Las
pisadas del escritor/VERÓNICA
ESPINOSA
Proceso 1993, 10 de enero de 2015
“Quiero
que escriba lo que usted vio, señora”, me dijo don Julio desde el otro lado del
teléfono ese diciembre de 2010.
A
Diego Fernández de Cevallos lo habían secuestrado siete meses antes, un 14 de
mayo. En ese lapso yo había regresado una y otra vez a Querétaro, a los ranchos
del excandidato, a ver a sus amigos, a sus vecinos, a sus empleados.
Me
senté muchas tardes con sus hermanas Beatriz, Helena y María afuera de la
casona de la exhacienda de San Germán, en San Juan del Río.
Intentaba
descifrar un secuestro que terminó como inició: inmerso en rumores, dudoso en
el móvil y los autores, los tiempos y lugares donde Fernández de Cevallos
desapareció y reapareció. El gobierno del panista Felipe Calderón, hermético y
omiso en esto como en tanto más, alimentó la falta de certezas.
Don
Julio estaba preparando un libro, Historias de muerte y corrupción, y quería
que yo escribiera unas cuartillas sobre el secuestro, con base en lo que vi.
“Quiero incluirlas en mi libro”, dijo antes de colgar desde las oficinas de
Proceso.
Primero
pasé el susto por la llamada, esperando –como le pasa siempre al reportero– un
jalón de orejas antes que otra cosa. Entonces pasé al otro susto.
A
sugerencia del subdirector de Información, Salvador Corro, había reunido
apuntes en una apretada bitácora de mis recorridos desde mediados de mayo,
cuando se supo que Diego había sido secuestrado en su rancho La Cabaña, en
Pedro Escobedo, territorio queretano donde era y es amo y señor.
En
mi registro se amontonaban los pasajes anecdóticos del niño Diego, del
político, el hermano y el candidato, porque sus hermanas –las tres
desparpajadas mujeres que fumaban puros y bebían leche con algún licor
indescifrable mientras esperaban el desenlace del secuestro– me entregaban en
esas conversaciones los pincelazos del personaje, que yo creí suficientes para
satisfacer la petición de don Julio.
Se
cumplió el plazo que me dio para entregarle las cuartillas, y llamó desde
Proceso. Yo estaba de vacaciones, escribiendo las últimas líneas en un hotel
frente al mar. Desde ahí le envié seis cuartillas con el encabezado: El mismo
Diego.
No
esperé más de un par de minutos. De nuevo al teléfono, don Julio me dio la
lección íntima, inolvidable, en ese momento tan dolorosa. No hubo prolegómenos.
El encanto de caballero de película francesa con el que solía besarnos la mano
a las mujeres al llegar a la redacción de Proceso mientras saludaba con un
“señora”, se me borró de la mente. Ahí estaba el jefe. El periodista
implacable, sin excepciones.
No
textualmente –faltaría a la precisión–, me dijo que no incluiría en su libro el
material que le entregué porque no era lo que esperaba. Que como reportera yo
caminaba con dos pisadas, pero como escritora lo hacía con una pisada y media.
¿Qué
responderle a Julio Scherer?
Frustración.
Coraje. Negación. Hasta que el ego se doblegó ante las palabras del maestro,
porque nunca como en ese momento lo fue para mí.
Se
lo quedé a deber, don Julio.
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