El cine de Víctor Erice es heredero de Rossellini, Renoir y Bresson.
El
País |9 de noviembre de 2013
Víctor
Erice nos muestra en Alumbramiento los primeros momentos de la vida de un niño.
Es la hora de la siesta y una mancha de sangre se extiende poco a poco por la
ropa del pequeño, a la altura del vientre. A su alrededor hay una pequeña
comunidad. Unos dormitan en el salón, otros hacen las labores de la casa o
siegan la hierba, los niños juegan en el patio. Puede que se hayan olvidado un
momento del recién nacido, pero no tardan en percibir lo que pasa. La comadrona
anuda de nuevo el cordón umbilical, las ropas manchadas se lavan, se terminan
de bordar los baberos, los relojes siguen marcando el paso del tiempo y el niño
vuelve tranquilo a los brazos de la madre. Alumbrar a un niño es llevarlo hasta
la luz, ayudarle a trasponer ese frágil umbral que separa la vida de la muerte,
situarle en el seno de una comunidad humana. Es la entrada en el tiempo, el
paso del mundo de los orígenes al mundo histórico.
En
una intervención dedicada a Oteiza, Víctor Erice afirma que el escultor vasco
fue un visionario que soñó con una comunidad de hombres liberada de la angustia
de la muerte. Los bailes en las películas de John Ford o las animadas
multitudes que pueblan las películas de Renoir simbolizan la presencia de una
comunidad así. Ellos nunca filman al hombre solo. Filman los árboles, los ríos,
las tierras por los que sus personajes se mueven y las personas que viven en
ellas. En los planos de Renoir abundan esas presencias anónimas. Una puerta que
se abre a lo lejos, alguien que cruza la calle, un rostro en la ventanilla de
un tren, dan cuenta de esa cercanía de los demás.
En
El sol del membrillo, Erice filma el trabajo del artista frente a su lienzo,
pero también las visitas de sus amigos y de su familia, o el trabajo de los
obreros polacos que arreglan la casa. En cada escena de la película late la
nostalgia de esa añorada comunidad humana. Una comunidad amenazada, como lo
demuestran las tomas que nos enseñan el extrarradio donde está situada el
estudio del pintor. Calles vacías, animadas por la luz fría de los televisores
en las ventanas, autopistas interminables, un paisaje desolado de vías, hierros
oxidados y tendidos eléctricos. Y al fondo, cuando se hace de noche, la gran
torre iluminada de las comunicaciones. Pero ¿para decirnos qué? Es el pequeño
membrillero el que hace cantar al pintor.
La
quiebra de esa vida en comunidad es uno de los temas de El espíritu de la
colmena y en El sur, las dos grandes películas de Víctor Erice. Sus
protagonistas adultos han perdido el contacto con su mundo y su tiempo y viven
prácticamente aislados, algo que sin duda está relacionado con la quiebra de la
convivencia que supuso la Guerra Civil española (ambas películas se sitúan en
la posguerra). El péndulo de Omero Antonutti, en El sur, habla de un poder que
no tiene que ver con la posesión de las cosas, sino con el conocimiento
entendido como escucha, como percepción callada de la verdad. El personaje
interpretado por el actor italiano sabe gracias a él donde hay agua, pero
también, al hacerle gravitar sobre el vientre de su mujer embarazada, si la
criatura que va a nacer es una niña. Es el símbolo del amor paterno, y esta
será la razón de que lo deje bajo la almohada de su hija adolescente poco antes
de suicidarse: habla de esa comunidad perdida a la que se refiere el título de
la película.
En
El sol del membrillo también hay un péndulo. Es la plomada que Antonio López
cuelga de una cuerda para fijar el eje de simetría que debe ordenar su cuadro.
Un péndulo que le dice donde debe detenerse. Un lugar no tanto de apropiación
sino de exposición y entrega: un lugar desde el que mirar. El pintor localiza
ese lugar y lo fija con dos clavos. Será ahí donde se sitúe para pintar. Es un
lugar físico, pero también moral. El lugar, como diría Juan de Mairena, no solo
desde el que se ve mejor, sino desde el que se ve lo mejor: el aura de las
cosas.
Todo
el cine de Erice busca recuperar ese aura. Su búsqueda no es distinta por eso a
la de la poesía. “El lugar más maravilloso, la cosa más maravillosa y nadie la
necesita —escuchamos en la última escena de Stalker, la película de Tarkovski—.
La gente no tiene necesidad de lo que más quiere, ha aprendido a pasar sin
ello”. El cine de Erice busca ese lugar cada vez más olvidado y necesario en el
que hablar de las cosas que importan. Es el tema de La morte rouge, en que el
director vasco narra un recuerdo infantil que tiene que ver con la primera
película que vio a los cinco años de edad. La película se titula La garra
escarlata, y está basada en un relato de Sherlock Holmes. En ella se narra una
sucesión de crímenes realizados por el cartero del pueblo. Y el niño asiste a
los hechos incapaz de distinguir la realidad de la ficción. Hay un momento en
que aparta los ojos de la pantalla para contemplar a los adultos que le rodean.
Permanecen en silencio, indiferentes al horror que contemplan, como si
ocultaran un secreto que tiene que ver con lo que pasa en la pantalla y del que
no le quieren hablar.
También
en El espíritu de la colmena las niñas protagonistas asisten en el cine del
pueblo a la proyección de una película, El doctor Frankestein, y ven al
monstruo acercarse a la niña junto al río y causarla inexplicablemente la
muerte. Pero tanto para ellas como para el pequeño espectador de La morte rouge
el cine no termina al encenderse las luces de la sala, y sus personajes, el
malvado cartero Pots y el monstruo, les acompañan a sus casas para habitar sus
noches de soledad y pesadilla. El cine representa para ellos el momento de
revelación, de aprendizaje de lo oculto. La escena final de El espíritu de la
colmena, cuando el monstruo y la niña se encuentran, representa algo muy
distinto al pacto de silencio de los espectadores adultos de La morte rouge. Es
como si el monstruo se acercara a la niña para pedirle que no le olvidara. El
cine como experiencia fundadora, como conocimiento, como una forma de descender
al corazón de lo real y acoger todo lo que no cabe en el pacto de silencio de
los adultos. Lo que Andre Bazin llamó “cine de la crueldad”- no es otra cosa
que el esfuerzo de extraer de la realidad su dimensión más secreta, lo que
sucede cuando apagamos la luz. El cine es el péndulo y la noche: mirar y
sentirse mirado.
El
cine de Víctor Erice es heredero de Rossellini, Renoir y Bresson. Ninguno de
ellos suele servirse de actores profesionales. Huyen de los cuerpos gloriosos
que marcaron el cine de Hollywood para dar cuenta de los cuerpos reales. Víctor
Erice se fija, sobre todo, en los niños para hablar del misterio de esos
cuerpos. Como Charles Laughton en La noche del cazador, él no filma a los niños
para decirnos cómo son sino para mostrarnos cuánto necesitamos su verdad. “Al
contrario de lo que leo con frecuencia”, declara François Truffaut, “las
películas no pueden hacerse con niños para comprenderlos mejor. Los niños deben
ser filmados solo porque los amamos”.
El
cine, en suma, como refugio de significado, esperanza de lo que no ha
desaparecido.
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