen en decir dónde están”.
Las más de 25 personas reunidas en el patio de su casa tienen en común que sus familiares desaparecieron entre los años 1973 y 1974, algunos meses en los que Rangel se desempeñó como comandante de zona en Acapulco. El general es un personaje a quien nadie entre los asistentes recuerda –entre tantos que pasaron por aquí en esa época–; pero algunos de sus subalternos permanecen en la memoria de varios de los habitantes más de tres décadas después. Sobre todo si eran “amables con la gente”, como lo fue el mayor Javier Escobedo Corvera, un oficial graduado en operaciones en la jungla años atrás en la Escuela de las Américas y quien iba al frente de una sección –compuesta de 30 elementos– del batallón 27. O porque fueron “abusivos con todos”, como el capitán Maximiliano Barajas Cázares, un oficial que encabezaba una sección de fusileros del 50 de infantería.
“El mayor Escobedo era chaparro, medio blanquito. Tenía su pelo bien. El capitán Barajas sí era un hombre grande, trigueño, mal encarado, ése era el que mandaba golpear a la gente”, dice don Enrique Chame, un hombre bajito, con el pelo muy corto, de lentes y bastón que a sus 87 años de edad aparenta no ser mayor de 60. “Ya estoy en una edad tremenda”, dice mientras comienza a narrar que desde joven nunca tomó alcohol ni fue fumador. “Era músico, tocaba la guitarra día y noche, pero no era borracho. Y aquí me tiene, todavía”. Vivía en aquel tiempo en el Cacao, una comunidad cercana a Arroyo Oscuro, donde el Ejército tuvo, en 1972, su primera gran emboscada. Los soldados llegaron a su casa, recuerda, “porque tenía un corral bonito y tenía tres casas y ahí se metieron”. No sólo con él se quedaron; algunos de sus vecinos también se vieron copados por “guachos”, quienes de un momento a otro les dijeron: “Pues qué pues, aquí nos van a tener”. Ahí dormían, no los dejaron salir durante más de dos meses, se iban unos y llegaban otros, pero los que siempre permanecieron ahí fueron el mayor Escobedo y el capitán Barajas. “Ese Barajas fue malo, hasta a los mismos soldados de él los golpeaba”. Cuando lo detuvieron, rememora, fue porque lo confundieron con un señor llamado Enrique Chávez, a quien el Ejército buscaba por sospechas de que había intervenido en los ataques. Por los golpes y torturas, desde entonces quedó rengo. “Dilaté como más de dos meses o tres encerrado y no supe a dónde, oscuro, no supe (…) Me trajeron a mí y a un compadre mío, Isidoro Pérez; salimos los dos el mismo día como a las tres, pero a él lo agarraron y lo desaparecieron. Y a mí me sacaron de la casa como por engaño, una cosa así, como por guía, pues. Pero por de buenas a mí no me echaron al mar, porque echaron gente al mar a lo méndigo”.
Otros “guachos” eran los del 50, dice la señora Gregoria Tabares, una mujer de 73 años a quien los asistentes llaman Goyita. Recuerda que los soldados los obligaron por la fuerza a dejar sus casas en Cerro Prieto de los Pinos, los concentraron a todos en el Quemado, donde se dio la mayor redada de campesinos ocurrida entre los meses de agosto y septiembre de 1972.
“Decían que nosotros éramos bien mitoteros”, comenta cuando rememora lo que Lucio Cabañas y su gente decía de ellos. “Por eso nunca pasaron por el pueblo, porque decían que nosotros éramos chismosos.” Eso no importó a las tropas, que anunciaron cuando llegaron que así como habían dado de comer a Lucio, así les iban a dar a ellos. Nunca se les dio de comer mal, agrega; eran como 100 soldados y mataron gallinas, guajolotes, cerdos, hasta una vaca. Su nuera Guadalupe Sánchez tenía 11 años de edad cuando presenció cómo su padre Saturnino Sánchez García, quien vivía en silla de ruedas, fue hecho aparecer como uno de los seis “fusilados” por los soldados en los Piloncillos, cuando en realidad lo habían asesinado a quemarropa, durante la represalia por la emboscada de Arroyo Oscuro.
“Estamos cansados; damos el mismo testimonio y no pasa nada. La fiscalía no hizo nada; nos apoyaba con medicamentos, nos trajeron una psicóloga, pero no pasó nada, pienso que eso no ayudó en nada”, manifiesta la señora María Natividad peralta Mesino, oriunda de Rincón de las Parotas, cuando resume lo que han sido más de 30 años con su hijo Domitilo Barrientos desaparecido.
“Venía de Acapulco, lo detienen en el retén del Conchero. Él hacía milpa, era campesino, era presidente de la quinta del juego de pelota, no se metía con nadie. Porque no les dijo nada quizá por eso (se lo llevaron)”. Del medio centenar de historias de desapariciones forzadas que se escuchan en voz de los asistentes, queda un eco donde la tortura abrió heridas psicológicas irreversibles a varias personas, entre quienes está Enrique Chávez Fuentes, hijo de doña Virginia Fuentes Almazán, una señora de más de 80 años que en las últimas décadas ha visto cómo se ha deteriorado la salud mental de su hijo desde que fue liberado tras ser detenido por los soldados.

En voz de algunos asistentes se escucha que la mayoría de los pueblos abandonados no han vuelto a ser repoblados, algunos por su lejanía, como el Escorpión, el Sombrero o aquellos más distantes que sólo son identificables por su nombre que remite más a una expresión que a una comunidad, como Dios te Libre y El Quizá.
Montemayor dice que el general Rangel fue el militar que mejor le cayó durante todas sus investigaciones sobre aquella época. “Era un tipo excepcional, de una formación militar muy sólida, con espíritu castrense y de una integridad a toda prueba”. Recuerda que le contó haber recibido órdenes, cuando era comandante de zona en Durango, de acabar con el dirigente campesino Álvaro Ríos. Discreto, se negó. “No estudié en la academia militar para ser asesino”, le decía al escritor. Algunas de las instrucciones venían del general Marcelino García Barragán. “Me resistía a creer que era la voz de mi general García Barragán la que ordenaba hacer algo que no cabía”, comentaba. Al final intervino en su captura y lo entregó al Ministerio Público federal, quien lo acusaba de invadir tierras.
De sus charlas surgieron pasajes para la novela donde es uno de los militares que aparece como protagonista del relato que inicia en noviembre de 1972 y termina en diciembre de 1974. Cuando secuestraron a Rubén Figueroa, comenta, estaba todo listo para aniquilar a Lucio Cabañas; no se dio la orden, la decisión política era muy compleja. Lo ocurrido en Guerrero decía que no le pesó, él cumplió bien y nunca actuó contra sus principios, era un hombre muy íntegro. Después de que se publicó el libro, el general se abrió, empezó a tener más confianza para abordar otros pasajes. Como lo ocurrido en la masacre de campesinos de Aguas Blancas en junio de 1995. “Carlos, matar así como si fueran pollos… ¿qué les pasa?”.

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