Cartas
de amor/ Gregorio Morán
La
Vanguardia, 8 de junio de 2013;
Desconozco
la influencia que pueda tener un poeta como Dylan Thomas en las nuevas
generaciones de escritores españoles. Sí me acuerdo de lo importante que fue
para Claudio Rodríguez, pero me temo que el gran Claudio sea hoy tan
desconocido entre nosotros como el propio Thomas. Cuando murió Dylan Thomas, en
1954, acabábamos de dejar las cartillas de racionamiento. Nuestros años
cincuenta no estaban para poetas que no fueran imperiales o clandestinos. Nada
que ver con el mundo anglosajón de un galés, borracho y cobarde, que sobrevivía
gracias a su voz, locutor de radio y degustador de berberechos. Alcanzaba tales
cotas de alcohol que hubiera podido decir, como nuestro novelista Juan Benet
cuando le ingresaron: “¿Usted acostumbra a beber?”. Y responder: “¡Media
Escocia!”.
Dylan
Thomas falleció, según las biografías canónicas, tras consumir, uno tras otro, dieciocho
whiskies, 18. Pero con el tiempo se ha sabido que no fue el alcohol lo que le
mató, sino el tratamiento de urgencias del doctor Milton Felstein, que le
suministró cortisona y morfina. Letal. Tenía 39 años y escribió poemas brutales
y relatos hermosos que leía por la radio. La vida es así, lo suyo era locutor,
nada más trascendental. En una sociedad donde los poetas habían pasado por
Oxford y Cambridge, este tipo dejaría una estela rara, tortuosa, de poeta
arrogante en su riqueza imaginativa de alcohólico provocador, capaz de mear
ante una convención de personalidades de la cultura reunidas en la mansión de
Charles Chaplin –Thomas Mann contemplaba la escena– o de ponerse a cagar,
literalmente, entre los setos del rectorado de la Universidad de Santa Bárbara.
Estuvo
a punto de venir a España en los años trágicos, pero le dio pereza. ¿Qué
hubiera hecho un hombre como él en este berenjenal nuestro? “La única idea
democrática sobre la igualdad humana es que todos somos tan trágicos como
cómicos: todos moriremos un día, todos tenemos nariz”. Esta singular y
apabullante idea sobre la humanidad está incluida en el libro que ha provocado
este artículo. Son las Cartas de amor de Dylan Thomas, publicadas por una
editorial de la que desconozco todo, por buen nombre Siberia, de Barcelona.
Cartas
de amor. La gama que ofrecen las de Dylan Thomas van desde la pasión
desenfrenada, aunque haya que añadir que siempre atenuada por un alcohol
superior a 40 grados, que no le quitan vigor pero que le dan cierta distancia y
un juego de metáforas que sólo un gran poeta sería capaz de ofrecer. “Lo único
que quiero es hablar de ti, ya sé demasiadas cosas de mí, llevo durmiendo
conmigo veintiocho años ya, o casi…”. Para aprendices literarios; lean estas
cartas, aprenderán tanto como yo, incluso las trampas del oficio, y las del
varón, en las que se confunden las misivas que mandó a la esposa con las de sus
amantes. ¡Ese momento feliz, en el que escribe a una de sus queridas, por demás
poeta, “demasiados adjetivos, demasiado azúcar… Es casi como comparar a Milton
con Stilton”, un queso!
Un
gran escritor, y si además es poeta, constituye una singularidad en la
literatura que está a merced de achaques no controlables, capaz de apostillar
en una carta de amor: “¡Maldita pluma! ¡No me la juegues!”. Era pobre y si
hubiera podido ser rico se lo hubiera gastado en las botellas, las drogas y la
irresponsabilidad de un padre de tres hijos a los que quería mucho cuando se
acordaba. Pero la vida es rutina y lo suyo era otra cosa. Fascinó a Igor
Stravinsky, un tipo difícil, que le hizo una proposición que hubiera cambiado
su vida, una ópera juntos, pero que apenas inició. Malcolm Lowry, otro
dipsómano genial, entendió cuando se vieron que eran almas gemelas, pero
entonces Lowry era una promesa acabada y nuestro Dylan Thomas un corredor de
bolos poéticos por Estados Unidos, país que detestaba, hecha la excepción de
San Francisco, “la más hermosa ciudad del mundo”.
Por
favor, léanlo, sabrán cómo se escribe sin echar gorgoritos. Las cartas van
bajando de calidad y fuerza conforme la decadencia se viene encima; demasiado
alcohol y demasiada droga hasta llegar a aquel hotel de Nueva York, la ciudad
odiosa para él, el famoso Chelsea Hotel, aquel al que Leonard Cohen dedicará un
homenaje con fondo de Janis Joplin. (“Volviste a decirme que tú preferías a los
hombres bien parecidos, pero que conmigo harías una excepción”). Lo que quedó
de todo aquello, la purria, el residuo, la mierda, que hubiera dicho Thomas, es
más notable que esas pajas mentales de los evocadores. Fueron grandes y
murieron pronto. Dejaron cartas de amor que debemos leer como en un
devocionario, porque son plegarias a la libertad, a la pasión y sobre todo a la
diferencia.
La
casualidad hizo que la lectura de las cartas de amor de Dylan Thomas
coincidiera con la muerte de Franca Rame, 84 años menos 20 días, una mujer de
amor, de un solo amor, intenso, pasional. Seguro que dejará notas y cartas,
porque lo suyo con Dario Fo tenía mucho de leyenda. Cincuenta, sesenta años de
amor compartido son como una carta en papel continuo. Adoro la figura de Franca
Rame, a la que desgraciadamente conocí poco en escena, pero cuya personalidad
siempre me emocionó por su valor, por su audacia y por su fidelidad. Aún
recuerdo cuando denunció a su marido en un programa de televisión, máxima
audiencia italiana, porque creía que la había engañado. Hizo cartas de amor en
toda su vida, porque fue teatrera desde los ocho días, digo bien, ocho días,
cuando salió en brazos de su madre a un escenario por primera vez, en Genoveva
de Brabante. Y luego, cómo agarró contra la pared a aquel tímido de mierda que
no se atrevía –hay actores tímidos mientras no pisan el escenario y se vuelven
dioses– y le enseñó lo que una mujer puede demostrar a un tipo con agallas
limitadas, cuando le quiere.
Una
carta de amor, eso fue Franca Rame, la chica de varietés que tenía un talento
para hacer lo más difícil, el teatro más comprometido, el relato de unos años
de plomo en la Italia de la corrupción y el miedo. La violaron y torturaron
cinco neofascistas en 1973. Aún conservo la foto del jefe de la banda, Angelo
Angeli, un colaborador de la policía. Ella tardó ocho años en escribir su
Violación, una pieza imprescindible de nuestro teatro más radical. Luego fue
senadora, porque era de la gente que creía, no en Dios, ni en la Iglesia, sino
en la posibilidad de cambiar su sociedad, y la eligieron con el partido Italia
de los Valores, del juez Di Pietro. Tardó dos años en salir corriendo.
Murió
el otro día, soñando que a su entierro vinieran muchas mujeres vestidas de
rojo, sobre todo mujeres, y que cantaran juntas Bella ciao, que sigue siendo
una de las más hermosas canciones de amor y libertad. Ya sé que es terrible
decirlo así, pero se dan casos de cartas de amor encarnadas en alguien; Franca
Rame era una. Nosotros, entre tanto, debemos encajar que Pepe Laparra, 46 años,
soltero, expresidente del Castellón Club de Fútbol, se fuera a ver a la vidente
Lucía Martín, en Magallón, una mierda de pueblo, que hubiera dicho Dylan
Thomas, en Aragón, mil y poco habitantes jubilados, para tratar de conseguir,
con conjuros, el amor de una secretaria de Valencia, por buen nombre Sandra,
que se le resistía. Pagó 165.000 euros por la aventura de la maga.
Y
pensar que quizá le hubiera bastado con una carta. No hubiera sido menester que
la escribiera Dylan Thomas, que le hubiera cobrado un precio de amigo y
cómplice, sino aquellos escribientes que había en las plazas de México, Lima o
Quito, que escribían al dictado los sentimientos del animoso analfabeto
enamorado. Aún en plazas españolas durante los años cincuenta yo llegué a
conocer a algunos, que contemplaba con la mirada de un niño ante un mago verbal
con letra de pendolista, que transformaba los sentimientos de otro en pasión
literaria, por un módico precio. ¿Aún se escriben cartas de amor por internet?
Seguro que sí. Pero tendrán otro estilo, otro léxico. Las cartas de amor
seguirán siendo de amor, pero probablemente ya no serán cartas.
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