11 ene 2015

El comandante y el periodista

El comandante y el periodista/HOMERO CAMPA
Revista Porceso No. 1993, 10 de enero de 2015
–¿Cómo está Julio Scherer? –preguntó en tono amable Fidel Castro cuando me ubicó entre un grupo de corresponsales extranjeros que a principios de 1997 buscaba entrevistarlo tras concluir un acto público en La Habana.
–Don Julio está bien –contesté de botepronto, sorprendido por la pregunta.
–Pero, ven acá ¿cómo es que ya dejó la revista Proceso? –repreguntó en alusión a que apenas en noviembre anterior don Julio, junto con Vicente Leñero y Enrique Maza, se había retirado de las labores directivas del semanario.
–Bueno –dije yo– renunció a la dirección, pero se mantiene como presidente del consejo de administración de CISA, la empresa que edita la revista.
–Ah, entonces sigue estando al frente –concluyó sonriente y siguió de largo.
En el verano del mismo año don Julio me llamó por teléfono a La Habana. “¿Cómo ve al Comandante?”, preguntó directo en alusión a los rumores cada vez más recurrentes de que Fidel Castro se encontraba muy enfermo, prácticamente al borde de la muerte.

“Casi no lo veo, don Julio. Pero en los raros actos públicos en los que aparece se le ve más delgado”, contesté, igualmente sorprendido por la pregunta.

Julio Scherer y Fidel Castro se conocían, se respetaban y diría incluso que simpatizaban, pero me fue claro en esos días que no tenían comunicación.

Scherer lo había entrevistado en dos ocasiones. La primera en julio de 1959, cuando era reportero de Excélsior y Fidel era el carismático comandante que encarnaba los sueños de la Revolución. Scherer lo “cazó” de madrugada en la cocina del hotel Habana Hilton, donde Castro cenaba “como un hambriento: carne, leche, frutas, panes; todo en abundancia”, escribió el reportero en el texto de la entrevista que publicó ese diario el 26 de julio de 1959.

Scherer cuenta luego que Castro salió de la cocina, pero se entretuvo con un grupo de turistas estadunidenses con quienes se tomó fotografías y quienes le pidieron que estampara su firma en banderas cubanas. Bajó finalmente al estacionamiento e hizo subir a Scherer a su automóvil: “Tú al centro, mexicano, junto a mi ayudante. Yo en la ventanilla”, le dijo.

Y le advirtió: “Serán sólo unos minutos. Desde la una de la madrugada me esperan unas personas en mi casa. Sólo unos minutos, mexicano…”, pero Scherer ya no lo soltó: la entrevista duró una hora con 20 minutos.

La petición de Fidel

La segunda entrevista se llevó a cabo en septiembre de 1981. Scherer era director de Proceso y Fidel había consolidado el régimen socialista en la isla. No fue fácil que éste aceptara las preguntas del periodista. En un texto titulado “Los locos de la Revolución”, aparecido en la edición especial número 20 de Proceso, Scherer contó:

“Fidel me decía, amistoso:

“–Yo te quiero dar la entrevista pero es de mala política conversar con periodistas adversos a sus gobiernos. Y tú eres de ésos. Tienes amigos que son mis amigos y me han pedido que conversemos. Pero, te digo, es de mala política.

“Aduje que la política no tiene por qué regir al periodismo. El periodista ejerce como ‘novelista sin ficción’.

“–Dime tú cómo le hacemos.

“Vi en el Gabo la salvación. Lo propuse como lector de mi trabajo. Con García Márquez caminaba sobre seguro. Me devolvería un texto limpio, sin tocar el lápiz para agregar una coma o corregir algún tropezón gramatical.”

Scherer realizó la entrevista. Pero Fidel ya era otro. “El poder maltrata el carisma y la soltura decae a costa de la solemnidad”, observó Scherer. La entrevista “respondía al eco de sus discursos”.

De pronto, Fidel contó una historia personal:

“Caminaba Fidel al lado de Brezhnev por el corredor central del Palacio de las Convenciones (…) Intempestivo e imprevisible, Brezhnev detuvo el paso y observó al fondo la obra del pintor René Portocarrero. Vio las formas que se multiplican, los colores de una hoguera inmensa formada por el naranja, el color más caliente, los violetas de llama blanca, los rojos que ciegan, los verdes selváticos. Era el Portocarrero que había llevado al mural la sensación de la incandescencia.

“–Brezhnev me preguntó–, cita Fidel en la entrevista, textual:

“–¿Y quién es ese loco que pintó eso?

“Castro sintió la mordedura:

“–Un loco que, junto con otros locos, hizo la revolución cubana a la cual usted ha rendido homenaje”.

Scherer relata después que García Márquez le devolvió el texto sin observación alguna. Se sintió satisfecho. Recuerda que en el aeropuerto José Martí, ya para dejar La Habana, escuchó su nombre a todo volumen.

Cuenta: “Gritaban los altavoces. El comandante me buscaba. Urgente era el tono de la voz: ‘Julio Schere, Julio Schere, favor de presentarse en la mesa de Cubana’. Alterado como estaba, sólo miraba alrededor.

“Fidel me encontró.

“–Quiero hablar contigo unos minutos. Nada grave, nada de qué preocuparse.

“A unos pasos, señaló un par de sillas.

“–Te quiero pedir un favor.

“–Dígame, comandante.

“–Te agradecería que suprimieras la historia que te conté acerca de Brezhnev. Tú cumpliste con el Gabo, cumpliste conmigo. Todo está de tu parte. Publica la historia, si así lo decides, si así lo quieres. Pero yo te debo pedir ese favor.

“–La historia es vivaz, comandante, una pequeña joya.

“–Está bien. Tú decides. No hay objeción de mi parte. Te respeto, lo sabes.

“Subrayé un largo silencio sin despegarle los ojos.

“Fidel fue claro. Sus relaciones con los soviéticos se encontraban en un punto riesgoso. Comandante de la Revolución, sostendría sus principios, pero no quería que la atmósfera se calentara aún más y la envenenaran las suspicacias, las sospechas que terminan en la maledicencia. Frente a la historia impresa, traducida a su idioma, Brezhnev reaccionaría con rabia.

“Nos despedimos con un abrazo breve y Fidel se perdió entre una multitud.”

Scherer comenta que en el avión, durante su regreso a México, suprimió esa anécdota en su texto. Y anotó en una línea la razón: “Alguna vez Fidel me había hecho soñar”.

Cartas a La Habana

Tras esa segunda entrevista, Scherer intentó que hubiera al menos una más. Realizó varias gestiones en 1995. En mayo de ese año, durante una visita de una delegación del PRI encabezada por su presidenta nacional, María de los Ángeles Moreno, pude entregarle al comandante una carta que le envió el entonces director de Proceso.

–Don Julio Scherer me pidió que le entregara esta carta –dije solemne al comandante.

La recibió indiferente y sin mirarla se la guardó en la bolsa de su chaqueta militar verde olivo.

–¿Qué le digo a don Julio? –pregunté preocupado.

–Dígale que la recibí –contestó amable pero cortante.

Dos meses después –julio de 1995–, Scherer aprovechó que Carlos Castillo Peraza, entonces dirigente nacional del PAN, realizó una visita de trabajo a La Habana para enviar con él otra carta para Castro. “Se la manda un amigo suyo”, le dijo. Fidel vio el nombre del remitente y el logotipo de Proceso. Sonrió. Se llevó la carta a su lugar y la puso frente a él, sobre la mesa en torno a la cual se sentaron los miembros del Comité Ejecutivo Nacional del PAN y del Consejo de Estado de Cuba, en el Palacio de la Revolución.

Pero nada pasó.

La oportunidad de oro se presentó cuatro meses después. En noviembre de ese año, don Julio fue invitado por la familia Cárdenas a La Habana, donde el gobierno de la isla realizaría un homenaje post mortem al general Lázaro Cárdenas del Río.

Pero el ambiente político no era propicio. Los diarios mexicanos publicaban notas sobre el refugio y la protección que Fidel Castro brindaba en la isla al expresidente mexicano Carlos Salinas de Gortari. El 20 de noviembre de ese año –justo el día en que se celebraría el homenaje al general Cárdenas–, el diario La Jornada publicó que Salinas habría atracado en la Marina Hemingway de La Habana a bordo del yate Eco.

Reportero siempre, Scherer acudió a la Marina Hemingway y se metió a la oficina de la Jefatura del Puerto. No salió de ahí hasta que el titular de esa oficina, Amado Polo Hernández, revisó su libro de registros y no encontró ninguna embarcación ni a ningún tripulante con los nombres que don Julio solicitó.

Pero la nota de La Jornada envenenó el ambiente. Cuauhtémoc Cárdenas, quien había impugnado el triunfo de Salinas en las elecciones de 1998, explotó: “Me resulta un tanto increíble que él (Salinas) pueda estar aquí, pues no alcanzo a imaginar cómo Cuba pudiera brindar protección a una persona que tanto ha agraviado al pueblo mexicano”, declaró ante periodistas a media mañana.

Fidel Castro sintió como un insulto las declaraciones de Cuauhtémoc. En represalia no asistió al homenaje al general Cárdenas, que se realizó esa noche en el Palacio de la Revolución. En su lugar acudió su hermano, el general Raúl Castro.

Scherer se quedó otra vez sin ver a Fidel.

El “ganón”

–Le voy a dar un ejemplo de por qué la revolución cubana sigue valiendo la pena –me dijo don Julio de sopetón a principios de 2006.

Y explicó: el hijo de una familia de “guajiros” que vive en una región apartada y pobre de la isla tiene la posibilidad de estudiar y, si tiene talento, puede llegar a ser un gran cirujano. La revolución no sólo le dio estudios, sino empleo y reconocimiento social. “Eso es impensable en México. Dígame un caso del hijo de unos indígenas de Chiapas que pueda siquiera aspirar a ser un exitoso profesionista”, retó.

“Tiene usted razón don Julio –concedí un poco–, pero la historia del hijo de ese guajiro no termina ahí: la revolución le dio estudios y lo hizo profesionista… pero después se va a desquitar con él: le va a pagar 500 pesos mensuales, equivalentes a 20 dólares, prácticamente de por vida y sin darle oportunidad de obtener otros ingresos con su profesión porque en Cuba la medicina privada está prohibida. El Estado lo forma para explotarlo después”. Don Julio endureció el gesto. “Con usted no se puede –dijo con voz de trueno–. Ahí donde yo veo una sonrisa, usted ve una mueca”.

Unas semanas después –el 31 de julio de 2006–, Fidel fue intervenido quirúrgicamente por un problema intestinal y su secretario privado, Carlos Valenciaga, anunció por televisión que el comandante delegaba provisionalmente todos sus poderes a su hermano Raúl.

“La situación es grave, pero Fidel ya ganó”, me dijo don Julio durante un desayuno en el restaurante Konditori.

–¿Por qué don Julio?


–Porque resistió. Se puede morir en paz porque los gringos nunca lo doblaron. Fidel fue el ganón, don Homero, fue el ganón.

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