Sobre miedo,
periodismo y libertad/ARTURO PÉREZ-REVERTE
Publicado
en El País, 22 MAY 2014
Hace
medio siglo recibí la más importante lección de periodismo de mi vida. Tenía 16
años, había decidido ser reportero, y cada tarde, al salir del colegio, empecé
a frecuentar la redacción en Cartagena del diario La Verdad. Estaba al frente
de esta Pepe Monerri, un clásico de las redacciones locales en los diarios de
entonces, escéptico, vivo, humano. Empezó a encargarme cosas menudas, para
foguearme, y un día que andaba escaso de personal me encargó que entrevistase
al alcalde de la ciudad sobre un asunto de restos arqueológicos destruidos. Y
cuando, abrumado por la responsabilidad, respondí que entrevistar a un político
quizás era demasiado para mí, y que tenía miedo de hacerlo mal, el veterano me
miró con mucha fijeza, se echó atrás en el respaldo de la silla, encendió uno
de esos pitillos imprescindibles que antes fumaban los viejos periodistas, y
dijo algo que no he olvidado nunca: “¿Miedo?... Mira, chaval. Cuando lleves un
bloc y un bolígrafo en la mano, quien debe tenerte miedo es el alcalde a ti”.
Pienso
en eso a menudo. Y últimamente, en España, más todavía. Ninguna de la media
docena de certezas, de lecciones fundamentales que he ido adquiriendo con el
tiempo, supera esas palabras que un viejo zorro de redacción dirigió a un
inseguro aprendiz de periodista: Cuando lleves un bloc y un bolígrafo en la
mano, quien debe tenerte miedo es el alcalde a ti. Todo el periodismo, su
fuerza, su honradez, hasta su épica, se resume en esas magníficas palabras. En
esa declaración segura de sí, casi arrogante, formulada por un humilde redactor
de provincias.
Miedo,
es la palabra. No hay otra. O al menos, no la conozco. Miedo del alcalde
correspondiente, o su equivalente, ante el bloc y el bolígrafo, o lo que los
sustituya hoy, manejados por una mano profesional, eficaz y honrada en los
términos en que el periodismo puede considerarse como tal. He escrito alguna
vez, recordando siempre a Pepe Monerri, que el único freno que conocen el político,
el financiero o el notable, cuando llegan a situaciones extremas de poder, es
el miedo. En un mundo como este, donde las ingenuidades y las simplezas de
mecherito en alto y buen rollo a menudo son barajadas por los canallas, como
instrumento, y creídas por los tontos útiles que ofician de ganado lanar y
carne de cañón, ese es el único freno real. El miedo. Miedo del poderoso a
perder la influencia, el privilegio. Miedo a perder la impunidad. A verse
enfrentado públicamente a sus contradicciones, a sus manejos, a sus ambiciones,
a sus incumplimientos, a sus mentiras, a sus delitos. Sin ese miedo, todo poder
se vuelve tiranía. Y el único medio que el mundo actual posee para mantener a
los poderosos a raya, para conservarlos en los márgenes de ese saludable miedo,
es una prensa libre, lúcida, culta, eficaz, independiente. Sin ese contrapoder,
la libertad, la democracia, la decencia, son imposibles.
Nunca
en esta democracia, como en los últimos años, se ha visto un maltrato semejante
en España del periodismo por parte del poder. Aquel objetivo elemental, que era
obligar al lector a reflexionar sobre el mundo en el que vivía,
proporcionándole datos objetivos con los que conocer este, y análisis
complementarios para mejor desarrollar ese conocimiento, casi ha desaparecido.
Parecen volver los viejos fantasmas, las sombras siniestras que en los
regímenes totalitarios planeaban, y aún lo hacen, sobre las redacciones. Lo
peligroso, lo terrible, es que no se trata esta vez de camisas negras, azules,
rojas o pardas, fácilmente identificables. La sombra es más peligrosa, pues
viene ahora disfrazada de retórica puesta a día, de talante tolerable, de
imperativo técnico, de sonrisa democrática. Pero el hecho es el mismo: el poder
y cuantos aspiran a conservarlo u obtenerlo un día no están dispuestos a pagar
el precio de una prensa libre, y cada vez se niegan a ello con más descaro.
Basta ver las ruedas de prensa sin preguntas, el miedo a comparecencias
públicas, los debates electorales donde son los políticos y sus equipos, no los
periodistas desde la libertad, quienes establecen el formato. Como si hubiera,
además, que agradecerles la concesión. Y la sumisión de los periodistas, y de
los jefes de esos periodistas, que aceptan ese estado de cosas sin rebelarse,
sin protestar, sin plantarse colectivamente, con gallardía profesional, frente
a la impune soberbia de una casta a la que, en vez de dar miedo, dan, a menudo,
impunidad, garantías y confort.
Aterra
la docilidad con la que últimamente, salvo concretas y muy arriesgadas
excepciones, el periodismo se pliega en España a la presión del poder. Creo que
nunca se ha visto, desde que se restauró la democracia, un periodismo tan
agredido por el poder político y financiero. Y nunca se ha visto tanta
mansedumbre, tanta resignación en la respuesta. Apenas hay afán por buscar, por
investigar, excepto cuando se trata de servir intereses particulares. Entonces,
para procurar munición al padrino que a cada cual corresponde o se ha buscado
para sobrevivir, entonces sí hay luz verde, y hay medios, hasta que se topa con
la línea roja correspondiente a cada cual: la banca, la telefonía, la
publicidad, el nacionalismo correspondiente, la Iglesia, tal o cual sigla de
partido, lo socialmente correcto llevado hasta extremos de estupidez. Y en
pocos casos se trata de hacer reflexionar al lector sobre esto o aquello. Se
trata, por lo general, de imponerle una supuesta verdad. Y ese parece ser el
triste objetivo del periodismo español de hoy: no ayudar al ciudadano a pensar
con libertad. Solo convencerlo. Adoctrinarlo.
España
es un lugar con una larga enfermedad histórica que se manifiesta, sobre todo,
en un devastador desprecio por la educación y la cultura, y una siniestra falta
de respeto intelectual por quien no comparte la misma opinión. Por el
adversario. Siempre creí, porque así me lo enseñaron de niño, que los únicos
antídotos contra la estupidez y la barbarie son la educación y la cultura. Que,
incluso con urnas, nunca hay democracia sin votantes cultos y lúcidos. Y que
los pueblos analfabetos nunca son libres, pues su ignorancia y su abulia
política los convierten en borregos propicios a cualquier esquilador astuto, a
cualquier manipulador malvado. A cualquier periodismo deshonestamente
mercenario.
Y
así, con frecuencia, aquí todo asunto polémico se transforma, no en debate
razonado, sino en un pugilato visceral del que está ausente, no ya el rigor,
sino el sentido común. Apenas existe en los medios españoles un debate solvente
político, social o cultural merecedores de ese nombre, sino choques de
posturas. Diálogos de sordos, a menudo en términos simples, clichés incluidos,
de derecha e izquierda. La presencia de nuevas formaciones políticas que buscan
espacios distintos no varía la situación. Se sigue buscando situarlas en uno u
otro de los tradicionales, como si de ese modo todo fuese más claro. Más
definido. Más fácil de entender.
Destaca,
significativa y terrible, la necesidad de encasillar. En España parece
inconcebible que alguien no milite en algo; y, en consecuencia, no odie cuanto
quede fuera del territorio delimitado por ese algo. Aquí, reconocer un mérito
al adversario es tan impensable como aceptar una crítica hacia lo propio.
Porque se trata exactamente de eso: adversarios, bandos, sectarismos heredados,
asumidos sin análisis. Toda discrepancia te sitúa como enemigo, sobre todo en
materia de nacionalismos, religión o política. Me pregunto muchas veces de
dónde viene esa vileza, esa ansia de ver al adversario no vencido o convencido,
sino exterminado. Y quizá sea de la falta de cultura. De ciudadanos simples
surgen políticos simples, como los que muestran esos telediarios en los que, al
oír expresarse a algunos políticos casi analfabetos (y casi analfabetas, seamos
socialmente correctos), te preguntas: ¿Por quién nos toman? ¿Cómo se atreven a
hablar en público? ¿De dónde sacan esa cateta seguridad, esa contumaz
desvergüenza?... Sin embargo, la falta de cultura no basta para explicarlo,
pues otros pueblos tan incultos y maleducados como nosotros se respetan a sí
mismos. Quizá esa Historia que casi nadie enseña en los colegios pueda
explicarlo: ocho siglos de moros y cristianos, el peso de la Inquisición con
sus delaciones y envidias, la infame calidad moral de reyes y gobernantes.
Pues
bien. Ese “conmigo o contra mí” envenena, también, las redacciones. Los
veteranos periodistas recordarán que en los años de la Transición, y hasta
mucho después, la línea ideológica, el compromiso activo de un medio
informativo, los llevaban el quipo de dirección, columnistas y editorialistas,
mientras que los redactores y reporteros de infantería, honrados mercenarios,
eran perfectamente intercambiables de un medio a otro. Un periodista podía
pasar de Pueblo al Arriba, a Informaciones, a Diario 16 o a El País con toda
naturalidad. Incluso redactores de El Alcázar, la ultraderecha de la derecha,
tuvieron vidas profesionales en otros medios. Ahora, eso es casi imposible. Las
redacciones están tan contaminadas de ideologías o actitudes de la empresa, se
exige tanta militancia a la redacción, que hasta el más humilde becario que
informa sobre un accidente de carretera se ve en la necesidad de dar en su
folio y medio un toquecito, una alusión política, un puntazo en tal o cual
dirección, que le garantice, qué remedio, el beneplácito de la autoridad competente.
Y ya que hablo de sucesos, está bien recordar que hasta los sucesos, los
accidentes, las desgracias, son tratados ahora por los medios, a menudo, según
el parentesco político más cercano. Según sea la militancia de los responsables
reales o supuestos. Y a veces, hasta de las víctimas.
Apenas
hay periodismo político real en España, sino declaraciones de políticos y
cuanto en torno a ellos se genera. Raro es el trabajo periodístico que no
incluye declaraciones de políticos a favor o en contra, marginando el interés
del hecho en sí para derivarlo a lo que el político opina sobre él, aunque esa
opinión sea una obviedad o un lugar común, o quien habla maneje mecanismos
expresivos o culturales de una simpleza aterradora. Lo que cuenta es que el
político esté ahí. Que adobe y remate el asunto. Hasta el silencio de un
presidente o un ministro se considera noticia de titulares de prensa. Por
modesta o mediocre que sea a veces, la figura del político asfixia a todas las
otras. Hasta en la prensa local del más humilde pueblo español, las páginas
abundan en politiqueo municipal, convirtiendo cualquier menudo incidente
concejil en asunto de supuesto interés público. Los mecanismos internos más
aburridos de cualquier formación política importante se examinan hasta el
agotamiento. En mi opinión, las horas que un tertuliano de radio o televisión
dedica en España a analizar la mecánica interna de los partidos no tienen
equivalente en el mundo democrático
Todo
eso agota al lector, al oyente, al telespectador. Lo aburre y lo expulsa del
debate, haciendo que vuelva la espalda a la política, haciéndolo atrincherarse
allí donde las palabras reflexión y lucidez desaparecen por completo. Tampoco
ayudan a ello las voces que en ocasiones el periodismo pone sobre la mesa, como
algunos tertulianos y opinadores profesionales alineados con tal o cual
postura, o que han ido readaptándola cínicamente en los últimos 40 años, de
modo que antes de que abran la boca ya sabes, según el individuo y el momento,
lo que van a decir. Del mismo modo que reconoces tal o cual emisora de radio,
en el acto, por el tono de sus intervinientes, aunque ignores el nombre de
estos. Igual que con alguien en la calle, a los pocos minutos de conversación,
sabes exactamente que periódico lee o que emisora de radio escucha.
Para
cualquier lector atento de varios medios, es evidente que el periodismo en
España se ha contaminado de ese ambiente enrarecido, de ese sesgo peligroso que
tanto desacredita las instituciones en los últimos tiempos y del que son
responsables no solo los políticos, ni los periodistas, sino también algunos
jueces demasiado atentos a los mecanismos de la política, el periodismo y la
llamada opinión pública. Y tampoco la crisis económica contribuye a las
deseadas libertad e independencia. La inversión publicitaria pasó de 2.100
millones de euros en 2007 a menos de 700 en 2013. Eso aumenta la tentación de
cobijarse bajo los poderes establecidos, y el periodismo como contrapoder se
vuelve un ejercicio peligroso. Por sus propios problemas, algunos medios
deciden no ir contra nadie que tenga poder o dinero. Y surge otro serio enemigo
del periodismo honrado: la autocensura. Cuando el redactor jefe, en vez de
animarte, te frena. Nos gusta ver en las películas cómo periodistas intrépidos
consiguen la complicidad y el aliento de sus superiores; pero eso, aunque por
fortuna ocurre a veces, no es aquí el caso más frecuente. No se practica con
igual entusiasmo en las redacciones, más atentas a notas de prensa de gabinetes
que a patear el asfalto. Y así, los partidos, las grandes empresas de la banca,
las comunicaciones y la energía, entre otras, aprovechan la dependencia de los
medios para dar por supuesta, cuando no imponer, la autocensura en las
redacciones.
Supongo
que habrá soluciones para eso. Posibilidades de cambio y esperanzas. Pero no es
asunto mío buscarlas. No soy sociólogo, ni político. Apenas soy ya periodista.
Solo soy un tipo que escribe novelas, que fue reportero en otro tiempo. Y hoy,
puesto que aquí me han emplazado a ello, traigo mi visión personal del asunto,
parcial, subjetiva, que pueden ustedes olvidar, con todo derecho, en los
próximos cinco minutos. La transición del papel a lo digital, los productos de
pago en la red, la eventualidad de que nuevos filántropos, capital riesgo y
empresarios particulares unan sus esfuerzos para hacer posible un periodismo
solvente y de calidad, son posibilidades ilusionantes que sin duda serán
abordadas por quienes aún creen que solo un periodismo que pide cuentas al
poder, en cualquier forma de soporte inventada o por inventar, tiene futuro.
Esa es, y será siempre, la verdadera épica del periodismo y de quienes lo
practican: pelear por la verdad, la independencia y la libertad de información
pagando el precio del riesgo, en batallas que pueden perderse, pero que también
se pueden ganar. Haciendo posible todavía, siempre, que un alcalde, un
político, un financiero, un obispo, un poderoso, cuando un periodista se
presente ante ellos con un bloc, un bolígrafo, un micrófono o lo que depare el
futuro, sigan sintiendo el miedo a la verdad y al periodismo que la defiende.
El respeto al único mecanismo social probado, la única garantía: la prensa
independiente que mantiene a raya a los malvados y garantiza el futuro de los
hombres libres.
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