Esa
letra menuda.../RAFAEL
CARDONA
Proceso No. 1993, 10 de enero de 2015
“Don
Rafaele” –me decía en voz baja–. “¿Cómo se hace cuando el poder legal choca
contra el poder impuesto?”
–Pues
lo legal pierde el poder, don Julio.
Era
la madrugada del 8 de julio de 1976. Los golpistas de Excélsior habían retirado
la página de respaldo de colaboradores y articulistas quienes manifestaban su
compromiso con la autoridad editorial y administrativa de la cooperativa ante
la inminente asonada traidora cuya culminación llegaría horas más tarde. La
“indiada” al fin votó.
Julio
Scherer se mordía las uñas. Ser descarnaba la punta de los dedos. Tenía el pelo
revuelto con el descuido de sus 50 años.
A
partir de ese día todo fue distinto.
Como
fuera, la dirección de Excélsior era una posición dentro del concierto
nacional. Cuando hicimos CISA y luego Proceso, Scherer comenzó a ser parte del
desconcierto.
Su
postura crítica quiso ser interpretada como una revancha rencorosa contra todo
y contra todos. Sus audacias en la denuncia, la exhibición de pecados públicos,
la intransigencia contra Echeverría, su censura ante la ruindad, su arrojo
durante el salinato, su capacidad de sostener una posición insobornable durante
años y años desconcertaban al poder.
No
lo podían tratar como a los demás. Claro, no era como los demás. No pudieron ni
los intentos de halago, ni el amago.
–Un
día –me dijo Francisco Galindo Ochoa– Julio va sacar una portada contra Julio,
nada más eso le falta.
Y
se reía socarrón. Después ordenó el boicot. Ni una página de publicidad
oficial, cero propaganda comercial. Y Scherer aguantó como resistió en 1975 y
76 el sabotaje del sector privado. Como asimiló el golpe del 8 de julio, como
soportó tantas cosas.
En
noviembre de 1976, a solas, en el edificio prestado por José Pagés Llergo para
alojar a los expulsados de Excélsior y su angustiosa necesidad de sobrevivir,
de salir de nuevo a la calle con un papel impreso o una noticia en las manos
para cumplir su vocación, su oficio y hasta su destino, le dije a Scherer: “Me
voy”.
El
primer número de Proceso lo conocí en el puesto de la esquina.
La
vida tejió su manto. La vid reventó sus uvas.
Veinte
años pasé sin verlo ni hablar con él. Leí todo su trabajo, conocí toda su obra
y siempre lo consideré cercano a pesar de todo. Alguna vez jefe; quizá mentor
en varios momentos, viejo solidario, casi tanto como Manuel Buendía o el propio
Jefe Pagés.
Una
tarde recibí La piel y la entraña (Lecturas Mexicanas, del Conaculta). La
helada dedicatoria me entristeció:
Para
Don Rafael Cardona. Punto. Julio. Dic 96. Respondí con un libro mío:
Para
Don Julio Scherer. Punto y seguido. Rafael. Ene 97.
Pocos
días después nos reencontramos cuatros lustros tarde. Bebimos cataratas de café
y hablamos y hablamos. Ni una censura, ni una crítica. La vista al frente.
–Usted
y yo deberíamos hacer cosas juntos, don Rafaele.
Nunca
las hicimos.
Años
después vino el episodio luminoso del Mayo Zambada, desde mi punto de vista la
cima en su carrera. El reportero llega a un mundo clandestino donde no pueden
ni soldados ni policías, se juega la vida en los inseguros linderos de la
ancianidad. Y la jauría estimulada por el gobierno lo agrede, lo acosa y lo
acusa. Envidia pura, mediocridad envidiosa.
Algo
semejante a esto digo por la radio, por la televisión. Lo escribo. Y Julio me
llama, me cita, me agradece y me regala un libro de Nabokov. Me sorprende su
minuciosa cajita con los aparatos auditivos. Le advierto cristal en la mirada.
Se le han venido encima los años pero la mente es la misma prodigiosa
maquinaria.
Y
en el libro escribe con esa letra menuda un tanto temblorosa: “Rafael: Padecí y
disfruté de una conmoción interna que tú provocaste. Y sé lo que es la
conmoción, un vuelco del alma”.
Adiós,
ahora sí para siempre, Julio.
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