El Universal, 31 de enero de 2016
Hace un año supimos que 2014 había sido el año más caliente desde que existen registros: el promedio de temperatura de los diez últimos años resulta 0.9º más alto que para los años 1880. Ahora sabemos que 2015 fue aún más caliente y los pronósticos para 2016 van en el mismo sentido. En Navidad el termómetro marcó 20º en Nueva York y Montreal en lugar de los -15º o -20º habituales. Árboles en flor en Nueva York y París, narcisos en Londres, la multitud bañándose en Niza, en lugar del puñado de valientes que se tiraban al agua helada en otros años. En enero, el Polo Norte tiene normalmente -40º: la temperatura no pasó de -4º…
¿Fenómeno cósmico independiente de la actividad humana? ¿Fenómeno provocado por el hombre?, ¿las dos cosas? El negacionismo no podrá mantenerse mucho tiempo, pero nuestra inercia seguirá como siempre. Con un barril de petróleo alrededor de los 20 dólares, es muy difícil que resistamos a la tentación de privilegiar las energías fósiles, las que más contribuyen al recalentamiento. No se ha hecho gran cosa para evitar que las temperaturas globales suban más de 2º, el límite calculado por los expertos. Frenar —algo que no hemos empezado a hacer— tomará mucho tiempo.
Con la Encíclica del papa Francisco, Laudato Si, publicada en mayo de 2015, y la Conferencia Mundial de París a fin del mismo año, se nos dice que la conciencia del clima, por fin, ha llegado y que “este año será recordado como el punto de inflexión histórico en la lucha contra el cambio climático y la pobreza” (Nicholas Stern). Ciertamente, cerca de doscientos gobiernos adoptaron el 12 de diciembre un acuerdo para limitar el calentamiento global debajo de los 2 fatídicos grados. Stern, especialista y presidente de la Academia Británica, piensa que todos los países han entendido que la lucha contra el cambio climático no es incompatible con el crecimiento económico. “La transición hacia un nivel bajo de emisiones de carbono nos conduce a incrementar la calidad de vida y erradicar la pobreza.” ¡Ojalá!
La tarea no va a ser fácil. Basta con un solo ejemplo. Está comprobado que deforestación, sequía, calentamiento siguen una secuencia implacable. Bien. Sin embargo, en 2014 18 millones de hectáreas de bosque fueron destruidos. En 2015, otro tanto, casi veinte, y nuevas zonas muy amplias de destrucción se abrieron en Indochina, África occidental, el Gran Chaco en América del Sur. Tal aceleración se debe a las producciones cada día mayores de soya, aceite de palma, hule, otros cultivos especulativos y una creciente ganadería que corresponde al boom del consumo mundial de carne de res. La deforestación es responsable del 20% de emisiones de CO2. Ni quiero saber cómo va el bosque mexicano, tampoco la superficie de buena parte de la tierra de labor y de riego que estamos sepultando cada año bajo el concreto. Cada vez que entro al Valle de Zamora y descubro nuevos fraccionamientos, nuevas plazas comerciales y ahora las aplanadoras que sepultan hectáreas de tierra de primera calidad para una sucursal de Liverpool, me enfermo. A nadie le importa, nadie quiere parar la especulación inmobiliaria. La urbanización actual que se hace en nuestra América, África y Asia engendra megalópolis de más de diez millones de habitantes. Para 2050 el 75% de la humanidad vivirá en ciudades. ¿Todo eso es compatible con un freno exitoso al calentamiento?
Lo más probable, sin ser exageradamente pesimista, es que la humanidad tendrá que aprender a vivir con el recalentamiento. Eso necesita mucha investigación científica y tecnológica, tanto para limitar el efecto invernadero, como para enfrentar las consecuencias de dicho efecto: abandono de regiones enteras, grandes migraciones, nuevas desigualdades geográficas, si uno piensa que los países tropicales y ecuatoriales sufrirán mucho, mientras que las zonas templadas y frías resultarán beneficiadas.
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