Con motivo del bicentenario de Richard Wagner han
sucedido muchas cosas, algunas previsibles, como lo ocurrido en Dusseldorf con
motivo de la representación de un manido y mediocre Tannhäuser, lo que siempre
es motivo de escándalo en los medios de comunicación, pero también otros de
nula repercusión mediática, como los excelentes conciertos dados por toda
Alemania. Ni que decir tiene que para conmemorar tan fastuoso bicentenario se
han editado, y reeditado, una serie de libros en torno a la figura del compositor,
que abarcan desde la grata aparición de sus memorias hasta el libreto de la
tetralogía del anillo, pasando por ensayos sobre su figura, alguna que otra
biografía… y, por supuesto, es casi una obligación, los escritos que Thomas
Mann, wagneriano confeso y apasionado hasta el paroxismo, dedicó a quién
consideró el mejor compositor del siglo XIX. Richard-Wagner y la música
(Debolsillo) es un volumen que recopiló Erika Mann para la casa editora S.
Fischer Verlag, donde se recogen todas los textos que Mann dedicó a Wagner,
incluida la parte menos conocida, que es la correspondencia.
En ella leemos cosas de este jaez: «Hay en el
Tristán de Wagner más de Novalis que de Schopenhauer, como probablemente sabe
ya todo el mundo. Pero, ¿a mí que más me da?» o, en carta a André Gide,
«Crítica wagneriana alemana sólo hubo una, la de Nietzsche», o el modo en que
comienza, en 1911, su Polémica con Richard Wagner: «Lo que debo a Richard
Wagner en goce y conocimiento artístico es algo que no podré olvidar jamás ,
por más que me llegase a distanciar de él espiritualmente»… en frases así,
podíamos citar decenas de ellas, se recoge la pasión casi infinita, desde luego
único por este escritor hacia el creador de Parsifal, pero también la
ambivalencia, la ambigüedad con que Mann trató siempre el asunto Wagner, porque
de una u otra manera siempre fue un asunto, una cuestión que se le planteaba
cada cierto tiempo y que él sintetizó en trabajos como Ensayos sobre el teatro,
Reflexiones de un apolítico, Sufrimientos y grandezas de Richard Wagner y
Richar dWagner y el anillo de los Nibelungos. Pero, en definitiva, ¿de donde le
venía esa fascinación casi tiránica por el compositor? Encontrar la respuesta
definitiva sería responder en parte al misterio Thomas Mann, pero hay datos que
avalan cierta construcción mental que explicaría en parte las fluctuaciones no
exentas de enormes tensiones que Mann, hombre de enormes tensiones, tuvo en
vida con la figura y la obra de Richard Wagner.
Por un lado está Goethe, autor con el que Thomas
Mann quiso siempre medirse, como enano a hombros de gigante, como en parte le
sucedió a otro escritor guillermino, Ernst Jünger, y en esa medición estaba su
legado, el del hombre crítico, el poseedor de las Luces, el investigador, el
eterno curioso, el que se enamoró de una lechera jovencita cuando él era un
anciano, curioso paralelismo con el amor repentino de Mann con aquel camarero
de hotel a edad ya muy avanzada, en fin, el cosmopolita que es capaz de
erigirse en consejero áulico de un príncipe, el gigante Goethe, semejante en su
visión a la del águila, y, por otro, el lado opuesto del espíritu alemán,
Wagner, el reivindicador del mito, el mago capaz de fascinar a las masas, el
psicólogo que sabe plasmar las pasiones más sofisticadas, el mixtificador de símbolos,
el hombre que atrae hacia el abismo porque nadie como él plasmó la vinculación
del amor y la muerte.
En esta confrontación, que siempre le preocupó, no
hay más que leer Carlota en Weimar o las obras más wagnerianas de Thomas Mann,
Tristán y Sangre de Welsas, y en gran parte, también Los Buddenbrook, e incluso
la tetralogía de José, entre lo que para él significaban las dos vertientes
distintas del espíritu alemán, el equilibrio fue casi siempre su estupenda y
feliz resolución del asunto, pero en ese casi se esconden tiempos turbulentos,
de enorme truculencia.
Fue el uso que el nacionalsocialismo hizo del
compositor, y no sólo ese movimiento, sino cierta vertiente mixtificadora en
tiempos en que el ocultismo era moneda común, inflacionaria, hizo que la
confianza de Mann comenzase a resquebrajarse respecto a ciertas cuestiones en
las que se sentía impotente. Estaba la bazofia mistificadora de revistas
wagnerianas como la Bayreuther Blätter, lo que daba la medida de a donde podía
llegar cierta perversión de la idea wagneriana, porque por otro lado había
otras, como la Revue Wagnérianne que, según Ernst Reynaud, «era la única
revista francesa genial que existía por aquel entonces».
El director de la misma fue Edouard Dujardin, el
inventor del flujo de conciencia, que inspiró a James Joyce, y entre sus
colaboradores se encontraban Jacques Emile Blanche, Stéphane Mallarmé, Villiers
de L’Isle Adam, Joris Karl Huysmans y Paul Verlaine. Uno de los miembros del
patronato era Houston Stuart Chamberlain, el teórico británico racista, enemigo
declarado del legado de Ignacio de Loyola, esposo de Eva Wagner y apocalíptico
personaje anunciador del fin de la raza aria a menos que… De estas mezclas se
alimentaba la época.
Los peregrinos enardecidos que reptan por el camino
trillado del monte sagrado wagneriano no estaba hechos para gentes como
Stéphane Mallarmé, por hablar de un wagneriano francés de la última hornada del
siglo, salvando así ese primer entusiasmo maravillado de Baudelaire. El poema
Réverie d´un poète français, de Mallarmé, está dedicado a Wagner, y en él el
poeta aboga por colocarse a «mi côte du temple», lo que es la medida exacta de
la distancia que el poeta quiere tener con Wagner. A Thomas Mann le ocurre lo
mismo, salvo que siempre aboga por su hechizo porque el compositor, al fin y al
cabo, fue el mago que a través de su música mejor supo transmitir el afán de
superación del propio yo.
Mann siempre admiró las dotes psicológicas de
Wagner, su talento dramático, al que llega a comparar con el monstruo de la
escena en aquellos años, Henrik Ibsen, y ve en ellos un gesto predominantemente
nórdico en ese don. Thomas Mann, en carta a Kart Martens, estamos en 1902,
escribe que se siente indefenso frente a Wagner y que después de escuchar
Parsifal no pudo escribir en dos semanas. Suponemos exageración exacerbada lo
que a todas luces es imposible en un hombre que si no cogía la pluma no sabía
donde se encontraba el mundo. El libro es apasionante, como apasionante son los
dos personajes en cuestión, Thomas Mann y Richard Wagner. Aquí hablamos del
compositor pero se nos desvela el escritor. Dos gigantes. Merece la pena.
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