Mejor
aún que lo de Obama/Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.
El
Mundo | 17 de marzo de 2013
Si
examinamos lo ocurrido en la Iglesia Católica en el último mes desde una
perspectiva estrictamente temporal o, si se quiere política, convendremos que
hemos asistido a un espectacular ejercicio de renovación cuyo impacto en la
opinión pública mundial ha fortalecido al Papado más allá de cualquier
expectativa.
No
deja de ser paradójico que una institución con 2.000 años de historia a las
espaldas, acusada sistemáticamente de no ser capaz de adaptarse a los avances
de la civilización, haya dado un ejemplo de vigor y reflejos en su respuesta a
los problemas que le afectan. La Iglesia pone así doblemente en evidencia a
quienes autoproclamándose heraldos de la modernidad, el progreso y el
racionalismo se fosilizan y atrincheran en nuestros partidos políticos en
defensa de intereses mezquinos y egoísmos personales.
Sólo
la llegada hace cuatro años y medio a la Casa Blanca del primer presidente
negro de la historia, tras unas reñidísimas primarias frente a una mujer tan
brillante y carismática como él, supuso un caso similar de fortalecimiento de
un centro de poder en crisis mediante la súbita ampliación de su clientela
potencial. Y aunque el presidente de los Estados Unidos tiene más resortes de
intervención en la política mundial, el Papa de Roma le supera con creces en
influencia -eso que los politólogos llaman «poder blando»- y verdadera
universalidad.
Como
si se tratara de la mejor superproducción imaginable hemos asistido a un drama
en dos actos que empezó con una sorpresa impactante y ha concluido con otra todavía
mayor. Ni siquiera la elección del cardenal Woytila tras la súbita muerte de su
efímero antecesor supuso una sacudida y un acontecimiento del calibre del
desencadenado el miércoles en la plaza de San Pedro cuando se abrió la puerta
del balcón y el cardenal protodiácono anunció como nuevo Papa a un
iberoamericano y jesuita.
Por
trágico o misterioso que resultara, el fallecimiento de Albino Luciani a las
pocas semanas de su elección no hizo sino reproducir los parámetros habituales
de la transferencia de poder en el Papado: un Pontífice había muerto, otro
debía de sustituirle. Que el elegido fuera polaco introducía un cierto elemento
de exotismo e incluso podía intuirse que contribuiría a acelerar el declive de
las dictaduras ateas del bloque soviético, pero no dejaba de encajar en la
tradición eurocéntrica de 2.000 años de catolicismo.
El
primer gran factor diferencial de lo que ahora hemos vivido reside en la fuerza
catártica de la renuncia de Benedicto XVI, un hombre que alegó haber llegado al
límite de sus fuerzas pero que con el brío y la resolución de alguien 40 años
más joven aprovechó hasta el último día de su Pontificado para presentar su
paso atrás como un gesto de protesta contra las intrigas y vanidades de la
curia. Un día denunciaba «las divisiones que desfiguran el rostro de la
Iglesia», al siguiente clamaba contra los que «instrumentalizan a Dios para
fines propios» e incluso fustigaba la «hipocresía religiosa» de quienes «buscan
el aplauso». Todo indica que esta concienzuda flagelación tenía como propósito
desencadenar un efecto regenerador como el del organismo humano cuando responde
a una infección produciendo los debidos anticuerpos.
Con
su gran inteligencia Ratzinger entendió que ese electroshock moral sólo era
posible con un relevo en vida en la silla de San Pedro que subrayara el
carácter excepcional de la situación y la imperiosa necesidad de una reacción
en el seno de la Iglesia. Fue una apuesta audaz que podía haber desembocado en
la estéril elección de un Papa conformista y continuista apadrinado por la
curia. De hecho ése era el perfil de algunos de los candidatos cuyos nombres se
repetían con más insistencia. Si el elegido hubiera sido uno de ellos al Papa
emérito le habría quedado la sensación de que el cónclave también era parte de
esos «días de aguas turbulentas en los que el Señor parecía dormir». El tiro le
habría salido por la culata. Todos los peligros de la bicefalia hubieran
planeado desde ese momento sobre la Iglesia.
Han
bastado los primeros gestos de Bergoglio como nuevo Papa Francisco para darse
cuenta de que ese riesgo ha quedado conjurado. Si el hecho de que su primera
referencia fuera para Benedicto XVI denota una especial sintonía personal, su
irrupción con una sencilla cruz y ningún ornamento sobre la sotana blanca, la
visita del día siguiente a la pensión a pagar la cuenta o la demanda de
ejemplaridad «irreprochable» a los cardenales indican que ha comprendido el
mensaje encriptado en la renuncia de su antecesor. O mejor aún, que quienes lo
han comprendido han sido los miembros del cónclave al elegir como Papa a un
arzobispo que viajaba en metro, vivía en un apartamento en el que se hacía la
comida, visitaba a los enfermos y era socio de un club de fútbol.
Nadie
puede decir que la Iglesia tiene un funcionamiento democrático puesto que los
fieles no participan en la elección de sus obispos ni estos en la de los
cardenales y las mujeres están excluidas del propio sacerdocio, pero es
innegable que cuando se cierran las puertas de la Capilla Sixtina y comienza el
cónclave se activa el mecanismo más justo y libre de cuantos tienen lugar en el
mundo bajo el principio de un hombre, un voto. Allí no hay avales como en el
congreso de Valencia ni chalaneos entre delegaciones como en el de Sevilla.
El
soplo de inspiración que los creyentes atribuyen al Espíritu Santo a la hora de
seleccionar al Papa es en realidad el resultado de la suma y resta de
sensibilidades ideológicas y actitudes pastorales moldeadas en los entornos más
dispares de los cinco continentes.
Que
Bergoglio resultara elegido en el segundo día del cónclave -como ya ocurriera
con Ratzinger- indica que muchos cardenales tuvieron claro muy pronto que era
el hombre que necesitaba la Iglesia en esta encrucijada tan ardua. Incluso el
que tenga 76 años ha podido ser determinante a su favor, en la medida en que la
renuncia de Benedicto XVI no sólo transmitía la necesidad de dar respuesta a
una deriva equivocada sino la de hacerlo con urgencia inaplazable. Los
cardenales no han buscado a alguien con mucho tiempo por delante sino a alguien
dispuesto a actuar de inmediato, consciente de que, a medida que se acerque a
la edad actual de su antecesor, el precedente de su final voluntario también
pesará sobre él.
Bergoglio
ha recibido pues el encargo implícito de renovar, reformar y regenerar la
Iglesia Católica en un margen de tiempo equivalente al de los dos mandatos de
un presidente de los Estados Unidos. Y a nadie se le ocultan las expectativas
generadas por el hecho de que sea iberoamericano y jesuita. Cualquiera de esos
dos atributos ya habría bastado para romper tabúes, pero la suma de ambos
constituiría un potencial directamente revolucionario si esa no fuera una
palabra reñida con la nomenclatura de la Iglesia.
La
entrega del timón de la barca de Pedro a un arzobispo del subcontinente que
tiene a la vez el mayor número de católicos y su más alta tasa de retroceso
indica que se ha optado por dar prioridad a la labor pastoral en los países en
vías de desarrollo, aplicando las recetas de quien conoce la realidad sobre el
terreno. Cuando al auge del laicismo se une la pujante competencia de otras
religiones con abundante financiación detrás, parece lógico que se haya elevado
al trono imperial a un oficial curtido de la guardia pretoriana.
Eso
es lo que ha representado la Compañía de Jesús en su medio milenio de
existencia al servicio del Papado: una fuerza de choque tanto para hacer frente
al poder temporal de los Estados católicos que mediante la doctrina de las
regalías pretendían controlar a los obispos, como para abrir nuevos mercados a
la evangelización. Este empeño llevó a los jesuitas al Japón, a la India y a
los más recónditos rincones de la selva amazónica donde impulsaron la
experiencia comunista de las reducciones del Paraguay, como antecedente de la
Teología de la Liberación.
Pero
esa disposición a erigirse en la vanguardia de la Iglesia no les salió gratis:
muchos jesuitas murieron como soldados de infantería u abnegados oficiales en
el campo de batalla del martirio -Ellacuría fue uno de los últimos-, mientras
la orden como tal era convertida en chivo expiatorio de las contradicciones de
la Ilustración, siendo expulsada de Portugal bajo la acusación de incitar al
regicidio, de Francia por especulación financiera y de España como sospechosa
de organizar el motín de Esquilache en sintonía con el Marqués de la Ensenada.
Si a ello le unimos sus choques recientes con el propio Vaticano como
consecuencia de la percepción de Juan Pablo II de que Arrupe había llegado
demasiado lejos en su interpretación de la doctrina social de la Iglesia,
podría pensarse que la elección del primer jesuita como Sumo Pontífice tendría
necesariamente que acarrear un cierto sentimiento de desquite.
Pero
aquí es donde llega el golpe de efecto de la elección del nombre de Francisco.
Si bien en un primer momento pudo pensarse que Bergoglio estaba aludiendo a dos
jesuitas como San Francisco Javier y San Francisco de Borja, él mismo aclaró
enseguida que se trataba de un homenaje a San Francisco de Asís, lo cual no
sólo implica identificarse con la Iglesia de los pobres -como todo el mundo ha
subrayado- sino que tiene un valor de reconciliación histórica. Franciscanos
fueron los colaboradores del conde de Aranda en su tarea de criminalización de
los jesuitas, franciscano fue el papa Clemente XIV que disolvió la Compañía en
1773 y franciscanos los que ayudaron a los encomenderos y a las autoridades
civiles a liquidar las reducciones guaraníes. No me cabe ninguna duda de que
Bergoglio habrá leído el libro de su compatriota Leopoldo Lugones El Imperio
Jesuítico en el que se describe la «guerra sin cuartel» que sus antecesores
mantuvieron en América durante siglo y medio con los franciscanos, «orden
tradicionalmente enemiga de la Compañía».
Cuando
nada más ganar las elecciones Obama nombró Secretaria de Estado a Hillary
Clinton todos entendimos que era un signo de unidad -inspirado en el «Team of
Rivals» de Lincoln- entre quienes habían competido por el control de un mismo
partido. Bergoglio ha dado un paso más allá al asumir el nombre de su ancestral
contrincante y hablar acto seguido de «fraternidad». Si sigue por ahí, este
hombre al que le sienta tan bien la sotana merengue como la bufanda del club de
sus amores -«Bicolor que llevo en mis venas, azulgrana es la insignia
triunfal», dice su himno- tal vez sea capaz hasta de reconciliar a los más
enconados rivales en el estadio de la fe.
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