¿Qué
delatan nuestras emociones?
El
cerebro necesita el corazón para pensar, para activar el organismo y
relacionarnos
Solo
hay que preocuparse cuando la tristeza, la rabia o la culpa se instalan
permanentemente
JENNY
MOIX QUERALTÓ
EL País Semanal, 5 ENE 2014
Todos
hemos oído alguna vez comentarios del tipo: “Soy una persona lógica, sé dejar
las emociones a un lado y analizar las situaciones objetivamente”. A Joseph
LeDoux, uno de los más prestigiosos neurocientíficos actuales, le parecería muy
gracioso. Esta afirmación lleva implícito el considerar la razón y la emoción
como dos entidades totalmente separadas que se pueden activar o desactivar a
voluntad. Algo muy lejos de la realidad. Ambas están más separadas en nuestra
mente teórica que en nuestro tangible cerebro. La interacción entre la parte
encargada de las emociones (amígdala) y la zona responsable del pensamiento
racional (córtex) es constante, y las vías que los unen, complejísimas. Además
existen más vías de la amígdala hacia el córtex que a la inversa, así que las
emociones lo tienen muy fácil para influir en nuestros pensamientos. La razón
lo tiene más complicado para manejar al “corazón”. A Antonio Damasio, otro gran
neurocientífico, también le produciría hilaridad. Él ha demostrado que si se
seccionan las vías que van de la amígdala (emociones) al córtex (razón), aunque
la persona mantenga la inteligencia lógica intacta, sus decisiones suelen ser
erróneas. Nuestro cerebro necesita al corazón para pensar.
Estos
sentimientos no solo son imprescindibles para tomar decisiones, planificar,
reflexionar, sino que cumplen una función clave para activar al organismo y
para relacionarnos con los demás. Han ido surgiendo a lo largo de la evolución
con ciertas finalidades. Son una parte esencial de nuestro software. Ser humano
significa sentirlas. Obviedad que a veces olvidamos. Al ver a alguien triste,
rabioso, ansioso, casi como un acto reflejo vamos a calmarlo, como si
quisiéramos desactivar esa emoción. Sin embargo, la alarma solo se nos debería
disparar cuando alguno de esos sentimientos se instala permanentemente dentro.
Entonces sí que debemos dedicarnos a descubrir qué nos está pasando.
El
día que yo nací, mi madre parió dos gemelos: yo y mi miedo” Thomas
Hobbes
Estamos
en un Boeing 747, las sacudidas del avión nos convierten en monigotes
golpeados. El piloto anuncia un aterrizaje forzoso. Todos estamos aterrados. En
este caso, nuestro miedo dice poco de nosotros, es algo casi instintivo y nada
singular. Nos encontramos en una reunión cuatro empleados con el jefe; este
realiza un comentario sobre el equipo. Uno siente rabia, el otro se siente
culpable, el tercero experimenta vergüenza y el cuarto entristece de repente.
Aquí sí que nuestra emoción nos puede dar muchas pistas sobre nosotros. Entre
la situación y lo que ha provocado en nosotros ha pasado algo; a veces puede
ser algo consciente, un pensamiento que ha cruzado nuestro cerebro. Otras
veces, las rutas son más inconscientes, el jefe pronuncia la frase y, como si
hubiera apretado un resorte, sentimos algo. Ese resorte es alguna creencia
inconsciente que está allí sin que nos demos cuenta de ella. Leer nuestras
emociones nos ayuda a descubrir esas creencias.
Vamos
a centrarnos en algunas de las más estudiadas: enfado, miedo, culpa, vergüenza
y tristeza. Cada una de ellas se activa apretando un botón diferente. En
nuestro cerebro se encuentran esos cinco botones. La sensibilidad de cada uno
de ellos varía entre las personas. ¿Qué interruptor tenemos más sensible?
Enfado.
Esta emoción se pone en marcha ante la ofensa entendida como un agravio o
ataque hacia nuestra persona o nuestros allegados. En la época de nuestros
ancestros, los que se enfadaban tenían más probabilidad de sobrevivir que los
que no. Somos hijos de los que se enfadaron, por eso conservamos esa sensación.
En nuestros días, esa agresividad ha perdido, en muchas situaciones, el
sentido. Gritar o pegar no suelen ser buenas estrategias para afrontar lo que
vivimos como una ofensa. Las personas que se enfadan constantemente son las que
lo interpretan todo como un ataque. Tienen la tecla de la ofensa muy sensible y
cualquier situación puede activar esa rabia. En el caso de que sea el enfado lo
que más nos caracteriza, deberíamos preguntarnos por qué lo interpretamos todo
como un ataque. ¿Quizá nos sentimos inseguros de nuestro comportamiento? ¿Quizá
nos valoramos poco? ¿Quizá partimos de que a la mayoría de las personas les
gusta atacar?…
Miedo.
La percepción de peligro es lo que lo activa. En los días de nuestros abuelos
cavernícolas, el miedo se ponía en marcha ante un animal peligroso, por
ejemplo. Esa secreción de adrenalina desencadenaba una serie de cambios
fisiológicos para preparar el cuerpo para atacar o huir. El corazón latía más
rápido para que la sangre llegara con mayor celeridad a la musculatura, la
sudoración aumentaba para refrigerar, las pupilas se dilataban para captar
mejor la fiera que teníamos delante… Está claro que venimos de los miedosos.
Los valientes, los que no experimentaron estas reacciones, murieron comidos por
el depredador. Hoy día, en muchas circunstancias, estas reacciones pierden el
sentido. ¿Para qué sirve sudar cuando contestamos un examen? Ese miedo
ancestral que llevamos en nuestras células explica por qué algunas veces parece
que nos va la vida ante trajines cotidianos. ¡Los problemas con el jefe, la
pareja, los hijos… los vivimos como si fueran un león a punto de comernos!
Cuando alguien experimenta miedo, con frecuencia es porque lo vive todo como
amenazante. Si es ese nuestro caso, deberíamos identificar el porqué. A veces
se debe a que creemos que no tenemos suficientes recursos o habilidades para
afrontar la situación; otras, a que cargamos todo con una elevada importancia,
puede que veamos el mundo como un lugar extremadamente hostil…
No
todas son iguales
El
análisis de estas páginas es útil en el caso de que tengamos alguna emoción
encapsulada. Respecto al resto, a las emociones que vienen y van y que nos
convierten en hermosamente humanos, lo mejor es tratarlas como huéspedes tal y
como nos sugiere Rumi:
“Ser
un humano es como estar en una casa de huéspedes. / Cada mañana una nueva
llegada. / Una alegría, una depresión, una maldad, / algunas percepciones
momentáneas, que aparecen como visitantes inesperados. / Dales la bienvenida y
atiéndelos a todos ellos. / ¡Incluso si llega un grupo de lamentos / que barren
violentamente tu casa y la vacían de muebles! / Aun así, haz los debidos
honores a cada invitado. / Quizás te esté enseñando algo para tu regocijo. / El
pensamiento oscuro, la vergüenza, la malicia, / sal a buscarlos a la puerta
riendo, e invítalos a entrar. / Estate agradecido a quien quiera que venga, / porque
cada uno ha sido enviado como un guía del más allá” (La casa de huéspedes).
Culpa.
La culpa aparece cuando hemos trasgredido alguna norma, si no hemos actuado
como creemos que hubiéramos tenido que hacerlo. ¿Por qué apareció la culpa
cuando todavía vivíamos en las cuevas? Pues porque sin ella no hubiéramos
podido funcionar bien como tribu. Las “normas” optimizan el rendimiento grupal.
Por tanto, un sentimiento negativo al transgredirlas impedía o disminuía la
probabilidad de que ese comportamiento (que no favorecía al grupo) se volviera
a repetir. Ese sentimiento hoy lo conservamos aumentado. La presión social. La
imposición de nuestra tribu es enorme. Si al mirarnos vemos que es la culpa el
sentimiento que más nos acompaña, es sin duda porque damos una extrema
importancia a todas las normas sociales. Tanta que dejan de ser sociales y
pasan a ser personales. Autoexigencias. La sociedad empieza por domesticarnos,
pero acabamos autodomesticándonos. Detectar que lo que vivimos como normas
impuestas son en el fondo autoexigencias es uno de los pasos más gigantescos
que podemos dar para superar la culpa.
Vergüenza.
La vergüenza la sentimos cuando creemos que hemos fracasado, que no hemos
actuado de la forma ideal. La persona que siente vergüenza es la que carga con
una gran mochila de ideales. Ideales sobre cuál debe ser el peso, la forma de
vestir, el coche, el comportamiento en actos sociales… Si somos de los que
experimentamos esta emoción frecuentemente, convendría analizar esos paradigmas
y bajarlos de allá arriba. El mejor antídoto es la aceptación de la realidad
tal cual es. Los ideales, si son demasiado altos, lo único que provocan es
frustración y vergüenza.
Tristeza.
La tristeza se presenta al valorar lo que nos pasa como una pérdida. Cuando
estamos tristes, nuestras energías disminuyen, paramos, vamos más lentos, nos
cobijamos, no queremos relacionarnos, nos retraemos. El hecho de parar y no
actuar sin más ayuda a la reflexión, a entender, a procesar lo que nos ha
pasado. La tristeza, como el resto de las emociones, fue útil y lo sigue
siendo, pero, como siempre, no en todas las circunstancias y no cuando se
vuelve sentimiento permanente. Si la pena es nuestra compañera constante,
debemos preguntarnos por qué valoramos lo que nos sucede como una pérdida. ¿Es
una pérdida o simplemente un cambio natural en el río de la vida?
Ver y sentir
PELÍCULAS
Todas las películas están impregnadas de emociones.
Aquí algunas de ellas:
‘Shame’
Steve McQueen
‘Rabia’
Sebastián Cordero
‘Quédate a mi lado’
Chris Columbus
‘Caballos salvajes’
Marcelo Piñeyro
La foto es de Fred Alberto Alvarez
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