ALGO MÁS SOBRE
JOSÉ EMILIO/Rafael Cardona
La
Crónica de hoy, 28 de enero de 2014;
El
domingo al mediodía había un tibio sol y
una cierta luminosidad en el aire. La
zona de hospitales de Huipulco, esa parte profunda del Pedregal donde comienzan
las tierras suaves y húmedas de Xochimilco y acaba el Pedregal del Xitle, donde
se construyeron hace tiempo hospitales
sin vidrieras para tuberculosos expuestos al viento helado del Ajusco, poco a
poco se fue poblando con otros edificios para fines médicos.
Cardiología,
psiquiatría infantil; el hospital para enfermos mentales con el nombre de Fray
Bernardino Álvarez, quien en el convento de San Hipólito en el centro de la
ciudad dispuso la primera casa de locos de la Nueva España y los demás institutos de alto nivel clínico y
científico. Allá.
Junto
a la Calzada de Tlalpan una nueva celosía moderniza falsamente el sanatorio Gea
González y enfrente se alza con el júbilo de sus plantas, un pabellón para
llenar de flores la tarde. En el eterno contraste los colores de malvas y
petunias; rosas y girasoles y del otro lado el lóbrego aliento de las
medicinas, la eterna y penetrante picazón del benjuí, del yodo y los demás
ingredientes de la vida hospitalaria. Horrible.
La
mole de cancerología, con su monótona fachada rectangular y lisa, nos advierte
la severidad de los casos ahí atendidos. Una alta forma geométrica no vence la
adversidad ni siquiera con el escarlata de sus prismas. Paso por enfrente y
recuerdo penosamente la última visita: agonizaba mi amigo Carlos Montemayor. Hoy
mis pasos me llevan a otra agonía, la de José Emilio Pacheco en el edificio de
allá de la esquina, rumbo al campo de golf.
¡Vaya
cosas!, hace años en el estacionamiento de ese hospital de Nutrición donde
ahora JEP se disponía (no lo sabíamos tan cercano en ese momento) a meterse de
zambullida en la otra noche, la inevitable, tomó posesión de su cargo de rector
de la UNAM el doctor Guillermo Soberón, cuya escultura de homenaje, a unos
pasos hacia el oriente, se estira en la trenza metálica de la “Soberonita”.
—¿Quiénes
viven en la ciudad, nuestros recuerdos o
nuestros días? Se lo preguntaré a JEP cuando nos volvamos a ver.
A
la entrada los compañeros reporteros hacen guardia. Las cámaras en la banqueta,
los celulares a todo contacto. La sala
de espera antes de las vidrieras está atiborrada. En el baño los urinarios
están inservibles y un trapeador sucio detiene la puerta. Al fondo hay una
pequeña cafetería. Hay congoja en todos los rostros.
—A
las cuatro —me dice una compañera de Televisa—,
va a salir su hija a darnos un parte o algo así. Vamos a esperar.
Esperar.
Los reporteros no sabemos hacer más. Esperar para adelantar la información lo
más posible. Voy con el policía de la puerta y lo persuado. No puedo entrar,
pero alguien puede salir, avise, diga, llame por favor, pida. Alza un teléfono y anota mi nombre en un papel
arrugado.
—Espere,
ahora vienen.
Unos
cuantos minutos después Laura Emilia se acerca a la puerta. La tomo de las
manos y le digo cosas de innecesaria repetición. Le dejo un beso en la mejilla.
Me explica lo imposible de entrar, de ver ahora a Cristina por razones
evidentes y yo solo la saludo y le estrecho la mano. Me agradece la visita, me
recuerda los afectos. Nada digo. ¿Qué más? Nada. Ni ella ni yo sabíamos
entonces cómo iban a ser las cosas casi a la hora de la caída del sol.
Salgo
y veo la Calzada México-Xochimilco y por desgracia los recuerdos se van por el
rumbo de la muerte.
Por
ahí, por esa avenida donde todavía no estaban algunos de esos horribles
conjuntos habitacionales de ahora; íbamos extraviados en los recovecos para ir
a Milpa Alta, José Emilio y yo el día cuando sepultamos a Efraín Huerta en un
cementerio arrinconado en la esquina de los árboles y las laderas del este
donde –como dijo él en un texto escrito
esa misma noche—, por feliz coincidencia el Cocodrilo Mayor quedó enterrado
ahí, vecino de donde el alba se asoma de
codos hacia el valle, como dijo en uno de sus grandes poemas.
Mientras
buscábamos el rumbo, por aquellos años sin soñar siquiera en la existencia del
GPS y con una Guía Roji deshojada y sucia de aceite de taller mecánico, José
Emilio me contaba sus temores juveniles, cuando no recibía la conformidad
familiar –al menos de una parte de la familia—, para hacer versos y dedicarse a
leer y escribir como finalmente lo hizo para gozo, dicha y hasta orgullo de
tantos de sus lectores.
Recordaba
la marcha militarizada y el suplicio de correr con un casco de soldado grande para el tamaño de su
cabeza.
Mientras
llegábamos yo le decía lo necesario —desde entonces— de reunir en una colección
de varios volúmenes el “Inventario” con el cual nos deslumbraba semana con
semana. Me contó de un problema de derechos entre ERA y cualquier otra
editorial y de lo difícil de reunirlos. De eso hace ya años y no ha habido
autoridad cultural; ni conacultos ni incultos, capaz de organizar esa pequeña
biblioteca cuya utilidad sería tan grande como la necesidad de hacerlo. A fin
de cuentas no se trata de la unificación de Alemania. Y aún si eso fuera, ya lo
sabemos posible.
Por
fin llegamos al cementerio y dejamos en paz y soledad el cuerpo de Efraín.
De
regreso nos metimos a comer al mercado xochimilca y ahí nos encontramos a
Thelma Nava, la viuda, y a sus hijas. Comimos de prisa, llevé al poeta a su
casa. Lo dejé en la esquina y por el espejo lo vi entrar presuroso a escribir
su responso. El texto es deslumbrante.
Ahora,
cuando dejé el hospital con la certeza de no volverlo a ver jamás, no hubo
espejo alguno para mirar sus últimos pasos. Nuestro último abrazo fue en la
Fundación Sebastián cuando se le otorgó a Cristina la medalla al mérito y
contra su costumbre de salir de noche, JEP la acompañó contento y orgulloso.
Cuando
me fui le puse una mano en la mejilla. Estaba tibia, como nunca más volverá
estar. Nunca más.
racarsa@hotmail.com
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