11 ene 2015

La lección/Alejandro Caballero

 La lección/Alejandro Caballero
Revista Proceso No. 1993, 10 de enero de 2015
El atardecer de Marcos, el título de la portada de Proceso del 6 de enero de 1996, fue el centro de la conversación.
Hacía dos años del surgimiento del Ejército Zapatista y de un hombre que había decidido cubrirse con estambre la cara para enfrentar al gobierno de Carlos Salinas de Gortari. Dueño de una prosa fascinante, el Sub acabaría haciendo de la palabra su principal arma, y de las mortíferas, apenas utilería, parte de su atuendo mediático.
El rostro oculto de Marcos ocupaba la totalidad de la portada, pero el cabezal principal, era el tema, en esa tarde sentados don Julio y el que escribe en una mesa de un restaurante al sur de la avenida Insurgentes.
Don Julio me miraba sin parpadear, atento, sin el menor indicio de cortar mis balbuceos. Apasionado conversador, aplicaba sin subterfugios la difícil virtud de escuchar.
La memoria se cruza con el presente. Me estremezco. Veo a don Julio el 17 de octubre de 2014 subir con un gran esfuerzo físico los 20 escalones que conducen a lo que fue su oficina por más de 20 años, y que a finales de los noventa heredó al actual director Rafael Rodríguez Castañeda.

Intocable su lucidez, contrasta la languidez de su cuerpo. Ya de salida, una querida reportera equivoca, en el honesto afecto, el uso de las palabras. Le dice algo así como ojalá nos vuelva a visitar pronto. Tocado como por un rayo, don Julio endereza levemente los hombros, detiene con lentitud su andar y mirándola a los ojos, sin enojo, la corrige con cariño: “yo no soy un visitante, esta es mi casa, como la de todos ustedes”.
Rodeado amorosamente por quienes estábamos presentes en la redacción ese mediodía retomó el paso hasta el asiento del copiloto de un auto compacto. Recordé entonces la escena de varios años atrás, cuando después de algún percance, alguien le insinuó que lo llevaba a su casa. Lo cito sin comillas: Ni madres. Esas cosas las decido yo. Y yo manejo.
Fría, inanimada la mañana del 8 de enero, mientras escribo estas líneas, me abruma la tristeza de los recuerdos inmediatos, a flor de piel.
El director Rafael Rodríguez Castañeda me pide al mediodía del 6 de enero que prepare la nota de lo inminente. Periodistas al fin, hacemos lo que haría don Julio.
Ya de noche, releo, devoro, hasta donde mi capacidad me lo permite, páginas de sus libros. Nostalgia, alegría, admiración, rabia, se combinan mientras avanzo y le doy sonoridad a sus palabras. Creo escuchar su voz, su elocuencia. Me encuentro, arrobado, entre muchas, las siguientes líneas escogidas por mi arbitrario sentir.
Describe al responsable de la matanza de Tlatelolco.
Dos esferas minúsculas por ojos, las pestañas ralas, a la intemperie los dientes grandes y desiguales, la piel amarilla, salpicada de lunares cafés, gruesos los labios y ancha la base de la nariz, así era don Gustavo Díaz Ordaz. Algunas veces bromeaba acerca de su fealdad, pero si alguien le seguía el juego, estallaba su ira. Irritable, se vigilaba; desconfiado, se mantenía al acecho. Agobiado los últimos años de su vida, después de la tragedia de 1968 resguardó su intimidad. La fortificó tanto que hizo de ella una cárcel. Allí murió.
Avanzo en la lectura. Me subyuga la anécdota. La reproduzco. El personaje al que se refiere es el siniestro Arturo Durazo, jefe de la policía en el sexenio de José López Portillo y pionero de los uniformados, coludidos o cabezas de los narcotraficantes, que ahora nos inundan.
Desde el saludo, cruzadas las primeras palabras, supe que dijera lo que dijese Durazo encontraría en mí el rechazo. Sólo tenía ojos para las insultantes estrellas de su uniforme, ánimo para impugnarlo. La conversación se endurecía. En la estancia sólo él y yo hablábamos. De nada servían los huisquis. Quise ofenderlo:
Mire general, para acabar pronto. Imaginemos que son las dos de la madrugada en una colonia desierta de la ciudad. Para llegar a mi casa debo avanzar de frente y sólo tengo dos posibilidades: la acera de la izquierda y la acera de la derecha. A la distancia vislumbro a un policía uniformado en la acera de la izquierda y en la acera de la derecha a un sujeto con pinta de hampón. Camino por la acera de la derecha, que me ofrece alguna posibilidad de error.
Durazo me dijo que me sobrepasaba y al instante voces precipitadas nos invitaron a la mesa.
Al final de ese encuentro, tratando de salvar la cena, el anfitrión le pide a Scherer despedirse del narcopolicía. Escribió el periodista:
Alcancé a Durazo y lo tomé del brazo. Caminamos unos metros en silencio.
–No se enoje, general, disculpe.
–No me enojo, al contrario. Usted me gusta pa puto y me lo voy a coger un día.
Sentí asco.
 –Si es por la fuerza usted me va a coger. Pero si es por la inteligencia, yo me lo voy a coger a usted.
 Me aparté y regresé a la sala de la casa. Me supe cubierto de sudor. Tuve miedo, satisfacción, frustración, rabia, gusto. Hubiera querido injuriarlo. No pude. No me arrepentí.
 Como un adicto, sin tregua, nado en la prosa periodística del fundador de Proceso. La madrugada del funesto 7 de enero, sabría horas después, mientras él agonizaba, yo lo recordaba, de una de las mejores maneras que estoy seguro le gustaría: leyéndolo.
 Recupero otro pasaje de uno de los 22 libros que escribió y que, atrapado por la angustia, envuelto en ese aire de urgencia, oscuro el cielo, sin estrellas, mantuve apilados en la mesa de centro de mi departamento.
 Compañeros de trabajo en Excélsior y Proceso y más tarde separados por la política, Miguel López Azuara y yo nos llamamos “jefe”. Hoy al servicio del gobernador de Veracruz, Patricio Chirinos, antes ocupó la subdirección de prensa de la Presidencia de la República.
 –Jefe –me anunció una noche–, el licenciado Salinas lo invita a una cena en la casa de Gabriel García Márquez, este sábado.
 –¿Qué me dice?
 –Necesito sus documentos para tramitar su visa en la embajada de Colombia.
 –¿El sábado, dice?
 –Sí, el que viene.
 –¿Hay otros invitados?
 –El Güero Zabludovsky y Beatriz Pagés, a la que tanto quiere.
 –Deje pensarlo.
 –Apenas hay tiempo.
 –Le digo mañana.
 –Dígame ahora.
 Al día siguiente le dije que no. Me advirtió que mi negativa implicaba un desaire al presidente de la república y a García Márquez. Repuse que no cometía desaire alguno, que el presidente conocía mi opinión acerca de Zabludovsky, de salivosa y permanente adulación al poder. En todo caso yo era víctima de una descortesía.
 Tomada la decisión, no tuve duda: el periodista Zabludovsky me hace falta como punto de referencia: vive la vida que desprecio.
 De madrugada alcancé a escoger otras líneas de don Julio.
 Dedicadas a Luis Donaldo Colosio, lo cito:
 El 6 de marzo protestó como candidato a la presidencia de la república. Dijo entonces:
 Hoy, ante el priismo, ante los mexicanos, expreso mi compromiso de reformar el poder para democratizarlo y acabar con cualquier vestigio de autoritarismo.
 “Sabemos que el origen de muchos de nuestros males se encuentra en una excesiva concentración del poder que da lugar a decisiones equivocadas, al monopolio de las iniciativas, a los abusos y a los excesos.
 “Reformar el poder significa un presidencialismo sujeto –estrictamente– a los límites constitucionales de su origen republicano y democrático.”
 Esa misma noche, la noche del seis, conversamos en mi casa, otra vez en la biblioteca y sin prisa. Lo vi eufórico. Se lo dije.
 Exaltado, repitió trozos de su discurso y en un momento pensé que se pondría de pie. Le faltaba el auditorio, pero se tenía a él mismo:
 “Veo un México con hambre y sed de justicia… un México agraviado… Veo hombres y mujeres afligidos por abusos de las autoridades… veo la arrogancia de las oficinas de gobierno… veo a ciudadanos angustiados por la falta de seguridad…”
 –Una pregunta, Luis Donaldo –lo interrumpí en plena carrera.
 Agitado, me vio en súbito silencio.
 –¿Conoció el presidente tu discurso antes de que lo pronunciaras?
 –Espero que me comprenda.
 –¿Conoció tu discurso?
 –No.
 Atormentado, me consolé: al amanecer retomo la lectura. No fue posible. En algún minuto de las 7 de la mañana de ese 7 de enero, recibí la llamada que no quería recibir.
 Don Julio no deja de mirarme en ese restaurante de Insurgentes. Termino de decirle lo que pienso de la primera portada de aquel 2006, y que aterricé más o menos así: ¿No le pareció precipitada, arriesgada esa portada? ¿No le parece muy pronto para hablar del atardecer de Marcos?
 Sin más palabras de mi parte, don Julio me respondió. No descalificó mi punto de vista ni defendió la decisión editorial de Proceso. Sin alzar la voz, pero sin perder mis ojos, lo escuché: “Mire don Alejandro, la diferencia entre Proceso y otros medios es que en la revista, si acertamos, si nos equivocamos, somos nosotros. No hay nadie detrás, nadie, nadie, que nos dicte, que nos obligue a publicar una sola palabra”.

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