Ucrania,
Crimea y la disolución de los imperios/Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford y autor de Los hechos son subversivos: escritos políticos para una década sin nombre.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Publicado en El
País |10 de marzo de 2014
Les
propongo otra forma de ver lo que está pasando en Ucrania: como el capítulo más
reciente en la autodescolonización de Europa. Después de desmantelar el imperio
soviético a finales del breve siglo XX, los europeos reanudaron la tarea de
acabar con el austrohúngaro y el otomano, incluidos los Estados derivados de
ellos como Yugoslavia y Checoslovaquia. Ahora le toca el turno al imperio ruso
presoviético. Como si el presidente Putin fuera el zar Vladímir el Último.
Disolver
un imperio es un proceso complicado. Los imperios no están hechos con Legos,
una pieza roja y otra amarilla bien diferenciadas. ¿Qué decide que un grupo de
personas en qué trozo de territorio se convierta en Estado? Sin duda, tener una
cultura, una lengua, una etnia y una historia en común es importante. Igual que
el legado de acuerdos diplomáticos largo tiempo olvidados y las divisiones
internas de un imperio o un Estado multiétnico. La voluntad política de los
habitantes y sus líderes es crucial. Pero tal vez lo más importante es la
suerte histórica, la fortuna que, según Maquiavelo, es “el árbitro de la mitad
de lo que hacemos”. Esa mezcla de historia, voluntad, habilidad y suerte es la
que dio a Kosovo su independencia, no reconocida por todos.
Me
vino a la cabeza esta idea sobre la disolución de los imperios hace unos años,
mientras visitaba el supuesto Estado separatista de Transnistria, en el este de
Moldavia y al lado de Ucrania. En su extraña capital retrosoviética, Tiráspol,
me encontré con una estatua ecuestre de un héroe militar zarista, el mariscal
Alexander Suvorov. La estatua conmemora su hallazgo de la ciudad a finales del
siglo XVIII. Antes, en Uzhhorod, una ciudad en la frontera de Ucrania con
Eslovaquia, había visitado el llamado Gobierno provisional de la Rus
Subcarpática, también llamada Rutenia. El primer ministro era un catedrático de
medicina que me recibió amablemente en un despachito del hospital local. El
ministro de Exteriores se acercó en coche desde su casa de Eslovaquia. El
ministro de Justicia preparó el té. Casi les convencí de que cantaran su himno
nacional, que empieza diciendo “Rutenios, despertad de vuestro profundo sueño”.
¡Qué ridículo!, dirán. ¡Vaya opereta! Pero la fortuna maneja el caleidoscopio de
la historia, y de pronto surgen Estados con reconocimiento internacional, que
se llaman Moldavia o Montenegro. Sus hijos, sujetos al poder normativo de lo
existente y engañados por los libros de texto nacionalistas, crecen dando por
sentado que su nación es un Estado.
Después,
en un vuelco, las fronteras de los viejos imperios reaparecen en los mapas
electorales de las nuevas democracias, como trazadas con tinta invisible.
Imaginemos la mayoría que obtienen los partidos y los candidatos presidenciales
según colores. Los territorios decimonónicos de los imperios austrohúngaro y
alemán son naranjas, los rusos y otomanos son azules. El fenómeno es el mismo
en Ucrania, Rumanía y Polonia, aunque varíen los partidos y los colores.
A
los progresistas se les da muy bien articular principios universales sobre la
igualdad de soberanía y el derecho de autodeterminación de los seres humanos
como individuos. Pero se meten en un gran lío cuando hablan de pueblos enteros.
¿Por qué pueden tener derecho de autodeterminación los kosovares pero no los
kurdos? Si lo tiene Escocia, ¿por qué no Cataluña? Y si lo tiene Cataluña, ¿por
qué no Padania? Padania es el nombre que propone la Liga del Norte para la
independencia de esa parte de Italia. A medida que se debilitan los imperios y
los Estados multinacionales, cada vez son más los que dicen “¿por qué vamos a
ser una minoría en vuestro país si vosotros podéis ser una minoría en el
nuestro?” (según la acertada formulación del profesor macedonio Vladímir
Gligorov). O, como dijo el otro día el nacionalista ruso Vladímir Zhirinovski,
si Ucrania puede tener su revolución, ¿por qué no va a poder Crimea?
Como
han aprendido en los últimos días casi todos los lectores de prensa, Crimea fue
un regalo que hizo Nikita Jruschov a la República Socialista Soviética de
Ucrania hace 60 años, en febrero de 1954, para conmemorar el tricentenario del
Tratado de Pereiaslav, que, según la reinterpretación de los propagandistas
soviéticos, supuso “la reunificación de Ucrania con Rusia”. El comunista ucraniano
Nikolai Podgorni calificó la decisión como “una muestra más del gran amor
fraternal y la confianza del pueblo ruso en Ucrania”. Ja, ja. Aun suponiendo
que Jruschov no estuviera borracho cuando firmó el decreto, como a veces se ha
dicho en tono malévolo, la decisión no tuvo nada de inevitable ni de
históricamente “natural”; tampoco de “antinatural”. Si no lo hubiera hecho,
Crimea formaría parte hoy de la Federación Rusa, y una minoría importante de
tártaros y ucranianos se quejaría de que “¿por qué vamos a ser una minoría en
vuestro país si vosotros podéis ser una minoría en el nuestro?”. Pero Jruschov
tomó esa decisión, y ahora las iras tienen otro blanco.
Estos
resultados no surgen de ninguna necesidad histórica ni justicia universal, sino
de dos factores que deberíamos aprender tras más de un siglo de descolonización
en Europa. En primer lugar, cuando un pueblo forma un Estado, en general, no
está dispuesto a renunciar a él. Poco después de que la antigua República
Yugoslava de Macedonia se hiciera Estado independiente, un amigo macedonio me
dijo: “La verdad es que, en mi opinión, Macedonia no tenía por qué ser un país;
pero ahora que lo es, me gusta”. No es casualidad que el número de Estados en
la ONU siga creciendo y nunca disminuya. En la lista de espera están los
miembros de UNPO, la Organización de Naciones y Pueblos No Representados. Entre
ellos, los tártaros de Crimea.
Y
hay una segunda lección todavía más útil. Como insistía el gran
antiimperialista Mahatma Gandhi, no es posible separar por completo los fines
de los medios. La violencia engendra violencia. Cómo se hace una cosa no solo
es tan importante como lo que se hace, sino que es el factor que decide adónde
se va a parar. Un divorcio de terciopelo, como en Checoslovaquia, conduce a un
lugar diferente que una separación sangrienta. Del mismo modo que permanecer
juntos de manera pacífica y voluntaria (¿Escocia e Inglaterra, quizá?), y no
por coacción. El uso de la fuerza siempre tiene consecuencias imprevistas.
Puede que el zar Vladímir recupere el dominio de Crimea, pero sus actos
acabarán por reforzar la independencia de Ucrania.
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