¿Y
si Roma no estuviera ya en Roma?/Ignacio Sánchez Cámara, catedrático de Filosofía del Derecho.
ABC
| 14 de julio de 2013
Europa
es el resultado de una doble herencia: la filosofía griega y la religión
cristiana. Europa no las ha creado sino que se ha creado a sí misma como
heredera de ellas. Atenas y Jerusalén, es decir, quizá, Roma. Pero, ¿qué
sucedería si Atenas y Jerusalén fueran incompatibles? Existiría, entonces, una
tensión irresoluble en el seno del espíritu europeo, acaso una imposibilidad.
En
un ciclo de conferencias dictado en la década de 1950 en la Universidad de
Chicago, Leo Strauss defendió la tesis de esta incompatibilidad, a partir del
análisis de la noción hebrea de retorno. El progresismo no ve en el comienzo
sino imperfección o barbarie. Pero para el judaísmo, el pasado es superior al
presente. El mal ha surgido del abandono de la senda derecha. Es preciso regresar
al pasado, al momento en el que aún no se había roto la alianza con Dios. De
ahí, también la idea del paraíso perdido. Según Strauss, la palabra «progreso»
ha desaparecido casi por completo de la literatura seria. La crisis de la
civilización occidental va unida al paroxismo de la crisis de la idea de
progreso. «El hombre moderno es un gigante ciego».
La
civilización occidental tiene, pues, dos raíces: la Biblia y la filosofía
griega. El racionalismo moderno rechazó la teología bíblica, pero pretendió
preservar, de alguna manera, la moralidad bíblica. Se guardaron las apariencias
durante un tiempo pero se derrumbaron estrepitosamente al declinar el siglo
XIX, cuando Nietzsche sentenció que la empresa moderna de preservar la
moralidad bíblica, mientras abandonaba la fe, era imposible. Así comenzó la
pérdida del prestigio de la noción de una moralidad racional. La crisis de la
modernidad conduce a pensar que es necesario retornar a los principios
originarios de la civilización occidental, es decir, a la civilización
occidental en su integridad premoderna. Pero aquí adviene, para Strauss, una
dificultad enorme, insalvable. Las dos raíces de Europa, Atenas y Jerusalén, se
contradicen de manera fundamental. Mientras que para la filosofía griegalo
esenciales una vida conforme a un entendimiento autónomo, lo único necesario
para la Biblia es una vida de amor obediente. No existiría forma de conciliar
la vida como investigación en busca de la verdad con la vida como escucha de la
palabra de la verdad. No sería posible la armonía entre la razón y la fe. Ha
habido, sin duda, intentos de síntesis entre ambas, pero el equilibrio perfecto
entre ellas es imposible. Incluso lo es una modera-da transacción. Coinciden,
sí, en algo negativo, en su oposición a los elementos fundamentales de la
modernidad. Coinciden también, y esto es ya algo positivo, en asignar el más
elevado lugar entre las virtudes a la justicia en lugar de al coraje o a la
hombría. Strauss entiende la justicia como la obediencia a la ley divina. Este,
el ámbito de la ley divina, le parece el terreno común de la Biblia y de la
filosofía griega. El problema es que ambas la entienden de manera opuesta. Por
mencionar un ejemplo, la humildad bíblica excluye la magnanimidad en sentido
griego. Además existe un antagonismo de orden más profundo. Como lo formuló
Maimónides, mientras la filosofía enseña la eternidad del mundo, la Biblia
enseña la creación a partir de la nada.
Esta
es la conclusión de Strauss: «Así que la filosofía, en su sentido original y
completo es, ciertamente, incompatible con el modo bíblico de vida. La
filosofía y la Biblia son las alternativas, o los antagonistas en el drama del
alma humana. Cada uno de los dos antagonistas reclama conocer o poseer la
verdad, la verdad decisiva, la verdad relativa al modo correcto de vida. Pero
sólo puede haber una verdad: de aquí el conflicto entre estas pretensiones; y
esto significa, inevitablemente, controversia. Cada uno de los oponentes ha
intentado, durante milenios, refutar al otro. Este esfuerzo continúa hoy en día
y, de hecho, está ganando una nueva intensidad después de algunas décadas de
indiferencia».
La
historia espiritual de Occidente es el conflicto entre la noción bíblica y la
filosófica de la vida buena. Este es también el secreto de la vitalidad de
nuestra civilización. No existe ninguna razón por la que tenga que extinguirse.
Es posible vivir sumidos en este conflicto. Nadie puede ser, a la vez, filósofo
y teólogo, ni elaborar una síntesis entre filosofía y teología. «Pero cada uno
de nosotros puede ser, y debería ser, el filósofo abierto al reto de la
teología o el teólogo abierto al desafío de la filosofía».
¿Es
esto cierto? ¿No cabe una armonía entre ellas, aunque sea limitada o precaria?
¿No hay una posibilidad de síntesis? ¿Acaso no la ha habido ya? ¿No será, tal
vez, cierto lo que afirma Strauss entre judaísmo y filosofía, pero no entre
cristianismo y filosofía? ¿No está, tal vez, la síntesis en Roma?
El
profesor francés Rémi Brague, en su libro Europa. La vía romana, publicado en
1992, considera que el rasgo definitorio de Europa es la romanidad, la
latinidad. Europa se distingue de lo que no es ella por el carácter «latino» o
«romano» de su relación con las fuentes de las que bebe. Europa no es sólo
griega ni sólo hebraica; es también decididamente romana. Atenas y Jerusalén,
sin duda. Pero también, y decisivamente, Roma. «Pretendo, más radicalmente, que
nosotros no somos ni podemos ser griegos y judíos más que porque primero somos
romanos ». La actitud romana consiste en que, más que inventar, conserva y
renueva lo antiguo. «Ser “romano” es tener, aguas arriba de sí, un clasicismo
que imitar y, aguas abajo, una barbarie que someter». Roma es un esfuerzo por
remontarse a un pasado que nunca ha sido el suyo. Por eso no sería imposible que
Roma no estuviera ya en Roma sino en cualquier otro lugar en el que se mantenga
esa relación romana con la tradición. Así, podría ser que algunos «no
europeos», adoptando la actitud romana, lleguen algún día a ser más europeos
que los que se creen ya serlo. Y concluye con una tesis sutil: el cristianismo
es más la forma que el contenido de la cultura europea. Y por eso los esfuerzos
a favor de él no tienen nada de partidario o interesado. Defender el
cristianismo es defender el conjunto de la cultura europea, su forma esencial y
radical.
En
definitiva, si el cristianismo es la religión del logos, la tesis de Leo
Strauss podría ser superada, ya que su validez sólo afectaría al conflicto
entre el judaísmo y la filosofía, pero Europa es algo más que ese conflicto; es
romana. No tiene por qué haber incompatibilidad entre una actitud de amor
obediente y la búsqueda personal de la verdad. Incluso acaso sean la misma
cosa. Quizá entonces sólo la vía romana permitiría a ese gigante ciego que es
el hombre moderno recuperar la visión, la luz, la claridad, la verdad.
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