El hambre de
Erick/MARCELA TURATI
Revista
Proceso # 1911, 16 de junio de 2013;
VILLA
VICTORIA, Méx.- Erick Felipe ha cambiado mucho. Antes parecía un niño-mueble.
La mayor parte del tiempo la pasaba dormido, no lloraba, no intentaba gatear,
no molestaba, ni siquiera pedía comida. Vaya, ni eso de sonreír se le daba.
Ahora,
cuando vio que afuera de su casa estaban las personas que venían a visitarlo,
lanzó una sonrisa. Se veía muy despierto, como si quisiera decir algo. En
cuanto miró un plátano lo tomó con fuerza, se lo metió en la boca y ya no lo
soltó.
Al
verlo, el nutriólogo Abelardo Ávila lo saludó. Mientras le platicaba en un
lenguaje adulto le revisaba la piel –su piel hinchada por edemas, que se forman
cuando las células tienen más agua que nutrientes, cuando están en un cuerpo
desnutrido.
Una
psicóloga sacó un expediente con su nombre, los datos sobre su familia, las
circunstancias en las que fue gestado, su vivienda, su nacimiento, su
desarrollo, su talla, su edad y sus enfermedades. En la carátula se ve su foto
con mueca de enojo, la cara de quien no le gusta ser fotografiado.
En
los recuadros se lee que estuvo grave. Según el diagnostico padeció
“desnutrición energético-proteica con edema generalizado. Perímetro cefálico
disminuido para la edad”. Después de la visita, el nutriólogo explicaría lo que
esas palabras significan: no consumía las calorías ni las proteínas mínimas,
tenía edemas en todo el cuerpo y, debido a esto, incluso el tamaño de su cabeza
se había reducido.
Esas
palabras no tendrían por qué existir en el expediente de un niño mexicano, y
menos en el de alguien como Erick, niño mazahua que vive en un estado rico como
el de México, en una zona de recursos forestales y comercios, cerca de una
carretera que comunica directamente con la capital del país.
–Le
salieron unos granitos –dijo Alejandra García, la mamá de Erick, mientras lo
cargaba en brazos. Él se veía pesado, inflado, y ella delgada y chiquita.
Alejandra
camina lento. Se demoró en salir de su casa con su niño. Su hogar es un cuarto
esquinero, de paredes de ladrillo y donde sólo cabe una cama. Ahí viven ella,
su marido y sus hijos. Sirve también de refugio para sus otras dos hijas, que
durante la visita estaban invadidas por las ronchas del sarampión.
Erick
se recargó en Alejandra mientras devoraba la fruta que le habían dado. En el
expediente se indica que a sus dos años y 10 meses pesa 12 kilos, un peso
normal para su edad. Sin embargo, su talla es de 76.6 centímetros, y ese dato
indica que algo va mal: debería medir un metro; la desnutrición le comió 24
centímetros. Tiene las características de un niño de dos años, es como si
durante un año no hubiera crecido.
Él
y sus hermanas, según Ávila, son de esos niños que dejaron de crecer para poder
sobrevivir, para contrarrestar la falta de alimentos. Parece que son como una
especie de niños-ahorradores, cuyo organismo emplea estrategias desesperadas
para subsistir con el mínimo de energía.
“Todos
estos niños tuvieron episodios de
desnutrición importantes. Un mecanismo de adaptación que tienen es ahorrar
energía: no interactúan con el ambiente. En vez de estar despiertos 12 horas
duermen 20, se están quietecitos, se van atrasando, van perdiendo de seis a
ocho horas de interacción cada día”, explicó después a la reportera el doctor
Alvarado, quien ha dedicado su vida a ese tema.
“Son
niños que de tan débiles ni siquiera presentan síntomas. Ni siquiera pueden
toser. Erick, a los 12 meses, tendría que pronunciar palabras o asociar cosas.
Él sólo dice ‘taco’; ni siquiera construye la frase ‘quiero taco’. Si en dos
años entra a la primaria no va a poder, se va a ir rezagando, y no es por su
culpa”.
Aun
sin cumplir sus tres años, la falta de alimento le hace tener un déficit de un
año: un tercio de su vida. Los nutrientes que ya no tuvo tendrán repercusiones
hondas: se le dificultará aprender a leer, a escribir, a memorizar y el sistema
lógico-matemático. Entre más tarde en comer bien más complicado le será
alcanzar a sus compañeros de clase.
La
trabajadora social ha visto que sólo come sopa, rara vez tortilla. Muchas veces
su desayuno son frituras de Sabritas.
La
mamá explica que cuando lo llevaba en su vientre intentaba comer sopa, arroz y
frijoles, pero todo le daba asco y lo vomitaba. Así fue durante tres meses del
embarazo. Erick nació pesando dos kilos. Cuando el equipo del Instituto
Nacional de Nutrición Salvador Zubirán lo detectó, un mes después de nacido,
sólo había aumentado 600 gramos y medía 46 centímetros. “GRAVE”, es la palabra
que acompaña sus medidas en el expediente.
“Estuvo
en el hospital porque estaba muy chiquito y flaquito. Los primeros días le daba
pecho pero no se llenaba, y lloraba y lloraba, y lo llenaba con leche de bote”,
relató la madre.
Un
día lo notó muy malito: “Se iba poniendo grave, grave, estaba más muerto que
vivo, lo echamos en una cobija y lo llevamos al centro de salud. Sale la
enfermera y me dice que tengo que esperar a que pase toda la gente que estaba
antes. Nos fuimos a un particular que le puso oxígeno y nos dijo que lo
lleváramos a Toluca. Que estaba enfermo de lo mismo delgadito que estaba y por
eso se enfermó. Nomás de repente se empezó a poner como frío, frío, frío, como
tieso, quería llorar y ya no podía”, contó la madre de Erick, el más pequeño de
sus hijos, el niño-milagro que sobrevivió también a la discriminación del
sector salud. Como ella misma también, en su infancia, fue discriminada.
“Si
la madre hubiera obedecido a la enfermera ese niño estaría muerto, sería una
muerte no registrada y no pasaría nada. Pero detrás de cada niño muerto hay
varias omisiones del Estado: exclusión, discriminación, injusticias desde la
atención prenatal, desde el nacimiento, desde el crecimiento, y no es por falta
de presupuesto, porque dinero sí hay”, comentó Alvarado, lleno de indignación.
Su
enojo debe multiplicarse por diez mil: el número de niños mexicanos que cada
año mueren por carencias que van sumándose una sobre otra. Son muertes que no
aparecen en las estadísticas, en las que “desnutrición” no existe como causa:
la camuflan con otras como diarrea, infección o gripa. Niños enterrados en
cajas de cartón o de madera corriente, que vuelven cualquier pedazo de tierra
un camposanto. De cuyo paso por la tierra muchas veces no queda ni un registro
porque no alcanzaron ni a tener nombre.
Ávila
calcula que, al ritmo mexicano, faltan 80 años para erradicar la desnutrición
infantil. Es doblemente grave, dice, porque esta tragedia podría haber
desaparecido hace tres décadas si el gobierno lo hubiera deseado. En la
actualidad, la desnutrición infantil se agrava con la sustitución de maíz,
verduras y frijol por alimentos chatarra y refresco que ocultarán la delgadez
del desnutrido detrás de la obesidad.
Para
revertir la situación no bastan los médicos como ellos, enviados por el
Programa Integral de Apoyo a la Nutrición Integral y el Neurodesarrollo, del
Instituto Nacional de Nutrición; no se dan abasto.
Erick
y sus hermanas (ahora de seis y cuatro años) padecieron anemia. Tuvo otra
hermana que murió a los 15 días de nacida. Su organismo no aguantó. Él comenzó
a caminar a los dos años.
“Ya
come bien, ya juega, de día no llora, se duerme bien”, dijo la madre.
“Antes
no sonreía, ya sonríe”, dijo el médico, contento.
Sus
acompañantes están alegres. En cuanto detectaron su desnutrición crónica no han
dejado de visitarlo. La psicóloga le llevó juguetes de hule espuma y comenzó a
enseñarle a Alejandra cómo interactuar con Erick y sus demás hijas: le dijo que
les pusiera rutinas de movimientos básicos.
“Se
concientiza a la mamá para quitar la idea de que no hay nada que hacer, porque
dejan que el hijo siga su curso, y si quiere dormir que duerma; si no camina,
que no camine. La mamá tiene que platicar con ellos, jugar, enseñar tamaños y
colores y palabras”, explicó el médico que encabeza un programa de vigilancia
de peso y talla, enfocado también en el neurodesarrollo.
Alvarado
y su equipo siguieron su recorrido: visitaron a otros niños en la zona mazahua.
Se van contentos: Erick ya sonríe, ya está creciendo, ya tiene el peso normal.
Ya no está condenado a ahorrar energía.
Una
frase que tienen pegada en el pizarrón de la oficina en Villa Victoria dice:
“Los primeros cinco años de vida de un niño son como los cimientos en una
construcción, porque de allí en adelante estos dictaminan si se convierte en
una casa de una sola planta o en un rascacielos”.
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