Isaac
e Isaías/Mario Vargas Llosa,
EL País, 1 de diciembre de 2013
En
un libro que acaba de aparecer, Isaac & Isaiah (The Cover Punishment of a
Cold War Heretic), David Caute contrasta las vidas, ideas y destinos de Isaac
Deutscher e Isaías Berlin, dos ensayistas que en los años cincuenta y sesenta
alcanzaron gran prestigio y tuvieron mucha influencia política en el ámbito
intelectual en Europa y América del Norte. Se parecían en muchas cosas pero sus
ideas representaban dos polos irreconciliables: Deutscher el marxismo
revolucionario y Berlin la democracia liberal.
Ambos
eran judíos no creyentes, de la misma generación, y habían tenido que huir de
sus respectivos países arrojados por el totalitarismo (el soviético en el caso
de Berlin, nacido en Letonia, y el nazi en el de Deutscher, que era polaco) y
ambos terminaron exiliados en Londres y naturalizados británicos. La única
coincidencia ideológica que hubo entre ellos, y sólo por algunos años, fue el
apoyo al sionismo, al que, luego, Deutscher atacaría con severidad, llamando a
Israel un mero peón del imperialismo norteamericano durante la Guerra Fría.
Isaías
Berlin alcanzó los más altos reconocimientos en el ámbito académico —casi toda
su vida transcurrió en Oxford y llegó a presidir la Royal Academy y a ser
ennoblecido por la Reina— en tanto que Isaac Deutscher, aunque dictó seminarios
y fue profesor invitado en importantes universidades, fue sobre todo un
periodista (en la más alta acepción intelectual de la palabra) y un escritor
independiente. Su único intento de ser contratado por una universidad
británica, la de Sussex, se frustró, según señala David Caute, por culpa de
Isaías Berlin, y de ahí el subtítulo un tanto tramposo del libro: El castigo
encubierto de un herético de la Guerra Fría. Digo tramposo porque aunque hay
indicios de que la opinión hostil de Berlin contra la obra y la posición
política de Deutscher influyera en la decisión de la Universidad de Sussex de
no contratarlo, el asunto está lejos de ser claro, y, en todo caso, Berlin
siempre negó aquella acusación, incluso en dos cartas explicatorias sobre su intervención
en el asunto a la viuda del autor de las célebres biografías de Stalin y de
Trotsky.
El
libro es interesante, seriamente documentado, pero no simpático, por la
antipatía que profesa Caute a Isaías Berlin y que asoma con frecuencia, sobre
todo cuando, al paso, se empeña en subrayar sus frivolidades, cultivar la
amistad de los poderosos y de los millonarios, y mostrarse a veces algo fatuo y
soberbio con la gente. Y, también, algo mucho más grave, dando a entender de
manera subrepticia que algunas de las mayores aportaciones de Berlin a la
cultura de la libertad, como su teoría sobre la libertad “negativa” y la
“positiva”, su división entre los intelectuales “erizos” y “zorros” y la clara
demarcación entre un liberal y un conservador, no fueron ni originales ni
importantes. La verdad es otra: Berlin es uno de los más importantes pensadores
políticos de nuestro tiempo y uno de los pocos cuya obra deslinda con perfecta
y sistemática coherencia el liberalismo recortado y sectario de quienes lo
entienden como una exclusiva doctrina económica de defensa del mercado, de
quienes, como él mismo, ven en él una doctrina en la que la tolerancia, la
coexistencia política, los derechos humanos, el espíritu crítico, la cultura y
la fiscalización del poder son tan importantes como la propiedad privada y la
economía de mercado para estimular el progreso social.
Berlin
y Deutscher sólo se vieron dos veces en la vida y nunca polemizaron
directamente, aunque, tal como sostiene Caute, las cosas que defendían y
criticaban eran casi siempre incompatibles y, al mismo tiempo, de una gran
solidez intelectual y una equivalente elegancia expositiva. Con los años que
han corrido y las cosas que en ellos han pasado, hoy sabemos que ese debate lo
ganó Isaías Berlin en toda la línea, como lo demuestra la desaparición de la
Unión Soviética y la conversión de China al capitalismo autoritario.
Ahora
bien, que todas las profecías y anhelos políticos de Deutscher se frustraran,
no quita el menor valor a buena parte de su obra ni resta méritos al coraje y a
la honestidad con que defendió siempre sus ideas. Él fue un marxista
antitotalitario, esa rareza; fue la razón por la que el Partido Comunista
polaco lo expulsó de sus filas y porque fue siempre la bestia negra de los
estalinistas de la URSS y del Occidente. Él nunca negó los terribles crímenes
que se cometieron bajo Stalin y los libros y ensayos que dedicó a éste y a
Trotsky los documentan con rigor. Pero siempre estuvo convencido de que, pese a
todo ello, el comunismo se reformaría a la corta o a la larga de sus taras, y
que, retornando a las fuentes primigenias del marxismo, establecería sociedades
más justas, más humanas, más decentes, que el capitalismo cuyo éxito exigía la
explotación de los más por los menos y era constitutivamente injusto y
condenado por eso, tarde o temprano, a extinguirse. La famosa reforma interna
de la URSS que tanto esperó Deutscher nunca se hizo realidad y, al final, fue
el comunismo el que dejó de existir, por lo menos como una alternativa tangible
a las democracias liberales.
Pero
en su condena del colonialismo, de la corrupción y los abusos que el poder
económico podía llegar a cometer en los países capitalistas, en la necesidad de
no cifrar el progreso exclusivamente en el crecimiento económico, en dotar a la
democracia de un contenido creativo y constantemente renovado por un ideal de
justicia y solidaridad con los pobres, los discriminados, los marginados, las
ideas de Deutscher tienen perdurable vigencia. Y es verdad, también, como dice
Caute, que su vida fue un modelo de coherencia, lo que le exigió sacrificios
enormes. Pero también se equivocó muchas veces como cuando creyó ver, en el
movimiento contra la guerra de Vietnam en los Estados Unidos, la gestación de
un socialismo que uniría a los estudiantes y a los obreros norteamericanos en
una revolución contra el capitalismo.
¿Por
qué profesó siempre Isaías Berlin esa antipatía tan profunda a Deutscher que lo
lleva a veces, en su correspondencia, a usar contra él términos que eran
insólitos en su lenguaje, como “repelente” y “despreciable”? Ciertamente, no
era por la diferencia de ideas que los separaba. Berlin dedicó más tiempo a
tratar de entender a los enemigos de la libertad que a sus valedores, y dedicó
ensayos escrupulosamente honestos a Marx, a Comte, a Herder, a Hobbes, a Sorel,
y a muchos más de esta corriente, de modo que la razón de la antipatía no era
ideológica. Ni tampoco personal, pues apenas se vieron en dos ocasiones. David
Caute da a entender que la razón podría ser una reseña negativa que publicó
Deutscher contra el ensayo de Berlin sobre “la inevitabilidad histórica”, pero
parece un episodio demasiado pequeño para merecer tanto odio personal.
No
menos sorprendente es el desprecio que Berlin sintió siempre por Hannah Arendt,
una amante de la libertad no menos comprometida que él en la lucha contra el
comunismo y el fascismo (que conoció en carne propia pues fue torturada durante
nueve días y nueve noches por la Gestapo antes de poder huir de Alemania), y su
obra casi entera está dedicada a estudiar las raíces del totalitarismo, sus
orígenes culturales e históricos, y las iniquidades que ha causado. En sus
cartas, Berlin habla de ella de manera profundamente despectiva, negándole
competencia filosófica y acusándola —muy injustamente— de escribir mamotretos
incomprensibles.
Quizás
no haya respuestas para estas preguntas. O tal vez sí las haya, pero sean poco
satisfactorias por su generalidad. Los grandes hombres —e Isaías Berlin sí que
lo fue— son también seres humanos, no superhombres, y, por lo mismo, sujetos a
las pequeñeces y miserias que, por ejemplo, nos desmoralizan cuando escarbamos
en la vida íntima de un Picasso o de un Victor Hugo, o de cualquier otra
genialidad. Eran grandes cuando escribían, componían, filosofaban o pintaban ;
pero en lo demás estaban hechos del mismo barro que nosotros, el resto de los
pobres mortales.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario