(Scherer) El
profesor de periodismo/Fatima Fernández C.
Pºroceso 1993, 10 de enero de 2015
El
ángulo que me tocó vivir de don Julio fue el de profesor de periodismo. Casi lo
miro entrar a ese salón de la planta baja de aquella Universidad Iberoamericana
que después se derrumbó. Era el año de 1972, pocos alumnos y demasiadas
máquinas de escribir. El entonces director de Excélsior venía a dar un taller.
La primera hora sería teórica y en la segunda escribiríamos.
En
esa época Julio tomaba clases particulares de filosofía, en el periódico, con
uno de los articulistas que también era maestro nuestro, Francisco Carmona
Nenclares, un filósofo del exilio español que había militado en el PSOE y llegó
a México en los cuarenta. En nuestra clase teórica Scherer comentaba lo que
aprendía con Carmona: a veces era Heidegger, otras Ortega y Gasset, y siempre
surgía el detalle sobre la coyuntura mexicana y las vicisitudes del periodismo
en nuestro país.
Cuando
no podía trasladarse hasta la colonia Campestre Churubusco, los alumnos íbamos
a Reforma 18, esperábamos largos ratos en la recepción escuchando las llamadas
que recibía Elena, su secretaria. Al entrar por fin a su oficina lo
atiborrábamos con preguntas sobre lo que habíamos escuchado y visto. Le gustaba
responder, pero nos daba versiones acordes a nuestra ingenuidad y
desinformación.
Nos
puso a competir: el mejor trabajaría en el periódico o en Revista de Revistas,
con Vicente Leñero. En sus críticas a nuestros textos era implacable, duro, y
dejaba de lado lo que comenzaba con un mal párrafo. El año se fue volando, al
terminar se llevó a Patricia Torres Maya a la sección “B” del diario. Hicimos
una cena de despedida en casa de Raúl Navarro y no regresó a la Ibero. Le pedí
que me dirigiera la tesis, me clavó la mirada y dijo algo así como: “Yo no soy
académico, dile a Granados”.
Vino
el golpe a Excélsior y lo buscamos. Nos puso a trabajar con Rosa María Roffiel
para juntar fondos destinados a alguna publicación que terminó siendo Proceso.
Me pidió textos para la revista. Durante un tiempo escribí cuando en la agenda
surgía el tema del que algo sabía. Con su estilo fuerte, su mirada penetrante y
sus palabras contundentes me hacía preguntas, como si estuviéramos en clase,
para saber si estaba segura de que así eran las cosas. Con los años dejó de
pesarme su mirada, comencé a ver al ser humano, a adivinar sus contradicciones,
a entender su radicalidad.
De
vez en cuando se organizaban comidas, en La Cava, con los integrantes de un
pequeño grupo que le teníamos afecto. En una de ellas, después de una áspera
discusión colectiva sobre algún asunto de la vida pública, nos regaló el Diario
de la galera, de Imre Kertész; le pedí que escribiera algo en la primera
página. Me dijo “escríbelo tú, ahí te va: ¡que chinguen a su madre los
matices!”. Era el 28 de septiembre de 2006.
Después
de eso desayuné con él un par de veces, en lunes, cuando sin ser director de
Proceso solía ir ese día. La conversación se encarrilaba siempre por el lado de
la naturaleza humana, los conflictos con los otros, la búsqueda de la armonía.
Era como discutir en la clase de los setenta, a la luz de la filosofía de
Carmona, pero lejos de la academia.
La
última vez que lo vi fue en La Casserole. Desayunaba con Julio, su hijo, y dos
personas más. Me acerqué a saludarlo. Jaló una silla y les dijo a los demás,
palabras más o palabras menos: “Les voy a contar algo de esta señora”. Se
remitió a las clases de periodismo y recordó anécdotas que provocaron
carcajadas. Hoy, miércoles 7 de enero, me entero que se fue para siempre mi
maestro Julio Scherer.
Descansará seguramente, ahora sí, porque en esta vida la paz no le sobraba.
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