El
comandante y el periodista/HOMERO
CAMPA
Revista Porceso No. 1993, 10 de enero de 2015
–¿Cómo
está Julio Scherer? –preguntó en tono amable Fidel Castro cuando me ubicó entre
un grupo de corresponsales extranjeros que a principios de 1997 buscaba
entrevistarlo tras concluir un acto público en La Habana.
–Don
Julio está bien –contesté de botepronto, sorprendido por la pregunta.
–Pero,
ven acá ¿cómo es que ya dejó la revista Proceso? –repreguntó en alusión a que
apenas en noviembre anterior don Julio, junto con Vicente Leñero y Enrique
Maza, se había retirado de las labores directivas del semanario.
–Bueno
–dije yo– renunció a la dirección, pero se mantiene como presidente del consejo
de administración de CISA, la empresa que edita la revista.
–Ah,
entonces sigue estando al frente –concluyó sonriente y siguió de largo.
En
el verano del mismo año don Julio me llamó por teléfono a La Habana. “¿Cómo ve
al Comandante?”, preguntó directo en alusión a los rumores cada vez más
recurrentes de que Fidel Castro se encontraba muy enfermo, prácticamente al
borde de la muerte.
“Casi
no lo veo, don Julio. Pero en los raros actos públicos en los que aparece se le
ve más delgado”, contesté, igualmente sorprendido por la pregunta.
Julio
Scherer y Fidel Castro se conocían, se respetaban y diría incluso que
simpatizaban, pero me fue claro en esos días que no tenían comunicación.
Scherer
lo había entrevistado en dos ocasiones. La primera en julio de 1959, cuando era
reportero de Excélsior y Fidel era el carismático comandante que encarnaba los
sueños de la Revolución. Scherer lo “cazó” de madrugada en la cocina del hotel
Habana Hilton, donde Castro cenaba “como un hambriento: carne, leche, frutas,
panes; todo en abundancia”, escribió el reportero en el texto de la entrevista
que publicó ese diario el 26 de julio de 1959.
Scherer
cuenta luego que Castro salió de la cocina, pero se entretuvo con un grupo de
turistas estadunidenses con quienes se tomó fotografías y quienes le pidieron
que estampara su firma en banderas cubanas. Bajó finalmente al estacionamiento
e hizo subir a Scherer a su automóvil: “Tú al centro, mexicano, junto a mi
ayudante. Yo en la ventanilla”, le dijo.
Y
le advirtió: “Serán sólo unos minutos. Desde la una de la madrugada me esperan
unas personas en mi casa. Sólo unos minutos, mexicano…”, pero Scherer ya no lo
soltó: la entrevista duró una hora con 20 minutos.
La
petición de Fidel
La
segunda entrevista se llevó a cabo en septiembre de 1981. Scherer era director
de Proceso y Fidel había consolidado el régimen socialista en la isla. No fue
fácil que éste aceptara las preguntas del periodista. En un texto titulado “Los
locos de la Revolución”, aparecido en la edición especial número 20 de Proceso,
Scherer contó:
“Fidel
me decía, amistoso:
“–Yo
te quiero dar la entrevista pero es de mala política conversar con periodistas
adversos a sus gobiernos. Y tú eres de ésos. Tienes amigos que son mis amigos y
me han pedido que conversemos. Pero, te digo, es de mala política.
“Aduje
que la política no tiene por qué regir al periodismo. El periodista ejerce como
‘novelista sin ficción’.
“–Dime
tú cómo le hacemos.
“Vi
en el Gabo la salvación. Lo propuse como lector de mi trabajo. Con García
Márquez caminaba sobre seguro. Me devolvería un texto limpio, sin tocar el
lápiz para agregar una coma o corregir algún tropezón gramatical.”
Scherer
realizó la entrevista. Pero Fidel ya era otro. “El poder maltrata el carisma y
la soltura decae a costa de la solemnidad”, observó Scherer. La entrevista
“respondía al eco de sus discursos”.
De
pronto, Fidel contó una historia personal:
“Caminaba
Fidel al lado de Brezhnev por el corredor central del Palacio de las
Convenciones (…) Intempestivo e imprevisible, Brezhnev detuvo el paso y observó
al fondo la obra del pintor René Portocarrero. Vio las formas que se
multiplican, los colores de una hoguera inmensa formada por el naranja, el
color más caliente, los violetas de llama blanca, los rojos que ciegan, los
verdes selváticos. Era el Portocarrero que había llevado al mural la sensación
de la incandescencia.
“–Brezhnev
me preguntó–, cita Fidel en la entrevista, textual:
“–¿Y
quién es ese loco que pintó eso?
“Castro
sintió la mordedura:
“–Un
loco que, junto con otros locos, hizo la revolución cubana a la cual usted ha
rendido homenaje”.
Scherer
relata después que García Márquez le devolvió el texto sin observación alguna.
Se sintió satisfecho. Recuerda que en el aeropuerto José Martí, ya para dejar
La Habana, escuchó su nombre a todo volumen.
Cuenta:
“Gritaban los altavoces. El comandante me buscaba. Urgente era el tono de la
voz: ‘Julio Schere, Julio Schere, favor de presentarse en la mesa de Cubana’.
Alterado como estaba, sólo miraba alrededor.
“Fidel
me encontró.
“–Quiero
hablar contigo unos minutos. Nada grave, nada de qué preocuparse.
“A
unos pasos, señaló un par de sillas.
“–Te
quiero pedir un favor.
“–Dígame,
comandante.
“–Te
agradecería que suprimieras la historia que te conté acerca de Brezhnev. Tú
cumpliste con el Gabo, cumpliste conmigo. Todo está de tu parte. Publica la
historia, si así lo decides, si así lo quieres. Pero yo te debo pedir ese
favor.
“–La
historia es vivaz, comandante, una pequeña joya.
“–Está
bien. Tú decides. No hay objeción de mi parte. Te respeto, lo sabes.
“Subrayé
un largo silencio sin despegarle los ojos.
“Fidel
fue claro. Sus relaciones con los soviéticos se encontraban en un punto
riesgoso. Comandante de la Revolución, sostendría sus principios, pero no
quería que la atmósfera se calentara aún más y la envenenaran las suspicacias,
las sospechas que terminan en la maledicencia. Frente a la historia impresa,
traducida a su idioma, Brezhnev reaccionaría con rabia.
“Nos
despedimos con un abrazo breve y Fidel se perdió entre una multitud.”
Scherer
comenta que en el avión, durante su regreso a México, suprimió esa anécdota en
su texto. Y anotó en una línea la razón: “Alguna vez Fidel me había hecho
soñar”.
Cartas
a La Habana
Tras
esa segunda entrevista, Scherer intentó que hubiera al menos una más. Realizó
varias gestiones en 1995. En mayo de ese año, durante una visita de una
delegación del PRI encabezada por su presidenta nacional, María de los Ángeles
Moreno, pude entregarle al comandante una carta que le envió el entonces director
de Proceso.
–Don
Julio Scherer me pidió que le entregara esta carta –dije solemne al comandante.
La
recibió indiferente y sin mirarla se la guardó en la bolsa de su chaqueta
militar verde olivo.
–¿Qué
le digo a don Julio? –pregunté preocupado.
–Dígale
que la recibí –contestó amable pero cortante.
Dos
meses después –julio de 1995–, Scherer aprovechó que Carlos Castillo Peraza,
entonces dirigente nacional del PAN, realizó una visita de trabajo a La Habana
para enviar con él otra carta para Castro. “Se la manda un amigo suyo”, le
dijo. Fidel vio el nombre del remitente y el logotipo de Proceso. Sonrió. Se
llevó la carta a su lugar y la puso frente a él, sobre la mesa en torno a la
cual se sentaron los miembros del Comité Ejecutivo Nacional del PAN y del
Consejo de Estado de Cuba, en el Palacio de la Revolución.
Pero
nada pasó.
La
oportunidad de oro se presentó cuatro meses después. En noviembre de ese año,
don Julio fue invitado por la familia Cárdenas a La Habana, donde el gobierno
de la isla realizaría un homenaje post mortem al general Lázaro Cárdenas del
Río.
Pero
el ambiente político no era propicio. Los diarios mexicanos publicaban notas
sobre el refugio y la protección que Fidel Castro brindaba en la isla al
expresidente mexicano Carlos Salinas de Gortari. El 20 de noviembre de ese año
–justo el día en que se celebraría el homenaje al general Cárdenas–, el diario
La Jornada publicó que Salinas habría atracado en la Marina Hemingway de La
Habana a bordo del yate Eco.
Reportero
siempre, Scherer acudió a la Marina Hemingway y se metió a la oficina de la
Jefatura del Puerto. No salió de ahí hasta que el titular de esa oficina, Amado
Polo Hernández, revisó su libro de registros y no encontró ninguna embarcación
ni a ningún tripulante con los nombres que don Julio solicitó.
Pero
la nota de La Jornada envenenó el ambiente. Cuauhtémoc Cárdenas, quien había
impugnado el triunfo de Salinas en las elecciones de 1998, explotó: “Me resulta
un tanto increíble que él (Salinas) pueda estar aquí, pues no alcanzo a
imaginar cómo Cuba pudiera brindar protección a una persona que tanto ha
agraviado al pueblo mexicano”, declaró ante periodistas a media mañana.
Fidel
Castro sintió como un insulto las declaraciones de Cuauhtémoc. En represalia no
asistió al homenaje al general Cárdenas, que se realizó esa noche en el Palacio
de la Revolución. En su lugar acudió su hermano, el general Raúl Castro.
Scherer
se quedó otra vez sin ver a Fidel.
El
“ganón”
–Le
voy a dar un ejemplo de por qué la revolución cubana sigue valiendo la pena –me
dijo don Julio de sopetón a principios de 2006.
Y
explicó: el hijo de una familia de “guajiros” que vive en una región apartada y
pobre de la isla tiene la posibilidad de estudiar y, si tiene talento, puede
llegar a ser un gran cirujano. La revolución no sólo le dio estudios, sino
empleo y reconocimiento social. “Eso es impensable en México. Dígame un caso
del hijo de unos indígenas de Chiapas que pueda siquiera aspirar a ser un
exitoso profesionista”, retó.
“Tiene
usted razón don Julio –concedí un poco–, pero la historia del hijo de ese
guajiro no termina ahí: la revolución le dio estudios y lo hizo profesionista…
pero después se va a desquitar con él: le va a pagar 500 pesos mensuales,
equivalentes a 20 dólares, prácticamente de por vida y sin darle oportunidad de
obtener otros ingresos con su profesión porque en Cuba la medicina privada está
prohibida. El Estado lo forma para explotarlo después”. Don Julio endureció el
gesto. “Con usted no se puede –dijo con voz de trueno–. Ahí donde yo veo una
sonrisa, usted ve una mueca”.
Unas
semanas después –el 31 de julio de 2006–, Fidel fue intervenido quirúrgicamente
por un problema intestinal y su secretario privado, Carlos Valenciaga, anunció
por televisión que el comandante delegaba provisionalmente todos sus poderes a
su hermano Raúl.
“La
situación es grave, pero Fidel ya ganó”, me dijo don Julio durante un desayuno
en el restaurante Konditori.
–¿Por
qué don Julio?
–Porque
resistió. Se puede morir en paz porque los gringos nunca lo doblaron. Fidel fue
el ganón, don Homero, fue el ganón.
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