Por Juan Goytisolo
El País, 4 de agosto de 2013
La
guerra contra el terror desencadenada por Bush a raíz del brutal atentado de Al
Qaeda contra las Torres Gemelas no ha resuelto el problema de seguridad en las
sociedades democráticas de Occidente y lo ha agravado en el mundo araboislámico
que se extiende del Índico al Atlántico. La intervención militar estadounidense
en Afganistán, avalada por la comunidad internacional, y en Irak, basada en
mentiras y pruebas falsas, con un coste de vidas civiles muy superior al de las
causadas en la Gran Manzana, ha dado como resultado la creación de dos Estados
fallidos, envueltos en sangrientas rivalidades tribales y sectarias, mientras
que el número de países que sirven de santuario a los combatientes de la yihad
abarca hoy tanto a Pakistán y Yemen, como a Somalia y El Sáhara.
Paralelamente,
las frustradas juventudes árabes hallan un punto de referencia en la defensa
del pueblo sirio, alzado contra el déspota que se sirve de toda clase de armas
letales contra su propia población. Allí también el yihadismo encuentra su
caldo de cultivo y musulmanes criados en Europa y Norteamérica acuden a
defender una causa justa para radicalizarse en contacto con los integrantes de
Al Qaeda y asumir su mesianismo suicida. Como declaraba un brigadista
voluntario al corresponsal de Le Monde: “mis amigos y yo hemos venido a Damasco
para morir. Tras madura reflexión hemos llegado a la conclusión de que hay que
luchar aquí y de que no veremos el final de la guerra. Y, como mártires, iremos
directamente al paraíso”.
Los
atentados perpetrados en los últimos meses (Toulouse, Boston, una barriada
conflictiva de Londres…) no responden a dicho esquema: no son obra de grupos
más o menos coordinados con la internacional yihadista que patrocinó Bin Laden,
sino individuos aislados, los llamados lobos solitarios, difícilmente
detectables por los servicios secretos especializados en la lucha
antiterrorista. Ya sean chechenos, nigerianos o magrebíes, presentan un perfil
identitario que no cuadra en los arquetipos habituales del extremismo suicida.
No hay voluntad de inmolación en nombre de la causa y se trata de jóvenes
aparentemente adaptados a los modos de vida del país en que residen: visten
chándal y calzan zapatillas deportivas, salen con chicas, son forofos del
Tottenham o del Paris Saint-Germain, frecuentan los bares, se toman unas
cervezas con sus amigos. Familiares, vecinos y conocidos expresan su estupor:
dicen que eran absolutamente normales y parecían bien integrados. Nadie se
explica el súbito cambio: su conversión al islamismo radical y el paso a un
tipo de acción tanto más absurdo cuanto no se produce en un contexto de
violencia, que explicaría su extravío. Los autores del atentado de Boston no lo
cometieron en Rusia para vengarse del aplastamiento sañudo de la rebelión
chechena y de la tiranía del actual virrey de Putin, Ramzan Kadírov, sino en el
país que había acogido a su familia, y nada tiene que ver con el conflicto del
Cáucaso.
Lo
mismo puede decirse del asesinato del soldado inglés Lee Rigdy por dos
nigerianos de origen cristiano convertidos al islam o de la sangrienta correría
de Mohamed Merah en Toulouse y Montauban. Único denominador común: todos habían
comenzado a visitar asiduamente mezquitas conocidas por sus prédicas salafista
y a visionar vídeos sobre Afganistán y Siria en los que se ensalza el martirio
y la guerra santa.
Editorialistas,
politólogos y psiquiatras discuten y se esfuerzan en explicarnos esta nueva
forma de lumpen terrorismo o terrorismo de individuos aislados invocando el
consabido lavado de cerebro de sus autores por las arengas de imanes
extremistas. Interpretación válida pero insuficiente en la medida en que no
penetra en las interioridades de quienes, como en la sociedad rusa del siglo
XIX, se sienten imantados y repelidos a un tiempo por los modos de vida de
Occidente, como expuso Dostoievski de forma magistral. Los personajes de sus
novelas son, en efecto, seres apasionados que oscilan entre la tradicional
creencia religiosa y el nihilismo, pecan contra la doctrina inculcada en su
infancia, juran enmendarse, recaen y se proclaman dispuestos a morir por la fe.
Libro tras libro les vemos atravesar todo tipo de dudas y contradicciones y,
tras amoldarse a las normas de la sociedad zarista, achacan todos los males de
esta al influjo maligno de la cultura europea, para arrojarse a continuación,
escribe el gran novelista, “en brazos del suelo natal, de la tierra nativa, y
como niños asustados por fantasmas, se refugian en el seno amortecido de su
madre para dormir en paz y huir de las visiones que les atormentan”.
La mala
conciencia de haber escapado de una suerte mísera, ayer de la servidumbre cruel
de los mújics, hoy de la de sus hermanos sirios o afganos, les impulsa a
atribuir la culpa de las desdichas de los suyos a la sociedad en la que se han
instalado. Su existencia a salvo de aquellas se convierte en una autoacusación.
Las imágenes colgadas en la Red con los atropellos del Ejército estadounidense
en Irak o Afganistán, la exaltación del martirio, la estampa gloriosa de los
combatientes con un Kalásnikov al hombro hacen el resto. A falta de una
inmolación en Damasco o Alepo, el remedio casero. Su novato pero fervoroso
salafismo se convierte en una chapucera aunque mortífera simulación de la
yihad.
Como
observa Dostoievski en Los hermanos Karamazov, “estos jóvenes no comprenden que
a menudo es bien fácil sacrificar la vida mientras que consagrar, por ejemplo,
cinco o seis años de su juventud al estudio de la ciencia es algo superior a
sus fuerzas”. Así era en la Rusia zarista y lo es hoy con un puñado de
inmigrantes de origen musulmán instalados en Europa o Norteamérica, cuyo delito
es vivir cómodamente en un universo que identifican febrilmente con el mal.
Para entender el porqué de los lobos solitarios nada mejor que asomarse a las
páginas de La casa de los muertos, Crimen y castigo o Los endemoniados. ¿Sería
mucho pedir a nuestros expertos en la lucha contra el terrorismo que dedicasen
unas horas a su provechosa lectura?
Juan
Goytisolo es escritor.
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