La seguridad y el amor/ALMUDENA GRANDES
El´País Semanl, 14/03/2010;
se vieron por primera vez en el mostrador de clase turista.
–Lo siento, pero la compañía ha cambiado las franquicias del equipaje –la azafata extremó su amabilidad, para dejar muy claro que no era culpa suya. No puedo facturarle esta maleta sin cobrarle el sobrepeso.
La pasajera protestó, discutió, argumentó que hacía nada, dos meses escasos, había volado al mismo lugar, Costa Rica, con la misma maleta, y entonces él se fijó en ella. Era una chica joven, mona, que viajaba sola y se sintió mucho más sola todavía cuando tuvo que apartarse con su maleta y abrirla en el suelo para exponer a la vista de todos su ropa, sus cremas, sus sujetadores, sus bragas, una pesa de hacer gimnasia, un paquete de tampones. A él le pareció muy atractiva en el curso de aquel contratiempo que le incendió las mejillas y sobrecargó la mochila que le impediría andar derecha a partir de aquel momento. Al pasar a su lado, le sonrió. Ella le vio, pero estaba de tan mal humor que no le devolvió la sonrisa. No todavía.
Lo siento, pero la compañía ha cambiado las franquicias del equipaje –la azafata del puesto contiguo extremó su amabilidad para dejar claro que no era culpa suya. No puedo facturarle…
Ya –él acortó el proceso, asumiendo de antemano su propio calvario. Pues nada, ahora vuelvo.
Se cruzó en la cola con la chica y entonces ella sí le sonrió. Justo después volvieron a encontrarse en el control de seguridad.
Relojes, cinturones, monedas, teléfonos móviles, ordenadores… los dos desembocaron en la misma mesa donde una empleada de una empresa de seguridad imitaba a un papagayo con la destreza propia de su oficio. ¿Lleva ordenador, señor? En una bandeja, por favor. ¿Lleva cremas, señora?
Bueno, y también llevo un ordenador, ¿sabe?
En la bandeja, por favor –el papagayo no captó el matiz.
¿Por qué no le pregunta a él si lleva cremas? –insistió ella, de todas formas.
Circule, señora, por favor...
No llevo cremas aclaró él, y ella volvió a sonreír.
Se pusieron los dos en la misma cola, cada uno haciendo equilibrios con tres bandejas, pero la fiesta acababa de empezar. Él pitó, ella también, y eso fue lo de menos.
Señor, quítese los zapatos, por favor.
¿Qué zapatos? –él bajó la vista hacia sus pies y elevó una mirada alucinada hacia el hombre que le estaba esperando. Esto no son zapatos, son chanclas. Voy a Costa Rica, ¿no me ve mover los dedos?
Señor, es un protocolo de seguridad. Hoy descalzamos a un pasajero de cada quince, y le ha tocado a usted.
¡Pero si ya voy descalzo!
Señor…
Mientras ponía la segunda chancla en la cinta, ella sostuvo su propia discusión.
Señora, el reloj.
Pero si es de plástico.
Da igual, pero es un reloj.
Ya, pero es de plástico, ¿es que no lo ve? Mire… se lo quitó y movió en el aire la correa de plástico transparente, igual que la caja, las agujas, el tornillo. ¿Quiere tocarlo?
En la cinta, por favor.
Pero eso apenas preludió la hostilidad del guardián del monitor.
Señora, ¿quiere abrir el bolso? –ella lo hizo, para recibir a cambio una sonrisa torcida. ¿Quiere sacar ese bote? –sacó un frasco de tónico facial, que estaba vacío en más de la mitad de su contenido. ¿Me lo da? –y se lo dio para que él leyera el volumen en voz alta. Ciento cincuenta mililitros –nueva sonrisa. Esto no puede llevarlo.
¿Por qué? La mitad de 150 mililitros son 75 mililitros, y es evidente que aquí hay incluso menos. El aire no está prohibido, supongo.
No puede llevar encima ningún envase de más de 100 mililitros. Normas de seguridad. Puede leerlo en ese cartel…
En ese instante, él resopló, y ni siquiera tuvo en cuenta que ella le había gustado desde el principio. Lo habría hecho por aquel señor mayor que estaba cruzando el arco sujetándose los pantalones con la mano, por esa señora de la misma edad que trastabillaba mientras se subía la cremallera de las botas, por el niño que lloraba mientras su madre intentaba negociar que la dejaran pasar con su minivideoconsola. Por cualquiera.
Un momento –y la tranquilizó con tanta naturalidad como si la conociera de toda la vida. No te preocupes –antes de volverse hacia el del monitor. Que venga la Guardia Civil.
¿Qué? –su interlocutor ya tenía la cara colorada de indignación
Que llame a la Guardia Civil, por favor.
Pero es que no podemos molestar… –pero él no le consintió terminar la frase.
¿Quiere llamar a la Guardia Civil?
Muchas gracias –ella le dedicó una sonrisa radiante cuando un guardia civil decretó que era evidente que en aquel bote no había ni 100 mililitros de líquido. Has estado estupendo. ¿Eres abogado?
No, soy ingeniero. Por eso voy a San José, mi empresa está haciendo una autopista allí, pero tengo un hermano abogado. ¿Y tú?
Ella era bióloga, e iba a Costa Rica a ver ranas. Todavía les pasaron más cosas antes de llegar a su destino, pero ya no les importaron. Hasta la fecha, aquel ha sido el mejor viaje de su vida.
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