11 jun 2012

Sandra Avila Beltrán

Mil soledades juntas
La Redacción, revista Proceso # 1858, 10 de junio de 2012
El pasado jueves 7, el Primer Tribunal Colegiado en Materia Penal con sede en el Distrito Federal autorizó a la Secretaría de Relaciones Exteriores extraditar a Estados Unidos a Sandra Ávila Beltrán, conocida como La Reina del Pacífico, bajo una nueva acusación: el tráfico de 100 kilos de cocaína a Chicago entre junio y septiembre de 2001.

Su defensa adelantó que interpondrá un nuevo amparo, como lo hizo para evitar su entrega a la justicia estadunidense por los cargos de delincuencia organizada, contra la salud y lavado de dinero que no le pudo acreditar la Procuraduría General de la República (PGR).

La decisión judicial final aún llevará tiempo, el suficiente para que la sinaloense termine el gobierno de Felipe Calderón en la cárcel.
En una serie de conversaciones con Julio Scherer García, fundador de Proceso, publicadas en el libro La Reina del Pacífico: es la hora de contar (Grijalbo 2008), Ávila habló de su detención y de las acusaciones que le hizo el mandatario.
Desde el penal femenil de Santa Martha, contó de la hermandad entre narcotraficantes y autoridades, de la riqueza y la violencia, de sus relaciones personales con narcos y no narcos, y de la ofensiva militar que lanzó Calderón sin medir las consecuencias de su decisión.
A continuación se publican fragmentos sustanciales de las conversaciones entre Julio Scherer García y Sandra Ávila Beltrán.
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Con una voz que raspa dice:
–El día de mi captura, Felipe Calderón se lanzó en mi contra. Olvidó que es presidente y me acusó sin pruebas. Dijo que soy enlace con los cárteles de Colombia. Se creyó la ley. El poder no es para eso.
“En mi caso, sus palabras las sentí como una avalancha que se me venía encima. Llegó a decir que soy una de las delincuentes más peligrosas de América Latina y en su ignorancia me llamó la Reina del Pacífico o del Sur, así, literalmente, una u otra. Cualquiera sabe que la Reina del Sur es un personaje de ficción del escritor Pérez-Reverte y yo de ficción nada tengo, que de carne y hueso soy. En términos parecidos, Felipe Calderón se lanzó contra Juan Diego Espinosa.
“¿Qué derecho le asistía para abusar del poder como lo hizo? Además, poco sabe de esos asuntos. ¿Tiene idea de que a los capos los resguardan decenas, centenares de guardaespaldas y que en mi caso no hubo quien me protegiera, un solo hombre, una sola escolta, siendo, como dijo, una de las figuras más importantes del narcotráfico en América Latina? ¿Tuvo en cuenta que, peligrosísima como soy, fui aprehendida en el Vips de San Jerónimo, sin un solo jaloneo? Calderón me citó con mi nombre y mi nombre lo infama. Yo siempre podré decir: me marcó. Y él no podrá negarlo. Con él, el abuso del poder se da con todas las ventajas. Un presidente, nada menos, que condena desde sus alturas inaccesibles.”
–Usted es leyenda y, le guste o no le guste, se le conoce como la Reina del Pacífico. ¿De dónde parte la historia, un capítulo de su vida?
–Yo era conocida por mi manera de ser, sociable y amiguera. También por mis parejas. Alternaba con los hombres y me consentían. El día de mi consignación por la Procuraduría de la República todo cambió. Mi casa de Guadalajara fue allanada. También la de mi mamá. Se me involucró con un barco, denunciado por la DEA, que transportaba droga; y el escritor Arturo Pérez-Reverte tuvo éxito internacional con La Reina del Sur. La heroína de su libro, Teresa Montoya, es de Culiacán, y yo había vivido en Culiacán, y soy de Tijuana, pero también soy de Culiacán. Mi asunto, la captura escandalosa y simple en un Vips, llegó a la procuraduría y se habló de mí. Me cuenta Ricardo Sodi, mi abogado, que precisamente en la Procu se habló del seudónimo.
“En 2004 se escuchaba un corrido a la Reina del Pacífico. El corrido se llama ‘Fiesta en la Sierra’. Los Tucanes de Tijuana no estuvieron ahí, pero alguien tuvo que contarles, narrarles exactamente cómo fue la fiesta, porque en verdad la letra estuvo muy apegada a lo que ocurrió. Más tarde, para halagarme, algunos amigos me regalaron ese corrido en bonita letra escrita.”
( …)

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Sandra Ávila fue detenida el 28 de septiembre de 2007. El 29 de septiembre de 2007, el Ministerio Público de la Federación adscrito a la Subprocuraduría de Investigaciones Especiales en Delincuencia Organizada (SIEDO) informó del ejercicio de la acción penal en contra de la Reina del Pacífico, quien fue recluida en el Centro de Readaptación Social Femenil Santa Martha Acatitla por su probable comisión de los delitos de delincuencia organizada, contra la salud en la modalidad de fomento para posibilitar la ejecución de dicho ilícito y operaciones con recursos de procedencia ilícita.
–La víspera de mi captura dormí mal. A las 9:30 de la mañana recordé un pendiente. Unos amigos me esperaban en Vips de San Jerónimo. Al llegar al desayuno, estacioné mi camioneta BMW, miré alrededor, temerosa de las personas y de las sombras. Ya sabía sin saber lo que me esperaba.
“El desayuno duró un par de horas. Mientras platicábamos, una señora me alteró. De pie, mirándome, hizo una llamada por teléfono y después fue a su carro.
“Pedimos la cuenta y aún tardamos un rato platicando en el estacionamiento. Ahí pude observar un vehículo lleno de gente. Les digo a mis amigos: ‘No me gustan ésos’. Me contestaron: son gente del senador Bartlett, que está adentro, en el área de las revistas. Nerviosa, quise platicar como si nada. Nos besamos todos en la mejilla. Nos despedimos, y al tiempo que abría la portezuela de mi camioneta y me disponía a abordarla, se me vinieron encima esas sombras a las que tanto temía y de las que ya sabía, porque las había soñado, sombras horribles.
“Yo ignoraba de quiénes se trataba, si policías, secuestradores o enemigos encubiertos. Les pedí que se identificaran y me enseñaron una credencial. Me jaloneaban. Eran monólogos autoritarios, en el tono de un tú despreciativo:
‘Identifícate, identifícate’. ‘Bájate, acompáñanos.’ ‘Identifícate.’ ‘A ver, a ver, déjame verla bien’. Tuve ante la cara, casi pegadas, las credenciales, una, dos, tres. Me sentí un poquito mejor. A lo mejor hasta eran policías y, de serlo, por lo pronto no me matarían.”
–¿Eran policías?
–Era la PGR. En el trayecto, uno sacó un oficio al tiempo que me preguntaba: “¿Usted es Sandra Ávila Beltrán?” “Sí.” Tuve entre las manos una hoja que llevaba mi nombre y escuché: “Es una orden de presentación con fines de extradición”. Me calmé un poco. Había una causa: mi detención. En fin, no era la fatalidad del secuestro o el crimen o lo que fuera.
“Enseguida, me preguntaron por Juan Diego. Respondí que de él, nada sabía. Me amenazaron. Me llevaron supuestamente a las oficinas de la SIEDO. Después me entero de que no es la SIEDO la que me detiene sino la Policía Federal Preventiva (PFP). Vuelve la angustia: los policías también secuestran y matan.
“En la SIEDO me ofrecieron comida, evitaron los separos y me tuvieron en las oficinas. Cuando ya me iban a sacar para trasladarme aquí, a Santa Martha, en la noche, como a las 11:30, me di cuenta de que también tenían a Juan Diego.”
–¿Cómo se da cuenta?
–Cuando me van sacando, alcanzo a ver que a Juan Diego le están tomando fotos.
–¿Y hablan ustedes?
–No.
–¿Cómo siguen las horas?
–No me toman declaración. Me hacen muchas preguntas, me toman varias fotografías. Y me muestran otras. Señalando a un sujeto, preguntan: “¿Lo conoces?” Se trata de una fotografía donde estamos él, mi esposo, yo. Contesto que no. “¿Cómo se llama?”, insisten. “No sé.” “Sí sabes. ¿Cómo se llama? Dinos cómo se llama.” “No sé su nombre.” Siguen insistiendo, cuatro o cinco veces. Entonces, uno me dice: “Es el Mayo Zambada”. A lo que respondo: “Entonces para qué me estás preguntando, si tú sabes. Han de ser hasta amigos.” Y nada más se me quedan mirando, así como con rabia, con ganas de muchas cosas. Les dije: “A ustedes es a quienes debían detener, no a mí. Ustedes son los que protegen a la delincuencia”. “¿Nos has visto alguna vez?” “Sí –les dije–, a todos ustedes, en fiestas siempre, aquí no entra nada ni nadie si no es por ustedes.”
Me mostraron varias fotografías de mi esposo, mías, de otras personas. Unas fotos de mi boda con gente que de veras asistió, pero que yo no conozco o no recuerdo. “¿Éste quién es?” “Pues no sé, invitados de mi esposo.” Imagínense, eran fotos de hace 20 años. Esas mismas personas habrán cambiado. Al Mayo Zambada no lo reconocería después de 20 años de haber conversado con él. “La foto puede ser una prueba, pero por ahora es un indicio serio. Aténgase”, escuchaba.
(…)
***
Dice Sandra Ávila que si voltea a un lado ve el narco, si voltea hacia el otro observa a las autoridades y si mira al frente los ve juntos. En ese ambiente nació rica, muy rica. Con el tiempo, la violencia se ha ido enseñoreando de su vida.
Los ojos de Sandra Ávila se encierran a veces en una tristeza fúnebre o en un hastío profundo, estados de ánimo que coinciden y se hacen uno en la desesperanza. Así me parece. Pero más allá de la depresión, al final sus ojos son como son: oscuros, simplemente negros.
Le pido que me platique de su infancia, de su familia. Su padre murió a fines del siglo pasado, hombre bueno. Su madre, María Luisa Beltrán, no mantiene relaciones con los narcotraficantes, a pesar de lo que se dice. Los conoce, pero no están vinculados a sus vidas. Su abuela, la Chata, tampoco. Así fue en Tijuana, así ha sido en Culiacán y así en Guadalajara, centros de la vida de Sandra Ávila. Cuando Felipe Calderón lanzó al Ejército contra los narcos, a su juicio sin medir las consecuencias de una decisión tan grave en esas ciudades que son parte de su existencia, la violencia imprimió tonos aún más sombríos al paisaje cotidiano de vastas regiones de la República.
No ve desenlace en la lucha sin cuartel que ahora se libra. Los muertos se suceden a los muertos, los secuestros a los secuestros y así seguirá siendo. Si cae un oficial, de inmediato es sustituido y si muere o es preso un capo, al rato aparece el sucesor. El Ejército no podría desaparecer, y la plaza narca, tampoco. Creció tanto y tanto sigue creciendo que su poder rebasa el mito. Es tangible como un bosque y de ahí su fascinación.
(…)

(...)  En un diálogo prolongado, los silencios conversan. A veces, pesa romperlos.
Dice Sandra Ávila, casi íntima:
–Mis captores pueden tener de mí la opinión que les venga en gana, pero no pueden condenarme por mis relaciones personales, narcos o no narcos, trátese de quien se tratara. La persecución contra mis parientes me resulta infame: el poder desde la sombra es impune y vengativo.
Luego, en lucha por mostrarse dueña de sí:
–Me he emborrachado con la vida y he padecido crudas de las que me he levantado. Ahora tropiezo con los muros de mi celda entre la depresión y el ánimo, medio muerta y medio viva, caída y vuelta a levantar. Estoy aquí sin delito y esto ya va para 10 meses.
A punto de rodarle las lágrimas, un clínex las contiene en la cuenca de los ojos:
–No llore, señora.
–En la cárcel, lloramos todos.
***

Desde su nacimiento en 1963, la muerte ronda a Sandra Ávila, los círculos cada vez más estrechos. Ella mira la muerte como si la tuviera enfrente. Ha ido sabiendo que la tragedia es condición de la droga, poder que va rebasando otros poderes. A lo largo del tiempo, ese poder se ha constituido como una sociedad que da forma a códigos con lenguaje propio y a una cultura bárbara. En esas sociedades el gobierno es marginal, poco cuenta, o ya ni eso. Crece el número de las autoridades subordinadas al narco.
–He sabido de municipios de Michoacán, por ejemplo.
–Los narcos ya imponen autoridades a la luz del día, imponen a los presidentes municipales, los jefes de seguridad, los que les importan. Me he ido acostumbrando a esta realidad.
Agrega, la voz neutra, extrañamente impersonal, ausente el diálogo, el mundo adentro de su mundo:
–Me fui quedando sola, en un mundo lleno de adversidades. Ahora en la cárcel, ya no es la soledad la que punza sino el aislamiento, mil soledades juntas.

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¿Y ocurrió el milagro!