El
periodismo frente al poder/Julio Scherer García
Revista Proceso No. 1993, 10 de enero de 2015
De
Gustavo Díaz Ordaz a Enrique Peña Nieto, ningún presidente le fue ajeno a Julio
Scherer García. Fueron ocho los mandatarios que pasó a cuchillo. Habló con
ellos, los confrontó con su afilada voz primero, con su penetrante mirada
después, y finalmente con su pluma. En 1986, editorial Grijalbo publicó su
libro Los presidentes, en el que retrató a cuatro de ellos, y ahora prepara una
nueva edición, en la cual participó el propio autor, en la que incluye a los otros cuatro. He aquí
una selección de esos textos, en los que Scherer García desnuda a los titulares
del máximo poder en México.
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Dos
esferas minúsculas por ojos, las pestañas ralas, a la intemperie los dientes
grandes y desiguales, la piel amarilla, salpicada de lunares cafés, gruesos los
labios y ancha la base de la nariz, así era don Gustavo Díaz Ordaz. Algunas
veces bromeaba acerca de su fealdad, pero si alguien le seguía el juego,
estallaba su ira. Irritable, se vigilaba; desconfiado, se mantenía al acecho.
Agobiado los últimos años de su vida, después de la tragedia de 1968 resguardó
su intimidad. La fortificó tanto que hizo de ella una cárcel. Allí murió.
Alguien
habló de la autocrítica que el gobierno ejercía por decisión propia. El tema se
ahogó en sí mismo. Nadie que se precie de imparcial puede ser juez y parte a la
vez. Se habló de los libelos, de Danny el Travieso. Dijo Echeverría que él,
como nadie, padecía la calumnia y después de él, como nadie, sus colaboradores.
Es parte del oficio público, aseveró con naturalidad. Iban y venían las voces.
Una de ellas dijo que en todo caso el gobierno tenía la posibilidad de
investigar el origen de los anónimos, no los intelectuales, inermes en este
terreno.
–Qué
piel tan delicada –bromeó Moya sin humor.
–No
es un problema de piel delicada. Es un problema de salud pública –respondió
Cosío Villegas.
Tema
inevitable fue la libertad de prensa. Dije que sólo en breves periodos de
nuestra historia se había ejercido sin cortapisas. Me impresionaba en lo
personal el caso de los caricaturistas. Maestros de su oficio, herederos de
Posada y Orozco, perdían la soltura al enfrentar al presidente. Ellos, que todo
satirizan y tocan, pasaban por alto al gran personaje y lo dejaban ir. Muy
pocos, admirables, escapaban a esta limitación evidente.
(…)
Se hizo de la palabra Octavio y se hizo el silencio para escucharlo. Habló
diez, doce minutos. Entre sus juicios, evoco uno, que me llamó la atención como
ninguno otro, la frase directa al corazón en los asuntos que debatíamos: es muy
distinto mandar a pensar.
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Mostraban
las paredes de la ayudantía del Estado Mayor en Los Pinos, a unos metros del
despacho presidencial, fotografías y más fotografías de López Portillo. López
Portillo en un caballo blanco; López Portillo en un caballo negro; López
Portillo con una raqueta en la mano; López Portillo en el momento de disparar
una metralleta; López Portillo en una pista de carreras; López Portillo en
esquí; López Portillo en el timón de una lancha; López Portillo con un arpón;
López Portillo sobre cubierta en un yate; López Portillo en plena caminata;
López Portillo al trote con un tarahumara; López Portillo en una montaña; López
Portillo en la cumbre.
(…)
Deportista,
pintor, orador, maestro, filósofo, escritor, bailarín, cantador, charro, perdió
el celo por la República en la segunda mitad de su gobierno. Ricardo García
Sainz recuerda que en los tres primeros años fue exacto en las citas, riguroso
en el orden de la actividad cotidiana, atento, vivaz, certero en el juicio,
rebosante de humor. “Presidente de lujo”, le llamaba.
(…)
En
los inicios de 1977 me recibió López Portillo en Los Pinos. Lo encontré dueño
de sí y de cuanto le rodeaba. Sentado en un sillón de cuero negro y alto
respaldo, cruzadas las piernas, vestido con un traje oscuro de tela gruesa,
todo se movía a su servicio con una suave naturalidad. A una llamada apenas
perceptible de un timbre oculto, una bella señora de cabello rubio que
descendía hasta media espalda, le llevó su pipa. Fumó el presidente con
fruición, largos segundos en silencio. “Sabe a madera y frutos”, dijo.
Escribiría
un diario, resumen de sus experiencias y reflexiones. Se dice que el hombre en
el poder está solo, especie única en las alturas. No lo creía así López
Portillo. Pensaba que la soledad se da al momento de tomar una decisión, no en
el largo trance que la precede. “No, Juliao, no hay más soledad que la del
narcisista y el ególatra”, me dijo. Así me llamó siempre, Juliao, la jota
convertida en una shhh susurrante, como quien pide silencio.
(…)
Le pregunté por Echeverría. Su afán de servir era patente, me dijo. “Ni un
obcecado podría negarlo”, subrayó. Le pregunté por el carácter de Echeverría,
por sus mundos de adentro, los que López Portillo conocía como nadie. Amigos de
muchos años unidos para siempre como heredero y delfín en el mando de la
nación, de ellos 12 años sucesivos, podría describirme situaciones
sorprendentes…
–¿Es
compulsivo?
–¿Me
lo preguntas tú?
Nos
reímos. Me sentí torpe, pero no fuera de lugar. Pretendí hurgar en el alma de
Echeverría y fui detenido en la búsqueda, pequeña historia de todos los días en
el periodismo.
–¿Y
tú, Pepe?
–¿Yo
qué, Juliao?
–¿Te
adaptas a las mil complicaciones del poder?
(…)
–Así
es, Juliao. Tú lo sabes. El hombre es también un animal de costumbres.
–¿Y
los problemas del país, Pepe?
–Son
nubes negras. Pasan.
Repitió
lo que tantas veces dijo:
–Sacaré
al país del bache. Tres años es todo lo que necesito.
(…)
–Cerrarán
a güevo –comentaba Francisco Galindo Ochoa–, a güevo.
Guardián
de honras ajenas sin prestigio propio, sucesor de Luis Javier Solana como
vocero del presidente de la República, puso fin a todo trato con Proceso. Desde
siempre mantuvo relaciones cenagosas con la prensa. Tesorero del PRI en 1960,
un tiempo jefe de prensa de Díaz Ordaz, por su cuenta correría que no se
anunciara el Estado en Proceso. Hasta las inserciones de la iniciativa privada
desaparecerían de las páginas de la revista. Poder le sobraba. López Portillo
había delegado en él las facultades más amplias.
(…)
Cercano
septiembre, el general Miguel Godínez, jefe del Estado Mayor Presidencial, me
sugirió que solicitara una audiencia con el licenciado López Portillo. “Es su
amigo, su pariente, lo respeta”, me decía en un pequeño antecomedor a un lado
de su oficina, en Los Pinos. Le respondí con una verdad simple: no tenía asunto
que tratar en esfera tan alta. Volvió sobre el punto el general y ya enredados
en un forcejeo sin sentido le pregunté si él formalizaría la audiencia. No
aceptaba trato con Galindo Ochoa y el secretario particular del presidente,
Roberto Casillas, tomaba a desacato cualquier crítica al jefe de la nación.
–¿Para
qué soy bueno? –me saludó López Portillo como en los mejores días, la palma
cordial, la sonrisa a todo lo que daban sus labios delgados. Estaba en pants,
como siempre. Me dijo Juliao, como siempre.
–Sólo
el gusto de saludarte, Pepe, saber cómo estás –respondí desconcertado.
Con
la mano derecha golpeó su antebrazo izquierdo en exhibición, los bíceps
saltados.
–Toca.
–Estás
bien –dije al palpar su musculatura de atleta.
–Siéntate.
Quedamos
en ángulo recto, él en un sillón, yo en el extremo de un sofá, a un metro de
distancia. A las nueve de la noche, mi audiencia era la última.
–Sé
que te incendias, que ardes por dentro –me dijo de pronto.
Lo
miré, mudo.
–Te
incendias, Juliao, admítelo, sin soberbia.
–No
entiendo, Pepe. Pero intuí de qué se trataba.
–Dime,
en confianza, cuánto necesitas.
Pretendí
una voz impersonal.
–Nada,
Pepe.
(…)
Insistió. Opuse le negativa por la negativa. No me sentí agraviado. Tampoco
idiota. Fuera de lugar, quizá. Propuse al fin como un respiro para los dos:
–Cuando
ya no pueda más, a punto de ahogarme, te hago llegar una voz de auxilio.
–¿Me
lo prometes, Juliao?
–Sí,
Pepe.
–Le
avisas a Godínez para que te reciba de inmediato.
Ya
no era posible responder al presidente de la República.
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Ya
en las postrimerías de 1982, Miguel de la Madrid designó a Manuel Alonso
coordinador para asuntos de prensa y relaciones públicas. Brazo derecho de
Fausto Zapata durante el sexenio de Luis Echeverría, rompieron Zapata y Alonso
por razones no conocidas hasta hoy. En las más azarosas circunstancias era
preferible a Francisco Galindo Ochoa. También a Miguel González Avelar,
inaccesible. Podría ser el puente que nos llevara a una relación normal con el
presidente. Lo felicité en cuanto supe de su éxito.
Me
ofreció su cooperación, “lo que te haga falta”, papel para la revista, “todo el
que necesites”. Renovaríamos un buen trato, desinteresadamente. El futuro sería
otro, conducido el país por un hombre serio y responsable. En su esfera,
transformaría Alonso el embute en una ayuda limpia para los reporteros, “tan
mal pagados”. Brindaría su auxilio a cambio de trabajo. Acabaría con la práctica
oscura de los sobres distribuidos entre los periodistas como una gracia, sin
firma de recibido el estipendio. Hombre del porvenir, juzgaba el pasado con
desprecio. “Hemos sido tan pequeños, tan mezquinos”.
Me
preguntó si había conversado con De la Madrid. Ensarté historias menudas,
algunas cuentas del rosario de mis fracasos. Sus palabras expresaron cierta
duda. En ese mismo momento podría saludarlo. “Vamos”, me alentó. “Un saludo y
nada es lo mismo”, aduje. Le confié que deseaba una relación digna con el
presidente de la República a partir del 1 de diciembre. Fue cálida su
respuesta.
Llegó
diciembre, la toma de posesión. Transcurrió el mes y sólo escuché el silencio.
Siguió enero de 1983, febrero, marzo, abril. Nada. Mayo, junio, julio, agosto,
septiembre y la algarabía de las fiestas patrias, y sólo oía el rumor del
tiempo que pasa. Olvidé promesas y expectativas. En Proceso escribíamos nuestra
historia, la que podíamos.
El
día de su santo, 24 de mayo de 1984, recibió Susana Scherer dos ramos de rosas
recién abiertas, de Miguel de la Madrid y Manuel Alonso. “Con los atentos
saludos”, decían las tarjetas grabadas en fina letra cursiva. Dispuso Susana
dos floreros en los puntos más visibles de la sala. Uno, sobre una repisa, bajo
una litografía de Siqueiros. Otro, en el centro de una mesa pequeña.
De
nueva cuenta nos reunimos Alonso y yo. Revisamos el pasado, sin prisas. Subrayó
la aspereza de Proceso, su obsesiva combatividad, la búsqueda enfermiza del
dato negativo hasta dar con un defecto en la Venus de Milo o un mal paso en la
Pavlova. Él se encargaría de crear las condiciones para que pudiera reunirme
con el presidente. La tarea exigiría tiempo, me advirtió. Ánimos enconados era
la estela que Proceso dejaba en el gobierno semana a semana.
Argumenté
que de sus dichos no se desprendía que nos valiéramos de malas artes para
prevalecer en el mundo de la información, centro de conflictos por los
intereses del poder, la fama, el dinero, la vanidad, mundo pendenciero por
naturaleza. Entendíamos la crítica al presidente como una parte insoslayable de
nuestro trabajo. “Ejercemos nuestra libertad, es todo, Manuel”. “A veces son
amarillistas”, arguyó Alonso con una sonrisa. “A veces”, lo acompañé en el
mismo tono conciliador.
–Yo
me comunico contigo –dijo al término de la conversación.
Nada
cambió en Proceso, nada cambió mi relación con Alonso. Volvieron los tiempos de
otros tiempos, sensaciones ya vividas. Corrió una semana, corrieron dos, corrió
un mes. Entreveradas experiencias viejas y nuevas, armé mi propio rompecabezas
para explicarme el mutismo del vocero presidencial. A Palacio había que
presentarse lavadas las culpas y yo no había lavado las mías. Mantenía Proceso
su posición frente al jefe de la nación, inadmisible en el código del poder.
Profesional de las relaciones públicas, amante de las formas, un caballero,
encajaba la personalidad de Alonso en el cuadro que me forjaba.
Busqué
a Manuel Alonso. Hablamos sin disimulo:
–Complicaste
las cosas, mi querido Julio.
–¿Por
qué, Manuel?
–¿Cómo
que por qué?
–Quiero
saber. Por eso te pregunto.
–Conversamos
con el propósito de que te entrevistaras con el presidente y a las primeras de
cambio reaccionas como si no quisieras verlo.
–Explícame,
por favor.
–Los
cartones de Naranjo.
–Dime,
no entiendo.
–Publicaste
dos cartones contra el licenciado De la Madrid, uno después de otro. Apareció
el primero cuatro días después de que nos reunimos, ¿te das cuenta? Y a la
semana siguiente el otro. Los recuerdas, supongo.
–Claro
que los recuerdo.
–O
sea, mientras yo gestiono la entrevista con el presidente, tú lo agredes. Te
pregunto, de buena fe: ¿no podías haber aguardado unos días para publicar los
cartones? ¿No podías haber esperado a tu conversación con el presidente?
–Nada
tiene que ver Naranjo en mis conversaciones contigo. O quien sea, así se trate
del presidente.
–Tú
eres el director, marcas la línea.
–Naranjo
es el dueño de su espacio.
–Bajo
tu supervisión.
–Te
equivocas.
–Eso
quiere decir que publicas lo que te entregue.
–En
principio así es.
–Eso
no disminuye tu responsabilidad. Eres el director.
–Pero
no el dueño.
–Quiero
que me comprendas. En la portada de la revista está tu nombre. Sólo el tuyo.
Ningún otro. Bajo el logotipo.
–Asumo
la responsabilidad última por el contenido de Proceso, por supuesto. Pero no
como patrón. Por la revista respondemos todos.
–Vaya.
–Buena,
dime, ¿en qué quedamos?
–Voy
a explicarte: tú y yo llegamos a un acuerdo. Al separarnos y dirigirse cada uno
a su automóvil, tu chofer apedrea mi auto. En esas condiciones, ¿qué quieres
que te diga?
–Naranjo
no es mi chofer.
–Es
un ejemplo.
–Ofensivo.
–Como
ejemplo, válido.
–Dejemos
eso. En concreto, ¿se frustró la entrevista?
–Mi
querido Julio, si no respetas al presidente, si lo ofendes, ¿qué puedo hacer
por ti?
–Nadie
es tan fuerte y tan vulnerable como un presidente, donde sea. Se trata de saber
si se pueden o no tener relaciones de respeto mutuo con él. No es Dios, Manuel.
–Yo
creo en la institución presidencial. Tú no. Es nuestra diferencia.
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Un
día ordinario dejó de ser un día cualquiera: me proponía que cenáramos en mi
casa. “A las diez de la noche –decidió. O después. No dispongo de mi tiempo”.
“Mi tiempo sí es mío –le respondí. Lo espero de las diez en adelante.”
Susana
eligió un vestido bonito. Quería ser grata, hacerlo sentir en un ambiente
acogedor. Preparó una cena sencilla. A las once de la noche dejó en la mesa del
comedor un platón con carnes frías, salmón, angulas, aceitunas en vinagre,
espárragos, queso, vino blanco, leche, pasteles y café.
Recibí
a Salinas pasadas las once y media con un libro firmado por Eduardo Galeano,
amable y circunstancial. Así es la política, así es el periodismo y allí estaba
él. Apenas probó bocado, pero me trató con la fina cortesía que nada deja. Mi
madre sabía de eso. “A los hombres nada los separa como la educación formal”,
me enseñaba.
(…)
La
conversación tranquila suavizaba las diferencias, mientras íbamos del jugo de
naranja a las croquetas de pollo en salsa verde. El presidente creía en el
Tratado de Libre Comercio a partir de una relación justa entre las naciones,
que a mí me parecía imposible por el carácter imperial de los Estados Unidos;
creía en la buena disposición del presidente Bush, que a mí me parecía
imposible por sus fibras de guerrero; creía en la economía como principio para
la transformación política, que yo objetaba porque la riqueza no es lo mejor
del hombre; creía que México ingresaría al primer mundo, ingreso que me parecía
distante por nuestra pobreza y los indígenas en la oscuridad de su edad.
Era
uno de los mejores momentos de su gobierno y el presidente estaba a sus anchas.
Me habló de Proceso.
–Tengo
informes: la revista va muy bien. Lo felicito.
Y
en seguida, con el mejor ánimo:
–¿Se
le ofrece algo?
–Sí,
señor presidente.
Le
dije que, como en el teatro, hay butacas de primera, segunda, tercera,
penúltima y última filas. Nosotros ocupábamos las del fondo, si acaso,
frecuentemente excluidos de la sala.
–Pondremos
remedio.
–Gracias,
señor presidente.
Había
gana de platicar. Dejaría la presidencia a los cuarenta y seis años, edad
inmejorable para mantener el ímpetu. El país lo calaba. A él dedicaría la vida.
Sus palabras me parecieron piezas de un rompecabezas que encajaban naturalmente
unas con otras. Se expresaba como un estudioso ante un trabajo conocido,
ordenados los verbos y los sujetos, precisos los signos de puntuación. Mostraba
la seguridad de un académico de altos vuelos, pero en su lenguaje no aparecían
las ideas del hombre que ha desgastado los libros para interrogarse acerca del
hombre.
(…)
En
la atmósfera relajada que había propiciado, tuve manera de hablar de Jacobo
Zabludovsky. Incondicional de los presidentes, bebía sus palabras, las que
fueran; servil a los proyectos del poder, los apoyaba todos. A cambio de una
popularidad sin hondura, gastaba su alma.
Ilustré
mis palabras con un ejemplo, entre muchos:
Un
domingo frente a la televisión –jugaban América y Guadalajara–, leí en la parte
inferior de la pantalla que al término del partido el licenciado Jacobo
Zabludovsky difundiría trascendentales entrevistas con los presidentes de
México y Chile. Reunidos en Santiago, firmaban ese día el acuerdo del libre
comercio entre las dos naciones.
Zabludovsky
se comportó como siempre. Experto en su quehacer, asentía, subrayaba, dejaba ir
la pregunta pertinente para el lucimiento de los personajes. No había en su
interrogatorio el escepticismo del que quiere saber, la sutileza de alguna
pregunta envuelta en suave impertinencia. Los presidentes sentaban cátedra,
profesores de economía ante el ilustrado mundo latinoamericano.
(…)
Después
de escucharme con una atención que me pareció expectante, dio sentido al
encuentro de ese día, seis de noviembre:
–Mi
palabra empeñada, la palabra del presidente de la República, que Proceso no
sufrirá agresión alguna durante mi mandato.
(…)
El
asesinato de Luis Donaldo Colosio cortó la respiración del país y alteró el
ritmo de sus hombres. En Los Pinos, el presidente de la república pidió su
opinión al presidente de Acción Nacional de cara a la decisión urgente: ¿Quién
debería unir su nombre al nombre de Colosio?
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Ernesto
Zedillo llegó al departamento de Elba Esther Gordillo en las calles de Galileo
con un cargamento de libros. Él era secretario de Educación Pública y ella
secretaria general del sindicato de maestros. En la mesa había tres cubiertos y
nos habíamos reunido para conversar sin preocupación por el tiempo.
Zedillo
mostró los libros de texto gratuitos con orgullo. Su sonrisa era cordial, su
trato afable. Parecía que todos los fuegos de adentro hubieran sido apagados.
No lo imaginaba en el Salón Panamericano que ocupó José Vasconcelos, secretario
como él, calcinado por un temperamento más fuerte que su talento inmenso.
Corrían
tiempos en apariencia tranquilos. A las precandidaturas de Luis Donaldo Colosio
y Manuel Camacho se había unido, borrosa, la del secretario de Educación.
Opté
por la franqueza:
–No
me gustaría que llegara usted a la Presidencia de la República.
Me
vio con una mirada que no supe interpretar.
–Usted
me educa y no quiero que me eduque. Quiero que me transmita valores, que hable
de su amor por México. Quiero que me cuente de sus muralistas, de sus
escritores, de sus músicos, de sus héroes y de los que no lo son, de su cielo y
de su tierra. Y eso no lo hace usted, señor secretario.
Zedillo
repuso que hay muchas maneras de amar a México y ninguna es tan profunda y
duradera como el trabajo responsable, la lealtad a los principios, el ejemplo
que trasciende, el patriotismo sin aspavientos ni demagogia.
Recurrí
a un ejemplo, vivencia reciente:
Reunido
con Susana y nuestros nueve hijos, sostuve que no pondría en riesgo el destino
común por alguno que se hubiera extraviado en la niebla, confirmado el
diagnóstico pesaroso.
No
pienso como tú –brotó el rechazo. Yo le daría a mi hermano todo lo que pudiera
con la esperanza insensata de alcanzar su desgracia impenetrable. De ti quiero
los valores que hacen fuertes a los hombres en la adversidad.
Zedillo
comentó que la pequeña historia familiar era impensable en el mando del país.
La política es mucho más enredada, cruce de intereses y pasiones, complicado el
presente y más aún el futuro al acecho.
Los
valores movilizan como ninguna otra fuerza, argumenté. Si el nudo se desata, el
rumbo se pierde.
Hablamos
de Salinas y de Proceso –fe de erratas del sexenio. Aludí al protagonismo
desbordado del presidente y la paulatina entrega a los intereses del dinero.
No
hubo concesiones en el lenguaje de Zedillo. La excelencia de Salinas se
extendía y profundizaba en todo el país. Su tarea no estaba a discusión.
Remató:
–Es
el presidente, pero no sólo el presidente de México. También es mi líder.
Los
ojos de Elba Esther iban de un lado para otro. Si las palabras volaran, no
hubiera atrapado una.
Pasamos
al comedor. La maestra en la cabecera. Sus manos no encontraban acomodo.
Frente
a las elecciones, pregunté al secretario si aspiraba a la Presidencia.
Respondió que vivía para su responsabilidad cotidiana. Dije que entendía y sólo
preguntaba si quería llegar o no a la presidencia. Insistió: no cabía en él la
respuesta. Insistí a mi vez: quiere o no quiere ser presidente. Sostuvo que la
decisión no era suya. Volví: quiere o no quiere, sólo pregunto eso. No depende
de mí, ya le dije. Otra vez: ¿quiere? Otra vez: Ya le dije. Elba Esther derramó
el vino rojo sobre la mesa adornada con flores.
(…)
El
gobierno del presidente Ernesto Zedillo pretendió que se fuera olvidando el 2
de octubre. Cumplidos treinta años de la tragedia, la República debía recuperar
el sosiego, igual que las víctimas de una pesadilla. Si quedan cuentas por
saldar, las saldaría la historia, no la ley.
Los
deudos cargarían su ataúd como pudieran. La pasión que reclamaba castigo para
los culpables terminaría en un grito airado. Desde la matanza habría
transcurrido un tiempo irrecuperable para el movimiento estudiantil. Tarde
había llegado su querella “contra las más altas autoridades del país en esa
época”.
La
respuesta del poder había sido contundente: nada quedaba por hacer en el ámbito
del derecho, como demandaban los hombres viejos, otrora estudiantes. La ley no
camina por atajos ni se ejerce a campo traviesa. Avanza por los caminos seguros
que el régimen señala.
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Las
circunstancias eran propicias y había que aprovecharlas. El 2 de julio de 2000
fue un día tocado por la magia. El triunfo de Fox en la batalla por la
Presidencia se unió al festejo por su cumpleaños número 58. La doble
celebración en la sede de Acción Nacional fue estruendosa. Fox se mostró en su
mejor momento: sonriente, poderoso, carismático, el futuro como una promesa de
gloria. Los dedos índice y cordial de la mano derecha en alto fueron un mensaje
electrizante para México y el mundo.
Marta
Sahagún, la voluntad como un puño, aprovechó la jornada para avanzar en el
propósito de su vida. Ya era claro para muchos, la prensa escrita, desde luego,
su voluntad de reposar en la cama presidencial con derecho pleno. No perdería
la oportunidad para hacer sentir que Vicente y Marta, Marta y Vicente, habían
nacido el uno para el otro. Se apoyarían, dos en uno, uno en dos, milagro del
amor.
(…)
Fox
fue un candidato arrollador. Líder inédito, hizo sentir una personalidad,
poderosa, limpia. El PRI fuera de Palacio, su lema de campaña, respondió a un
clamor popular. Para eso estaban sus botas puntiagudas, para patear a los
corruptos. Su lenguaje desató pasiones. Pillos, tepocatas, alacranes, alimañas,
víboras prietas, llamaba a sus enemigos. El folclor le venía bien.
“Salinillas”, se burlaba del Pelón Salinas de Gortari y para hablar de Zedillo
le bastaba una palabra: tonto, ni siquiera pendejo.
Sus
partidarios, cada día más, le festejaban su lenguaje simplón. “Champú de cariño,
hay que darles hasta con la bacinica”, decía y el regocijo se hacía presente,
festejado con risas y aplausos.
Más
allá de su colorido y desbordada presencia en el país, el libro autobiográfico,
Fox a Los Pinos, editado en 1999 por Océano, lo mostraba como un hombre sin
grandeza. En el volumen de 216 páginas apenas podría encontrarse una expresión
de hondo amor a la patria, alguna referencia a la gracia y gloria de saberse
mexicanos…
Sin
formación intelectual ni amor a la historia, sin doctrina ni ideología, entregó
su admiración a Maquío (Manuel Clouthier), su maestro. En buena hora el
reconocimiento a un hombre que le significó tanto en lo personal y tuvo un peso
en el país. Pero a su lado no existieron para Fox los panistas que hicieron al
PAN:
Manuel
Gómez Morín es acreedor a una sola cita, superficial y de pasada. No hay un
reconocimiento para el líder humanista que se empeñó en formar mexicanos y que
hizo de la brega diaria un tema de eternidad, como afirmaba el más grande de
los panistas.
En
la autobiografía no puede leerse una línea sobre Efraín González Luna,
patriarca panista y amigo entrañable de Gómez Morin, ni para Rafael Preciado
Hernández, conciencia jurídica de las huestes azules, filósofo grande. Los
primeros diputados federales tampoco existen en Fox a Los Pinos. Estoicos,
enfrentados a la turba priista en el Colegio Electoral, no aparecen en el índice
de 215 nombres enlistados en la obra. A Luis H. Álvarez, otra figura, le dedica
un elogio mezquino: “Fue el complemento perfecto de Manuel (Clouthier) en las
elecciones de 1988”.
Tampoco
apunta en el libro algún reconocimiento a la excelencia de las infanterías.
Gerardo Medina lo merecía con creces. De formación rústica, se elevó hasta la
dirección de La Nación, el órgano informativo del partido. Medina fue un
diputado sarcástico, enterado, sin dar ni pedir cuartel en el debate. Atacado
por un cáncer que lo devoró, falleció en la tribuna. Sus amigos lo velaron. Sus
adversarios también.
(…)
Lino
Korrodi no sale de su desencanto. Revive al Fox de los días de campaña
y la voz
se le hace amarga. Le gustaría
que los sueños de entonces fueran los sueños de hoy y no la dramática
enfermedad que abate el organismo completo del país.
Recuerda
a Fox entusiasta, seductor. El fuego de la oratoria le empapaba la ropa,
desencajaba el rostro y así se mostraba a todos, agotado y feliz. Fue un hombre
que hizo visible la quimera. México se transformaría al un-dos de su paso
enérgico, zancada de gigante. A riesgo de lo que fuera, castigaría a los
corruptos y despejaría el horizonte de las nubes negras que anuncian
sufrimiento. De las infamias en su contra, la lejanía de las mujeres en un
varón tan atractivo, nada quedaba. Su valor civil destrozaba la mofa cruel.
“Siempre
echado para adelante –dice Korrodi–, yo vivía con orgullo mi amistad con
Vicente. Me conmovía el trato con sus hijos, el celo por la familia, los valores
de la intimidad. Cuánto lo quise, cuánto lo quisimos todos.”
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Coordinador
de los diputados panistas en la LVIII Legislatura, Felipe Calderón iba y venía
por los pasillos de la Cámara, subía y bajaba de la tribuna, rebatía con encono
a sus adversarios y se hacía seguir con manifiesto interés por sus
correligionarios. Se le notaba desenvuelto, seguro, estampa de un joven líder.
Por
esa época nos reunimos en la parte alta del restaurante La Cassserole, sobre la
avenida Insurgentes. No recuerdo el motivo de la cita, pero sí que yo mantenía
una relación cordial con buen número de militantes de Acción Nacional. Había
conocido a su fundador, que me atraía sobremanera por sus maneras exquisitas y
sus ojos incendiarios.
El
restaurante se encontraba semivacío y bajo una penumbra que propiciaba la
conversación que atañe a los asuntos personales, Calderón y yo nos confiábamos
uno al otro.
Me
dijo que la parábola de Jesús bajo la tormenta, aterrorizados los apóstoles en
una barca que zozobraba, la llevaba en el alma como una oración. Pensaba en los
apóstoles, hombres comunes y corrientes, tanto o más que el hijo de Dios, y a
los 12 los relacionaba con amigos muy queridos, complicados en problemas
serios.
Palabras
más, palabras menos, culminó su relato entre un fino humor y el esbozo de un
drama que hiere. Recuerdo el final de su relato, visión de una imagen del
pasado que en mí perdura:
“Yo
también –me dijo–, resuelto a salvar a los míos, a ‘mis apóstoles’, me dispuse
a dejar el lanchón y caminar sobre el agua. Sin embargo, al primer paso sobre
el mar, me hundí y desperté.”
A
mi vez, esbocé a Calderón mi propia crisis de fe. Educado en el Colegio Alemán
Alexander von Humboldt, en el Instituto Bachilleratos, dirigido por jesuitas, y
en facultades de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), inconstante
y al fin autodidacta tardío, mantenía revuelto el mundo de adentro. Ciertamente
no se llevaban la dureza germana con la seducción jesuítica y la liberalidad de
estudios elementales de filosofía y letras, en la UNAM. No podía creer ni dejar
de creer en Dios. No me atraía el cielo ni temía al infierno, me gustaba vivir
y la vida llegaba a sentirla como un inmenso vacío.
Años
después, reunidos por Josefina Vázquez Mota, desayunamos en el Centro Libanés.
Calderón estaba en plena campaña por la Presidencia de la República.
Hablé
sin parar y conté mis agravios con Acción Nacional. El partido había olvidado a
los hombres que lo formaron y a los mejores de sus seguidores. Para Manuel
Gómez Morin no había una frase reciente que valiera la pena, como tampoco la
había para Efraín González Luna y Miguel Estrada Iturbide, sus contemporáneos
en la naciente organización política. Tampoco había una línea para los primeros
diputados federales, cinco estoicos en su resistencia frente al ejército
priista que no logró aplastarlos, y al primer senador azul, histórico en su
curul solitaria, habría que rastrearlo con lupa. Los diputados de partido, una
innovación en el escenario camaral, pasaban inadvertidos en los órganos
doctrinarios y de circulación azul, y al propio Adolfo Christlieb, en buena
medida autor de la iniciativa y muchos méritos más se le mantenía en algún
escondrijo. Rafael Preciado Hernández, ideólogo, filósofo y maestro de
generaciones, pasaba como figura secundaria en los hechos cotidianos del tiempo
incesante. De Carlos Castillo Peraza, menospreciado por tantos, hablé
largamente y con dolor.
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