La poesía reverenciada de Mark Strand
"No me interesan los despliegues emocionales. Me gusta la contención", afirma el autor, de quien Octavio Paz -ambos poetas fueron amigos y se tradujeron mutuamente- resaltó su "apertura hacia la perfección verbal transparente" a partir de la pérdida. Su libro Tormenta de uno, premio Pulitzer de Poesía, se publica en español
ANDREA AGUILAR
Babelia, 13/03/2010
Mark Strand (Prince Island, Canadá, 1934) tiene un aire a Paul Newman, pero no es ningún actor. Este hombre de metro noventa de estatura, con mandíbula cuadrada y ojos de un azul afilado ha publicado 11 libros de poesía, repletos de una extrañeza elegante y despegada, ajena y nómada. El primero salió en 1963. El noveno, Tormenta de uno (Visor), Premio Pulitzer, ha llegado ahora a las librerías españolas. Lo escribió entre 1993 y 1998, unos años que pasó en Chicago y Baltimore, donde trabajó como profesor. Desde que arrancó su carrera literaria, Strand ha compaginado la escritura con la docencia. Actualmente disfruta de un año sabático y trabaja en un libro sobre su padre y en un autorretrato que ha titulado 100 autobiografías -"son 100 versiones de mi vida que no superan un folio"-. En otoño regresará a las aulas de la Universidad de Columbia. Le gusta enseñar a estudiantes jóvenes. La solemnidad académica no tiene espacio en sus clases. "Me gusta simplificar las cosas", dice sentado en su apartamento de estilo minimal en Chelsea. La luz clara de la mañana se filtra por los cuatro grandes ventanales de este edificio de los años treinta. Un sofá y dos sillas de diseño moderno rodean la mesa de centro. Las paredes blancas y el suelo de madera pulida crean una atmósfera limpia, ordenada y extrañamente confortable. No hay ningún pupitre a la vista, ni estanterías, ni fotos.
La ausencia y el silencio son dos cosas a tener en cuenta al leer su trabajo. "No me interesan los despliegues emocionales. Me gusta la contención", afirma. En las últimas décadas su poesía ha atravesado distintas etapas, pero él se ha mantenido fiel a un ideal depurado. "Mis poemas han cambiado, pero mis viejos amigos todavía me reconocen. Uso casi las mismas palabras". Con Tormento de uno rompió un silencio de cinco años.
"El libro tardó en llegar", explica. En sus versos retomó la conversación directa. "Si no sientes que alguien te está hablando en un poema no hay manera de creer en él. La gente que simplemente arroja palabras en una página no le llega a nadie", matiza.
Strand construye sus bromas y reflexiones en versos cortos y certeros, y en ellos mantiene una distancia de seguridad, que magnifica el sentimiento. "El tiempo transcurre rápidamente, nuestras penas no se transforman en poemas / Y lo que es invisible permanece como es. El deseo ha volado" ("Time slips by; our sorrows do not turn into poems, / And what is invisible stays that way. Desire has fled"), escribe en Tormenta de uno. ¿Cómo siente que ha cambiado su personalidad poética? "Es la misma vida interior desde hace cincuenta años", dice. "Hablo del yo como si fuese un artefacto inalterable, pero es un conglomerado de actitudes, emociones e ideas. Es algo que cambia, pero un yo en constante cambio no produce el mejor de los poemas".
El título de Poeta Laureado de Estados Unidos y el Premio Pulitzer de Poesía son sólo dos de los múltiples galardones que acumula Strand, una de las voces más personales y reverenciadas de la poesía contemporánea americana. Como lector al principio no fue la poesía sino la prosa de autores de Hemingway o de Faulkner lo que le cautivó. Pero en los versos encontró un espacio propio. "Mis padres eran personas muy leídas, pero no leían poesía, así que éste era mi reino", recuerda. "Tenía un libro titulado 100 poemas modernos. Leí Trece maneras de mirar a un mirlo, de Wallace Stevens. Más tarde llegué a Elizabeth Bishop, Lorca, Lowell, Neruda y Alberti, el primer poeta a quien traduje". Su encuentro azaroso con la obra del poeta gaditano ocurrió en los setenta en la librería Las Américas de Nueva York. Cogió uno de sus libros y se dio cuenta de que lo entendía. Ese sencillo reconocimiento le animó a ponerse a traducir. Trece años más tarde, en 1986, publicó su siguiente traducción. Esta vez se trató del trabajo del brasileño Carlos Edmundo de Andrade.
Strand compartía su interés por la poesía internacional con un grupo de poetas amigos entre los que se encontraban Charles Simic y Charles Wright. "Organizábamos lecturas en el New School en los setenta", recuerda. "Teníamos mucha curiosidad por saber lo que hacían otros poetas". Esto fue en parte lo que le llevó a descubrir a Octavio Paz y a Joseph Brodsky. Los dos ganaron más adelante el Premio Nobel y los dos fueron grandes amigos de Strand. Cada uno tiene un poema dedicado en Tormenta de uno. Paz, traductor a su vez del trabajo de Strand, escribió que a partir de la pérdida el americano logró "la apertura hacia la perfección verbal transparente".
Nacido en el pueblo de Summerville, en la isla canadiense de Prince Island, Mark Strand es hijo de un empresario y una culta ama de casa. Pasó su niñez viajando de un lugar a otro. Vivió en Halifax, Montreal, Nueva York, Filadelfia, Colombia, Perú y México. Más adelante en su vida adulta ha añadido a esta lista Italia, Brasil, Utah, Illinois, Connecticut y Boston, entre otros lugares. El título de su segundo poemario, Reasons to move (Razones para moverse) (1968), parece una condición natural para el poeta. Extranjero e isleño son dos palabras que perfectamente describen su aura. Aprendió español de joven y se defiende en italiano. Es un apasionado de la buena comida.
En su juventud Strand pensó que sería pintor. Se graduó en Antioch College en 1957 y fue a Yale a estudiar con el artista Josef Albers, uno de cuyos cuadros cuelga hoy de su salón. Mientras se formaba como pintor empezó a escribir poesía. Tenía 24 años. Había intentado escribir algunos versos en el instituto y más adelante en la universidad. "Eran terribles", dice. Con el tiempo la pluma pudo más que el pincel. Marchó a Europa con una beca Fullbright al terminar en Yale. En 1960 se mudó a Florencia para estudiar Literatura durante un año. Strand había decidido hacerse poeta. En Iowa terminó su primer libro y empezó a dar clases antes incluso de haberse graduado en el taller literario.
Strand piensa que su formación como pintor ha influido profundamente en su estilo poético. "Aunque la precisión visual y la verbal son distintas, la pintura me ayudó con la poesía. Me enseñó a valorar la paciencia. Aprendí que uno puede volver sobre el trabajo al día siguiente. Yo siempre regreso sobre los poemas, los refresco", admite. La pintura también ha desempeñado un papel importante en su trabajo en prosa. Ha escrito varios textos y ensayos sobre un amplio número de artistas plásticos. En Hopper (Lumen) plasmó la "afinidad natural" que sentía hacía el trabajo del pintor estadounidense. La atracción de Strand por su trabajo se remonta a sus recuerdos de infancia. "Recuerdo tomar el tren del cañón de Winchester a Nueva York. Antes de entrar en el túnel de Grand Central podías ver todas esas ventanas de las casas. Los cuadros de Hopper son los de un viajero que pasa por ahí y mira a quienes están dentro", explica. "Sus cuadros te enfrentan con fragmentos aislados de una narrativa".
Hace unos años Strand consiguió fundir pintura y poesía en un solo proyecto. Retomó el pincel y pasó un verano en Italia retratando literalmente los distintos estados que atraviesan sus poemas. "Siempre intento determinar hacia dónde va el poema", explica. "Un poema es algo con forma, compuesto de una manera cuidadosa. No es lo primero que se te pasa por la cabeza; pero debe crear la sensación de frescura y novedad". Strand pintó esta confesión en grandes lienzos blancos en los que cuidadosamente copió las distintas versiones de sus poemas, con los tachones y los cambios. En cada lienzo expuso el cuidadoso andamiaje de su poesía, versión a versión. "Yo pongo y quito, y sólo paro cuando pienso que ya no lo puedo mejorar", explica. Los cuadros se vendieron en una galería de Nueva York. Él no se quedó con ninguno.
Como si fuesen imágenes físicas, los poemas de Strand se mueven en una atmósfera onírica, familiarmente extraña. Habitan la tierra de las "emociones ordinarias" como escribe el crítico de poesía de The New Yorker, Dan Chiasson. Sus ricas imágenes ficticias crean un espacio poético en el que hay catacumbas llenas de espejos y el siglo XXI queda materializado en una persona que pasea entre la nieve con albornoz y zapatillas sin dejar rastro. También hay en sus poemas un lugar para vasos de whisky, libros abiertos y preguntas sin respuesta, para la belleza que se mancha a sí misma. "La inspiración te llega con un sonido, una palabra, una idea, algo que has leído, una vista, una acera. La poesía consiste en tratar de encontrar la manera de contar algo de la mejor manera posible", asegura. Además, los poemas no son estáticos. "Cobran una vida propia y van hacia donde quieren. Pueden volverse estériles o resistirse. Si no mejoran, los odias".
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
14 mar 2010
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