11 ene 2015

La cumbre y el abismo/Alvaro Delgado

La cumbre y el abismo/Alvaro Delgado
Revista Proceso No. 1993, 10 de enero de 2015
Aquella semana Proceso llevaba en portada un reportaje con mi firma, pero el director, Julio Scherer García, estaba furioso conmigo.
Bajaba las escaleras para irse a comer cuando dio conmigo en la redacción de Fresas 13.
 –Su trabajo nos chinga a todos, don Álvaro –sentenció mientras me tomaba del brazo, una tenaza su mano derecha, y me arrastraba con él hacia la salida.
 –Oiga, don Julio…

 –¡Su trabajo nos chinga a todos! –ratificó mirándome, sus ojos como dagas, para enseguida subir a su Jetta y marcharse.
 Era el lunes 24 de marzo de 1996. Me supe fuera de la revista, a 16 meses de mi ingreso.
El gobierno aprieta y Televisa se raja, era el titular de la portada y mi reportaje –“No soportó el gobierno la apertura noticiosa”– describía cómo la televisora había despedido como vicepresidente ejecutivo a Alejandro Burillo Azcárraga por “presiones” del presidente Ernesto Zedillo y del secretario de Gobernación, Emilio Chuayffet.
Burillo era el artífice de la efímera apertura de Televisa que permitió a Ricardo Rocha transmitir, en Canal 2, el video de la matanza de 17 campesinos en Aguas Blancas, Guerrero, el 27 de junio del año anterior –que también cubrí–, y que llevó a la caída del gobernador Rubén Figueroa.
Una insidia de Federico Reyes Heroles, molesto porque publiqué su sueldo en la nómina de Televisa y sólo tres párrafos de una amplia conversación, así como haber entregado un reportaje débil y ya de madrugada, pusieron en mi contra al director de Proceso.

Estaba yo devastado, pero esa misma tarde el jefe de redacción, Rafael Rodríguez Castañeda, me envió a Tabasco y armé con el corresponsal Armando Guzmán tres reportajes macizos sobre las redes de corrupción del gobernador Roberto Madrazo.
El lunes siguiente por la tarde, publicados dos de los trabajos, recibí una llamada de Scherer García para presentarme de inmediato en Fresas 13. Lo encontré en la redacción: “Arránquese para mi oficina, ahorita lo alcanzo”.
Con la severa reconvención de la semana anterior, y temeroso de haber cometido otra pifia, me vi –ahora sí– despedido. Al verlo entrar intenté un diálogo, pero me paró en seco con sus brazos abiertos.
–¡Deme un abrazo, don Álvaro! –me dijo con voz afectuosa.
–Oiga, don Julio…
–No me diga nada, don Álvaro. Olvídese de todo y deme un abrazo –insistió mientras me apretaba fuerte–. ¡Olvídese lo que le dije y váyase a trabajar!
No había contradicción en este proceder dual de Scherer García. La cumbre y el abismo en el periodismo eran, para él, efecto únicamente del trabajo cotidiano del reportero en la búsqueda incesante de la noticia.
El episodio inauguró una relación profesional y personal, no desprovista de más regaños, que el trato y el tiempo consolidaron en mi aprendizaje del oficio compartido.
A mí me atraía desde estudiante la figura portentosa de Scherer García y el epicentro del periodismo que practicaba: su independencia de todo poder político, económico, religioso, mediático y criminal.
Sabía de su integridad a toda prueba, su infatigable capacidad de trabajo, tenacidad, arrojo, rigor, voluntad y pasión por la información de interés público, fin último de su empeño, pero en la cercanía conocí otro rasgo de su grandeza: la generosidad sin límite.
u u u
Aun sin ser ya el director de Proceso, depositada su confianza en Rodríguez Castañeda, Scherer García solía charlar en la redacción con los reporteros, sugería asuntos y muchas veces los llevaba ya prácticamente resueltos. “Cuénteme algo”, era su memorable pregunta tras el saludo.
También creía que los reporteros –la expresión mayor del periodista– deben escribir libros, escaparate para su talento, y motivaba para imitarlo, él que publicó en los más recientes tres lustros, desde 1996, al menos uno cada año.
En junio de 2002 le pedí autografiarme su libro Parte de guerra II, en coautoría con Carlos Monsiváis. Escribió: “Te agradezco el libro, pero te agradeceré mucho más el regalo de un libro que lleve tu nombre”.
Y añadió: “Proceso me lleva al sobresalto: Son varios los reporteros que aún no saben quiénes son, oscuros ante su propio alma”.
No se lo dije, nadie lo sabía, que ya trabajaba en El Yunque, la ultraderecha en el poder, mi primer libro. Sólo hasta que lo concluí, en marzo de 2003, le di la segunda copia del borrador definitivo; la primera fue para Rodríguez Castañeda.
 –Si va llevar prólogo tu libro, ¿quién te lo hará?
 –Se lo voy a pedir a Miguel Ángel Granados Chapa, víctima de esta cofradía.
 –¿Por qué no a Monsiváis?
 –No. A todo mundo le hace prólogos y, además, es muy informal.
 –¿Por qué no el prólogo Granados Chapa y Monsiváis la introducción?
 –Sólo llevará prólogo.
 Pero pasaban las semanas y Granados Chapa no entregaba lo prometido. Tampoco contestaba mis mensajes. El editor Braulio Peralta, de Random House Mondadori, me apremiaba.
 Así que, con el tiempo encima –quería yo ponerlo en circulación antes de las elecciones de julio de ese año–, fui con Scherer García. “Sé que no hace prólogos, don Julio, pero vengo a pedirle unas palabras para mi libro. Dígame si se puede”.
 Se puso de pie y me pidió que le diera un abrazo. Y enseguida preguntó: “¿Cuánto tiempo tenemos?”
 –Una semana, don Julio.
 –¡No me chingue, don Álvaro!
 En el plazo convenido llegó a Proceso con una hoja tamaño carta escrita a máquina. “Lo que no le guste, cámbielo”.
 Apasionado no sólo del rigor periodístico, Scherer García apelaba también a la estética, el uso hermoso del lenguaje en la información. “El estilacho, don Álvaro”, insistía coloquialmente.
 –Lo primero son los datos –le respondía yo.
 –Información, pero también estilo. Trabaje en eso.
 Destaco de ese prólogo una frase: “La belleza del lenguaje no será para la filigrana narcisista, sino para la precisión, don supremo del periodismo escrito”.
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 En una ocasión que reproduje palabas obscenas de un entrevistado, don Julio me reconvino porque, dijo, no venían al caso. Alegué que era una cita textual, pero me replicó que podía omitirlas porque ensuciaban el texto, que valía por sí mismo.
 Al otro día me dejó en mi escritorio una hoja con una enseñanza cabal:
 Queridísimo Álvaro: Unas líneas para acercarme a usted, líneas llenas de afecto y respeto. Me valgo de estos calificativos para explicarme: ‘No sea güey’
 “Un texto severo, dramático, un texto cargado de explosivos no admite el género coloquial.
 “Pobre enamorado aquel que arrulla a su Dulcinea: ‘Pinche vieja, cómo te quiero’. Julio.”
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 En el periodismo es sabida la tensión entre reporteros y editores, fatalmente juntos y cotidianamente recelosos. Supo don Julio de mi molestia por la modificación de un párrafo clave de un reportaje.
 “No te ofusques, eso nos pasa a todos”, me dijo y al día siguiente me dio un ejemplo, también por escrito, sobre lo que le había sido modificado en la revista:
 “Escribí: La vida que vale las penas (frase impecable).
 “Salió: La vida que vale la pena (impecable lugar común).”
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 La generosidad de don Julio conmigo fue inmensa. En Vivir, su penúltimo libro, escribió: “Para Álvaro, un hermano que espero merecer”.
 Antes y durante su convalecencia lo visité en su casa, con mi mujer, Alejandro Caballero o solo y hablábamos de la revista, del país, de la vida y de la muerte, que no veía como tragedia. “Es un acontecimiento”.
 Durante más de dos años padeció a los médicos, que aborrecía, y en ese lapso fue muchas veces a Proceso, siempre subiendo las escaleras hasta la oficina del director, con la dignidad que lo definió.
 El viernes 17 de octubre fue la última vez de su presencia física en las oficinas de la revista. Me tomó del brazo y fui con él hasta la oficina del director. Bajé con él a la redacción, donde abrazó a los que ahí estábamos.
 –¿Cómo están tus hijos? –me preguntó al salir de Fresas 13.
 –Muy bien, don Julio.
 –Salúdame a tu mujer.
 Ya dentro de su automóvil, le pregunté por Vicente Leñero, a quien llamaba “patrimonio de mi alma”, y movió la cabeza. Vi en su mirada una inmensa tristeza…

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