Aeropuertos: controles excesivos/Santiago Grisolía
Publicado en ABC, 11/03/10;
¿Han oído ustedes hablar del reciente caso de Ryan Thomas, un niño de cuatro años al que la Seguridad de un aeropuerto americano le obligó a quitarse los apoyos ortopédicos, que le permiten andar, para poder «superar» los controles de seguridad?
Ryan volaba por primera vez para celebrar en Disney World su cuarto cumpleaños, y lo hacía acompañado de sus padres. Por cierto, su padre es policía.
Esta historia es de esas en que la realidad supera la ficción, y da lugar a una amplia reflexión sobre la situación actual en los aeropuertos, donde últimamente destacan auténticas escenas, como si de una película de ciencia ficción se tratara, por seguir unos estrictos controles de seguridad.
Loretta Napoleoni, experta en financiación del terrorismo, comentaba en un artículo aparecido en un medio de comunicación el 12 de enero los desastrosos resultados de la política del miedo que los Estados Unidos ha potenciado en los sistemas de seguridad de los aeropuertos tras el afortunadamente fallido atentado del vuelo a Detroit.
Las medidas de seguridad que se están tomando en los aeropuertos de todo el mundo, a fin de evitar atentados terroristas, evidencian que los terroristas están ganando la batalla con muy poco coste para ellos y a costa de un precio excesivo para la población mundial.
Desde el 11-S, el Gobierno de George Bush se dedicó a atemorizar al mundo y a sus propios ciudadanos imponiendo cada vez mayores medidas de seguridad y restricciones crecientes, algunas de las cuales son ridículas, como la anécdota que recientemente publicaba el «Herald Tribune» bajo el título: «En los aeropuertos ni una pluma queda sin controlar».
Según recoge el diario, una pareja trataba de trasladarse con sus mascotas, un par de loros, desde Newark, en New Jersey, a Fénix, en Arizona, apenas unos días después del fallido atentado en el vuelo con destino a Detroit. Uno de los animales era demasiado grande para embarcarlo en la cabina de pasajeros y, por tanto, se lo envió a la cabina de equipaje. Pero el más pequeño pudo viajar con sus dueños. Y allí comenzó la odisea, porque uno de los guardias de seguridad del aeropuerto decidió que debía cachear al loro bajo las alas, pero temía que éste le atacara. La pareja propietaria no podía descartar esa posibilidad, puesto que el animal nunca había sido cacheado. Naturalmente, en cumplimiento de las nuevas normas, el guardia no quería dejarlo pasar sin explorarlo.
Por suerte, la esposa recordó que uno de los trucos que habían enseñado a los animales era que, cuando se les pedía que imitasen un águila, los loros extendían sus alas y bajaban el pico. Lo que permitió al celoso guardián comprobar que no ocultaban explosivos entre las alas y el cuerpo.
Personalmente, considero que el episodio del terrorista nigeriano que logró pasar todos los controles en Holanda para viajar a Estados Unidos es uno de los más extraños desde el ataque terrorista de 2001, junto con el de aquel otro terrorista que llevaba los explosivos en los zapatos y que, afortunadamente, tampoco estallaron. Quizás esté equivocado, pero creo que ambos tuvieron ocasiones de sobra para hacer estallar los explosivos sin interrupciones, encerrándose, como de hecho hicieron, en los lavabos de sus respectivos aviones durante el vuelo, por lo que sospecho que deliberadamente llamaron la atención sobre ellos, para que los demás pasajeros los detuvieran. El instinto de supervivencia está muy arraigado en nuestros genes.
Mientras tanto, y desde 2001, el mundo entero pierde muchas horas anuales con los actuales controles de seguridad, que siguen siendo ineficaces por lo difícil que es meterse en la mente de los terroristas.
Según los datos de la prensa económica, las estadísticas de AENA mostraban que la compañía Iberia transportó 33´5 millones de pasajeros durante el año 2008. Como parece haber una tendencia a reducir el número de viajeros, por diversos motivos, asumiremos que en 2009 hubo un total de 35 millones de viajeros en España entre todas las compañías aéreas. Si aceptamos que por motivos de seguridad los pasajeros pierden una hora cada uno debido a los retrasos aéreos, sólo en España, la pérdida sería de 35 millones de horas anuales. Podemos asumir que la seguridad les habría robado unas 305 millones de horas a esos 35 millones de viajeros desde el 11-S. Eso sólo en España.
Imaginen a los pobres pasajeros que viajan a Estados Unidos, donde parece que los controles empiezan a suponer entre dos y tres horas.
Este derroche no es asumible. Piensen en el número de vuelos y pasajeros diarios que tienen países como Estados Unidos, India o China. Ello supondría multiplicar al menos por cien el número de horas perdidas en controles aéreos por los sufridos ciudadanos que desean volar respecto a las calculadas para los pasajeros españoles, aparte del coste humano y material de los encargados de seguridad en los aeropuertos. Así, no es de extrañar que las compañías aéreas, sobre todo americanas, se quejen del descenso del número de viajeros. Como indicaba el embajador de España en Estados Unidos en otro reciente artículo, viajar es hoy una lata.
Por ello, y por la sensación de pánico que todos esos controles suponen, considero que dichos controles son excesivos y suponen un gasto de vida del total de la población mundial, además de los riesgos que, aunque los ignoremos, puedan ocasionar en la salud los nuevos sistemas que pretenden implantar. El Sr. Dezcallar, en el artículo que antes mencioné, hablaba del precio astronómico de los escáneres corporales y temía que, al final, voláramos desnudos en aras a aumentar la seguridad.
Naturalmente, ningún líder quiere asumir la responsabilidad de que se pierda un avión de pasajeros debido a un atentado terrorista. Hay muchos otros valores en juego, muchos de ellos incuantificables. Según la frase atribuida a Confucio, «el primer deber es sobrevivir, pero inmediatamente después viene el deber de pensar». Por ello deben buscarse medidas de seguridad que prevengan los ataques terroristas sin que supongan una pérdida de muchas horas para la inmensa mayoría de la población mundial, que es inocente víctima, y sin que supongan amedrentar al conjunto de la Humanidad. No podemos permitir que a los grupos terroristas de cualquier ideología les resulte tan barato subyugar a la población y ganar esa inmerecida popularidad. No se trata de aumentar la seguridad con cacheos y registros incesantes, porque, como decía el embajador, para conseguir una seguridad cercana al cien por cien habría que instaurar un régimen con tal recorte de libertades individuales, que no valdría la pena vivir en él.
Se necesita, en esta época en que las tecnologías lo permiten, una mejor formación de los servicios de inteligencia, una mayor comunicación internacional de estos servicios y una importante concienciación ciudadana de su importancia en la prevención del delito. Y ello requiere que, cuando un padre tiene el coraje de advertir sobre los ideales extremos de su hijo, se le escuche y se pongan los medios para evitar, a nivel internacional, que recorra medio mundo sin disfrazarse ni utilizar documentación falsa, hasta subir cargado de explosivos a un avión, como ha sucedido con el terrorista del relativamente reciente vuelo a Detroit.
Coincido con la Sra. Napoleoni en que la moneda del miedo no paga. Al menos, a las gentes de bien, que son la mayoría.
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