- Acoso del gobierno español a Pedro J. Ramírez, director de El Mundo
“Reitero
al señor presidente del Gobierno mi petición de que extienda las indicaciones
oportunas para que se desmonte, y no vuelva a implementarse, el operativo de
vigilancia y seguimiento organizado en los últimos días con dinero público en
torno a mi domicilio, mi persona y los restaurantes que frecuento”, escribe el
director de El Mundo.
El director de El Mundo exige su derecho
a “circular libremente sin que se transmitan mis movimientos ni se hagan
fotografías a mis fuentes desde cámaras instaladas en cascos de motoristas” y
advierte al presidente del Gobierno de que “en cuanto a la destrucción de
pruebas”, “en el caso de que vuelva a disponer de alguna con relevancia
judicial, la entregaré, como la última vez y como siempre, a los tribunales
competentes; y si su interés es meramente periodístico, la pondré en
conocimiento de la opinión pública como es mi obligación”.
¿4 de agosto? Ni
está, ni se le espera
El
Mundo | 4 de agosto de 2013
Ante todo una cuestión previa. Reitero al señor presidente del Gobierno mi
petición de que extienda las indicaciones oportunas para que se desmonte, y no
vuelva a implementarse, el operativo de vigilancia y seguimiento organizado en
los últimos días con dinero público en torno a mi domicilio, mi persona y los
restaurantes que frecuento. Ningún mandamiento judicial ha ordenado
establecerlo. Ni existe riesgo de fuga ni constituyo ningún peligro para la
seguridad del Estado, excepto que se identifique ésta no ya con la comodidad
política de un partido sino con la credibilidad de una persona. En cuanto a la
destrucción de pruebas, tenga por seguro que, en el caso de que vuelva a
disponer de alguna con relevancia judicial, la entregaré, como la última vez y
como siempre, a los tribunales competentes; y si su interés es meramente
periodístico, la pondré en conocimiento de la opinión pública como es mi obligación.
Entre tanto tengo derecho a circular libremente sin que se transmitan mis
movimientos ni se hagan fotografías a mis fuentes desde cámaras instaladas en
cascos de motoristas. ¿O no, señor Rajoy?
Bien, entremos en materia. El jueves hemos vivido
un debate de extraordinario calado político que deja una sensación ambivalente.
Mientras su mera celebración fue ya un triunfo del régimen de opinión pública
que es la democracia, lo esencial de su desarrollo ilustra como pocas veces los
vicios del sistema y su lamentable bloqueo. Basta fijarse en dos momentos, tan
fugaces como expresivos, que sirven por sí mismos de compendio de las seis
horas de debate.
El primero captó la atención de todos los
públicos. Llegó casi al comienzo cuando un Rajoy con mucho más brío del
esperado pronunció, después de una de sus clásicas paradinhas, las dos palabras
que tanto le cuestan a cualquier gobernante: «Me equivoqué». Lo más importante
no fue sin embargo lo que Rajoy dijo a continuación –pues acotó enseguida el
reconocimiento del error a haber «depositado» su «confianza» en un Bárcenas que
«no la merecía»–, sino la reacción del grupo popular que prorrumpió en un
cerrado y prolongado aplauso.
Sin llegar al ejemplo extremo del error que
provoca una tragedia, cualquiera puede imaginar algo parecido en su ámbito
profesional o familiar. El gerente de una compañía, el director de un periódico
o un padre cualquiera, comparece ante el consejo de administración, el comité
de redacción, el consejo de familia o cualquier otro órgano de control y
reconoce que ha cometido una equivocación de consecuencias muy negativas para
todos. ¿Verdad que la reacción inmediata, casi automática, no sería nunca
aplaudirle?
El error puede ser recibido con mayor o menor
comprensión, con mayor o menor dureza, con mayor o menor exigencia de
responsabilidades, pero nunca con el aplauso. A menos que se considere que lo
bueno es equivocarse, cuantas más veces mejor, o que el jefe siempre tiene
razón y resulta magistral hasta en sus errores. Sólo en un partido político
español cabe ya esta segunda hipótesis y por eso no hubo nada de trivial en la
reiterada gratitud final de Rajoy por el cheque en blanco que, como no podía
ser menos, acababan de otorgarle los diputados populares a los que él decidirá
si pone o no en las listas.
Alguien podría alegar que el aplauso premiaba la
sinceridad y gallardía del presidente al asumir su equivocación, pero lo cierto
es que más bien celebraba el nulo alcance de su gesto. Lo que alborozaba tanto
a los diputados del PP era percibir ya en ese momento que la confesión de Rajoy
iba a tener una dimensión lo suficientemente limitada como para que ninguno de
ellos, ninguno de sus amigos y compañeros de partido, corrieran el riesgo de
sufrir consecuencia alguna ni en sus remuneraciones, ni en sus posiciones de
poder, ni en ninguno de sus espacios de comodidad y privilegio.
Habría sido distinto si
Rajoy hubiera reconocido que se equivocó al aceptar que el partido recibiera
donativos ilegales en dinero negro, o al mirar para otro lado mientras los
tesoreros efectuaban el correspondiente arqueo, troceo y trasiego de esos fondos; o si Rajoy
hubiera reconocido que se equivocó al aceptar, no «anticipos o suplidos a
justificar» como eufemísticamente dejó apuntado por si acaso –y que de todas
maneras habrían sido incompatibles con su condición de ministro–, sino
sobresueldos devengados en metálico con regularidad suiza.
Si el «me equivoqué» de Rajoy se hubiera referido
a alguno de estos extremos, no habría tenido más remedio que acompañarlo del
anuncio de su dimisión, de unas elecciones anticipadas o al menos de un
congreso extraordinario del PP. Y todos esos eran escenarios de riesgo para Sus
Señorías. Y no digamos nada si esa admisión de lo que el setenta y muchos por
ciento de los españoles continúa identificando con lo que sucedió, hubiera
desencadenado la catarsis vivificadora con la que yo soñaba el domingo pasado,
mediante cambios drásticos en la ley electoral, la financiación de los
partidos, sus exigencias de democracia interna o las competencias de
autonomías, diputaciones y ayuntamientos.
Los diputados del PP no habrían aplaudido nada de
esto porque hubiera implicado precarizar de repente sus puestos de trabajo. Lo
que aplaudieron con alivio fue la constatación inversa de que ni el jueves, ni
el viernes, ni el sábado, ni siquiera hoy domingo, tendría lugar en España un 4
de agosto equivalente a aquel francés de 1789 en el que la «fiebre de la
generosidad» dinamitó el viejo régimen desde dentro. Por un momento habían
temido que la corriente del río fuera lo suficientemente fuerte como para
arrastrarles hacia el despeñadero de la catarata, pero ya sabían –y por eso en
realidad se ovacionaban a sí mismos– que podrían continuar incólumes, adheridos
como lapas a la roca. ¿Un 4 de agosto en España? ¿Pero qué quiere ese loco, que
nos demos a nosotros mismos un golpe de Estado? Ni está, ni se le espera.
Con tal de no renunciar a nada –incluido el mando
imperial sobre los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial–, Rajoy ha
preferido instalarse con su mayoría de cemento en el negacionismo de lo que la
combinación de los papeles de Bárcenas y sus propios SMS muestra a cualquier
ser humano que sea compatible con la inteligencia. Y por si quedara alguna duda
de esa bunkerización, su subconsciente le traicionó en el otro momento
culminante del debate. Fue un fogonazo tan retórico como definitivo, anexo a la
andanada contra nuestro periódico.
Lo de menos fue que Rajoy parafraseara a
Rubalcaba para describir la escena del «delincuente que le da una información a
EL MUNDO que este manipula y tergiversa adecuadamente para generar una
calumnia». Olvidaba no sólo que las denuncias de aquel «delincuente» –condenado
por hechos mucho más graves de los que se acusa a Bárcenas– resultaron ser
ciertas, sino que él mismo era uno de los dirigentes que con más ansiedad
aguardaba en la sede de Génova el resultado de nuestros contactos para
utilizarlo como legítima munición contra el Gobierno de González. Tal vez el
señor Álvarez-Cascos podría refrescarle la memoria pero conviene subrayar un
matiz: mientras el PP sabía que EL MUNDO se reunía con Amedo –o con el contable
de Filesa, o con Perote, o con Roldán–, EL MUNDO no sabía que el PP se reunía
con los constructores que entregaban el dinero en bolsas en el despacho del
tesorero. Lástima que a Rajoy también se le olvidara contármelo aquel sábado
del 94 en el que Aznar les encargó a Mayor Oreja y a él explicarme cómo
funcionaba la sede de Génova.
Lo más grave que el jueves dijo Rajoy contra sí
mismo había llegado en todo caso en el párrafo anterior cuando, acogiéndose a
la advertencia del mismo Rubalcaba de que no se debe «convertir el Parlamento
en una enorme comisaría», añadió: «Con esas afirmaciones defendía usted a
personas de su partido implicados, imputados, citados a juicio oral e, incluso
condenados. ¿Y eso vale para todos o sólo para los miembros de su partido? ¿Soy
yo de peor condición? ¿Por qué?».
Al speechwriter de Rajoy aficionado a Shakespeare
–ya le pillé en su día un par de morcillas de Enrique V– le perdió esta vez la musicalidad
de Shylock en la escena clave de El Mercader de Venecia: «¿Por qué? ¿No tiene
ojos un judío? ¿No calienta y hiela al judío el mismo verano y el mismo
invierno que al cristiano? Si nos herís, ¿no vertimos sangre?… Si nos parecemos
en todo lo demás, también nos pareceremos en esto». El problema es que los
«cristianos» respecto a los que Rajoy reclama igualdad de trato son en este
caso Roldán, Barrionuevo, Vera, Sancristóbal, Urralburu o aquella directora
general que trincaba del papel que consumía el BOE.
¡Claro que Rajoy no es de «peor condición» que
todos ellos! Bárcenas tampoco. De hecho Rajoy no es de «peor condición» que
Rubalcaba cuando les daba protección y cobertura; e incluso no es de «peor
condición» que González cuando se negaba a asumir responsabilidades políticas
con el pretexto de que nada debía hacerse hasta que no se pronunciaran los
tribunales. Pero yo pensaba hasta el jueves –y creo que millones de españoles
conmigo– que Rajoy era de «mejor condición» que todos ellos. Por eso pedí en
2004, 2008 y 2012 el voto para las listas que encabezaba.
¿Me equivoqué? ¿Deposité mi confianza en una
persona que no la merecía? No creo que, si un día llego a esta conclusión,
reciba grandes aplausos por parte de nuestros lectores. De momento Rajoy nos
amenaza y coacciona con esos puñales que extrae prestados de la peor vaina
ajena. Dime a quién citas y te diré
quién eres. Pero puesto que amor con amor se paga, recordaré lo que aquí
mismo escribía cuando González nos acusaba, por boca en efecto de Rubalcaba, de
«manipular y tergiversar» las revelaciones de ese «delincuente»: «Lo que usted
pretende no es encabezar una sociedad democrática, sino presidir una secta de
comulgantes con ruedas de molino. Usted pretende corrompernos. Usted pretende
instalarnos perpetuamente en la mentira… Usted pretende envilecernos,
obligándonos a seguir adelante como si nada hubiera sucedido, como si no
supiéramos lo que sabemos, como si los conceptos de legalidad y moralidad no
significaran nada para nadie, como si todos fuéramos oportunistas cobardes o
cerriles, como si todos nos apellidáramos como esos prohombres de su partido
que por caridad hoy no mencionaré». Fin de la autocita.
Pero aún añadiré una concreción más: al sostener
que descubrió que su amigo y protegido Bárcenas era un «falso inocente» cuando
apareció el dinero que tenía en Suiza y pretender que eso es compatible con
enviarle con posterioridad el SMS del «sé fuerte», lo que usted nos propone es
que aceptemos que lo blanco es negro, el cielo amarillo y las estrellas
marrones; que las cuestas son llanas, el agua no moja y el fuego no quema; que
ni estamos en 2013, ni ha empezado agosto, ni hoy es día 4. Usted propone que
dejemos el asunto en que tal vez hoy sea el 3 más 1 o como máximo el 5 menos 1.
Algunos no servimos para eso, pero a la vista está que muchos otros sí. Y no se
preocupe: González gobernó muchos años en esas condiciones y, como se ha visto
esta semana, usted ha llegado al poder más que aprendido. Total que felices
vacaciones… si le dejan.
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