Revista
Proceso # 2048, 30 de enero de 2016
La
recaptura y la conquista mediática del Estado/*Oswaldo Zavala es narrador, periodista y profesor investigador de literatura latinoamericana en el College of Staten Island y en The Graduate Center de la City University of New York (CUNY). Se especializa en narrativa fronteriza y representaciones culturales del narcotráfico en México y Estados Unidos. Actualmente prepara un estudio académico sobre la dimensión política de las narconarrativas de los últimos 20 años.
Al
comparar datos que los órganos de seguridad y la prensa difundieron sobre la
recaptura del Chapo Guzmán, el investigador Oswaldo Zavala encuentra que la
figura del capo sinaloense se ha mitificado en gran medida como una estrategia
del Estado para imponer en los medios ese fetiche e incluso condicionar las
formas de imaginar el narcotráfico.
En
una de las tantas escenas legendarias de El Padrino III, Vince Corleone
(interpretado por Andy García) se encuentra con Don Luchessi, uno de los
oscuros gángsteres que acechan a su tío Michael Corleone (Al Pacino) en la
última parte de la célebre trilogía de Francis Ford Coppola. Cuando Vince
admite no entender de política y finanzas, Don Luchessi emplea una metáfora
elocuente para educar a un hombre impulsivo y visceral que sólo sabe de
violencia: “Tú entiendes de armas. Las finanzas son un arma. La política es
saber cuándo apretar el gatillo”.
Convendría
recordar esas líneas que apuntan hacia una reflexión más aguda y productiva de
lo que hasta ahora se ha comentado en torno a la reciente recaptura de Joaquín
El Chapo Guzmán, preso por tercera vez después de fugarse en dos ocasiones de
penales de máxima seguridad. Aunque al parecer se ha pensado la caída del capo
en términos políticos y policiales, los análisis más atendidos han reiterado la
absurda mitología que contradictoriamente convierte al Chapo en el mayor
criminal de la historia occidental aun después de ser humillado y exhibido por
el Estado mexicano con su tercera captura. A esto se ha sumado el artículo
publicado el 9 de enero —un día después de la detención del Chapo— por el actor
estadunidense Sean Penn en la revista Rolling Stone sobre el encuentro que él y
la actriz mexicana Kate del Castillo sostuvieron con el traficante en Sinaloa
el 2 de octubre. El texto de Penn ha sido menospreciado y condenado por
numerosos narradores, periodistas y académicos como un riesgoso ejercicio de
egocentrismo y una oportunidad periodística supuestamente desperdiciada.
Contra
esas opiniones, propongo discutir la captura del Chapo y la crónica de su
entrevista con Sean Penn y Kate del Castillo como eventos significativos que
permiten un acercamiento inusual a la realidad del narcotráfico y que plantea
ciertas interrogantes sobre el operativo mismo de captura y el papel que la
revista Rolling Stone tuvo en este incidente. Más allá de la superficial
lectura que se ha hecho de ambos episodios, considero la detención del
traficante y su encuentro con los actores como singulares avistamientos del
crimen organizado en México.
Consideremos
la secuencia temporal en la que ocurrieron. El gobierno de Peña Nieto no sólo
admitió haber monitoreado el viaje clandestino de los actores, sino que, según
información confiable, el gobierno federal también habría sabido con antelación
la fecha precisa de la publicación de “El Chapo habla”, el artículo escrito por
Penn para Rolling Stone. La insólita proximidad entre el operativo militar para
recapturar al Chapo la madrugada del 8 de enero —el presidente Enrique Peña
Nieto anunció la captura en su cuenta de Twitter a las 10:19 am— y la
publicación del artículo un día después, suponen dos posibilidades: o bien el
gobierno federal tuvo la intención, entre otros objetivos, de controlar el
contexto en el que se publicaría el artículo de Penn, o bien el artículo se
publicó como contrapunto mediático para acompañar la captura, lo cual supondría
un cierto nivel de coordinación entre el Estado y la propia revista
estadunidense. Es importante subrayar que el artículo de Rolling Stone,
fechado en su sitio web el 9 de enero y adelantado ese mismo día incluso por
una nota en el sitio del New York Times, ya menciona la recaptura del Chapo. En
otras palabras, los editores incluyeron esa información menos de 24 horas antes
de enviar la revista a imprimir. No queda claro qué día exactamente se publicó
la revista en papel —varios sitios de noticias indican que se imprimió entre el
9 y 10 de enero—, pero ese proceso normalmente requiere de por lo menos un día
de anticipación. El artículo incluso se permite concluir vaticinando con
ironía la probable extradición del traficante: “No pasará mucho tiempo, estoy
seguro, antes de que el próximo cargamento del cártel de Sinaloa hacia los
Estados Unidos sea el hombre (El Chapo) mismo”, escribe Penn al final de su
texto. (En un video oficial difundido por la PGR el 27 de enero incluso se afirma
que el operativo de recaptura del Chapo ocurrió “la madrugada del 9 de enero”,
es decir, cuando el artículo de Rolling Stone ya se había impreso y el New York
Times ya lo había adelantado en su sitio de internet.) En cualquiera de los
escenarios sobre ese cerrado timing, concebir la posibilidad de una simple
coincidencia entre la captura y la publicación del artículo de Penn resultaría
ingenuo e implicaría desestimar la estrategia mediática del Estado.
Al
recapturar al Chapo antes de su aparición en Rolling Stone, el Estado siguió un
orden mediático inverso al de la segunda captura del traficante hace casi dos
años. Como se recordará, el presidente Barack Obama sostuvo a principios de
2014 un encuentro privado con Peña Nieto durante la Cumbre de Líderes de
América del Norte. En una rueda de prensa conjunta el 19 de febrero de ese año,
Obama elogió al gobierno de Peña Nieto haciendo eco del encabezado “Saving
Mexico” que la revista Time había dedicado al presidente mexicano en su
polémico reportaje de portada seis días antes. Apenas tres días después de ese
encuentro, la mañana del 22 de febrero, marinos de la Armada de México y
agentes de la Policía Federal detuvieron al Chapo sin un solo disparo. Con un
orden distinto de los factores pero obteniendo el mismo producto, el gobierno
mexicano reactivó su soberanía recapturando al Chapo por tercera ocasión antes
del artículo de Rolling Stone. Ambas capturas han sido complementadas
simbólicamente por las revistas estadunidenses. Time pareció preparar el triunfo
del gobierno federal, mientras que Rolling Stone sin duda explica
retroactivamente la derrota del Chapo.
La
magistral jugada del gobierno federal se confirma con las revelaciones que hace
el propio traficante en la entrevista con Penn. El Chapo dista aquí de ser el
brillante genio criminal que en su momento reportaron periodistas como Anabel
Hernández, Diego Osorno o Alejandro Almazán. Joaquín Guzmán aparece en el texto
de Penn más bien como un parco e ignorante delincuente rodeado de un acotado
grupo de colaboradores que pese a su desmesurada fortuna y su supuesta
presencia delictiva en más de 50 países no cuenta con un solo intérprete del
inglés que traduzca las preguntas del actor ni con la tecnología mínima para
hacerle llegar por internet un simple video con sus declaraciones tomado con un
teléfono celular. Por otro lado, la captura misma puso en evidencia las escasas
opciones de supervivencia del capo. Según el gobierno federal, se confirmó su
presencia en la casa de seguridad donde fue localizado luego de que un emisario
suyo comprara una gran orden de tacos para llevar. Finalmente, al igual que
Jean Valjean, el protagonista de la novela Los miserables, El Chapo optó por
embarrarse de mierda literalmente al intentar un último escape a través de un desagüe
de drenaje antes de ser capturado en la calle.
Es
sorprendente que ciertos análisis pasen por alto estos datos. Están quienes ven
la captura del Chapo y el artículo de Rolling Stone como un juego de
simulaciones que sólo revela el supuesto fracaso del Estado mexicano. La
antropóloga Natalia Mendoza, por ejemplo, afirmó en un artículo en Milenio el
18 de enero pasado que el texto de Penn y su entrevista al Chapo “son
irrelevantes desde el punto de vista de la investigación judicial y de los
estudios de seguridad”. En la misma línea, Jorge Quintana Navarrete afirma en
un texto publicado el 21 de enero en el sitio Horizontal.mx: “Los performances
de soberanía del Estado moderno, con sus alardes de fuerza y eficiencia,
revelan paradójicamente la verdadera impotencia y debilidad del propio Estado,
su incapacidad constitutiva para garantizar la estabilidad del pacto social”.
Finalmente, el texto de Francisco Goldman del 14 de enero en The New Yorker
resume la opinión popular más prevalente al considerar la captura como una
“gringada” de Hollywood que lo único que logró “fue recordar cómo El Chapo
había humillado al gobierno escapando la última vez”.
Resulta
curioso observar, en este punto, cómo esas opiniones coinciden con ciertos
análisis que buscan enfatizar la supuesta crisis de seguridad nacional del
actual gobierno. Según Guillermo Valdés Castellanos, exdirector del Cisen
durante la presidencia de Felipe Calderón, la caída del Chapo debe acreditarse
como resultado de la “guerra contra las drogas” que inició en la presidencia
anterior. Valdés explica: “La época dorada de los narcos, cuando podían vivir
sin esconderse, aparecer en las secciones de sociales de los periódicos y ser
consejeros de bancos, como era el caso de Miguel Ángel Félix Gallardo todavía
en los 80, esa época se acabó. La presión de EU primero, y la persecución del
gobierno mexicano a partir de 2006, los obligó a la clandestinidad”. Valdés
pasa por alto, sin embargo, que durante décadas el PRI mantuvo al crimen
organizado sometido y marginado del poder político utilizando un violento
sistema policial represor, como ha demostrado el sociólogo Luis Astorga. El
gobierno de Peña Nieto igualmente ha detenido o asesinado a los mayores jefes
del crimen organizado en contextos políticos significativos. La neutralización
de Los Zetas y el reciente conflicto en Tierra Caliente deben entenderse en esa
clave. Heriberto Lazcano, el sanguinario jefe de Los Zetas, fue asesinado en
octubre de 2012 mientras disfrutaba de un juego de beisbol en compañía de un
guardaespaldas. En Michoacán, los usos políticos, documentados por reporteros
como José Gil Olmos, que el gobierno federal hizo de las autodefensas para
diezmar los poderes locales aglutinados bajo el supuesto grupo criminal de Los
Templarios, convalida una significativa portada de la revista Proceso, fechada
el 18 de mayo de 2014, que resume elocuentemente la conclusión de este episodio
a sólo 15 meses de haberse iniciado: “Las autodefensas domesticadas”.
Más
recientemente, nuestro mejor periodismo indica cada vez con mayor claridad que
las fuerzas del Estado —desde la Policía Federal hasta el Ejército— cargan con
gran responsabilidad en la desaparición de los 43 normalistas en el estado de
Guerrero. Ahora se dice rápido, pero hasta la irrupción del reclamo nacional de
justicia por Ayotzinapa, la presidencia de Peña Nieto había reconfigurado con
éxito los parámetros de la agenda de seguridad nacional. Así, es una abdicación
intelectual y crítica asumir de entrada que las fugas y los arrestos del Chapo
son indicativas de un Estado rebasado por el crimen organizado. Por el
contrario, al detentar el monopolio sobre la violencia legítima, como explicó
en su momento Max Weber, el Estado es la principal condición de posibilidad del
crimen organizado en México, ya sea gestionando o destruyendo al crimen
organizado de acuerdo con necesidades políticas contingentes.
Como
con la célebre entrevista que Ismael El Mayo Zambada concedió en 2010 al
periodista Julio Scherer, El Chapo dejó entrever el verdadero tamaño de su
poder. Así lo anota Juan Villoro en un artículo publicado el 15 de enero en
Reforma: “Cuesta trabajo ver a El Chapo como responsable de tramas de lavado de
dinero que pasan por la banca de Londres, van a los paraísos off shore en el
Caribe y regresan a México gracias a empresas aparentemente legales. Si
controlara esta red, sería el narco más poderoso de todos los tiempos. Más bien
parece estar al servicio de esa red”. Esa red, me parece innegable a estas
alturas, remite una y otra vez al Estado. Asumir que hombres como El Chapo
ocupan posiciones de verdadero poder es subestimar la capacidad del Estado de
excepción y la capacidad de nuestro actual gobierno de ejercer en la
ilegalidad.
En
estos días de importantes preguntas sobre nuestro oscuro sistema político,
recordé mi lectura de la novela Cuatro muertos por capítulo (2013) del autor
sinaloense César López Cuadras. Se trata de una joven estadunidense que viaja a
Sinaloa para entrevistar a Pancho Caldera, quien en otro tiempo fue el chofer
de la familia Simental, un poderoso clan de narcotraficantes. La estadunidense
se propone escribir un guión cinematográfico para narrar la épica caída de la
familia. Con cada capítulo, sin embargo, Pancho Caldera desmitifica el poder de
los traficantes y advierte los límites políticos del crimen organizado. Hacia
el final de la novela, alecciona para una mejor comprensión del narco: 1) “ya
no es posible distinguir entre buenos y malos” pues narcos y policías trabajan
en “franca asociación”; 2) los supuestos “cárteles” no tienen el poder
internacional que se les atribuye y ninguno “ejerce, ni en espacios reducidos,
un control absoluto del mercado”; y 3) “todos los traficantes pierden, desde
los más pequeños hasta los más grandes, sea porque caen en prisión, los maten o
los desplacen desde los verdaderos centros del poder”.
La
ironía de la novela llega a su clímax cuando el jefe de la familia, Emanuel
Simental, lee en un periódico que se le acusa de encabezar un “cártel”. A punto
de ser asesinado, Simental reflexiona: “Un cártel, dicen los periódicos, eso
voy a construir”. La caída del Chapo se acerca a la novela de López Cuadras.
Más humilde y consciente de sus límites que el personaje de Emanuel Simental,
sin embargo, El Chapo responde con sencillez cuando Penn le pregunta si
considera que su organización es “un cártel”: “No señor, para nada. Porque la
gente que dedica sus vidas a esta actividad no depende de mí”. Sin un verdadero
cártel a su mando, El Chapo simplemente quería una película que realizara la
imposible fantasía de ser el “jefe de jefes” que promovió el Estado.
En
la captura o en la fuga, El Chapo es el fetiche de la corrupción oficial, pero
también del asombroso poder simbólico del Estado que ha conseguido imponer su
verdad sobre el narcotráfico. El periodista Ignacio Alvarado, acaso uno de los
más agudos investigadores y expertos en el tema, me explicó este fenómeno como
la “conquista mediática del Estado” que limita el entendimiento de periodistas,
novelistas y académicos sobre el narco y que establece las coordenadas
epistemológicas que condicionan la manera en la que incluso imaginamos el
narco. Es preciso, entonces, comprender la violencia del narco menos como un
ciclo interminable de vendettas personales entre sicópatas, sino como el frío
cálculo geopolítico entre los estados de excepción de nuestro hemisferio. No es
personal, es business insisten los capos de la trilogía de El Padrino. Y para
situar el ascenso y caída del Chapo en el contexto correcto, es imprescindible
aceptar, como pediría Don Luchessi, que la política del Estado —las más
poderosa forma de política en la sociedad— consiste en el arte de determinar
cuándo, por fin, apretar el gatillo.
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