La
iglesia que quiere el papa Francisco/Manuel Fraijó es catedrático de Filosofía de la religión en la UNED.
Publicado en El País, 3 de septiembre de 2'13
A la
memoria entrañable de Alfonso Álvarez Bolado
Lo cuenta
el historiador de las religiones Mircea Eliade: la tribu de los achilpa,
convencida de que su dios había labrado un poste sagrado de madera por el que
había trepado al cielo, se esmeró en el cuidado del poste; lo transportaban
siempre con ellos y seguían la ruta que les marcaba la inclinación del poste.
Pero un buen día el poste se rompió y sobrevino la catástrofe: toda la tribu
quedó presa de la angustia; durante algún tiempo sus miembros caminaron sin
rumbo y, finalmente, se sentaron en el suelo y se dejaron morir. Y es que su
poste sagrado era su modo de orientarse en la vida, su sistema de valores, el
sentido de su existencia. Roto este, se abrió paso el caos, el desconcierto y,
en cierto modo, la nada.
Desde su
llegada al pontificado, analistas y teólogos tratan de identificar el poste
sagrado del papa Francisco. Hay bastante consenso en que se ha encontrado con
un mundo en el que escasean los postes sagrados, tanto los religiosos como los
profanos. Aunque suene a tópico, conviene repetirlo: existe una preocupante
crisis de valores, no sabemos en qué pozo beber ni qué melodía entonar, fallan
los sistemas de orientación moral, cultural, política y económica. Nuestras
sociedades, nuestras tribus, andan tan a la deriva como los achilpa. El poste sagrado
religioso se ha derrumbado antes de que alumbremos postes sagrados profanos, es
decir, algo así como virtudes públicas vinculantes. A. Camus nos legó una frase
inolvidable: “Lo urgente es curar”. Existe lo que no puede esperar, lo
intolerable. De ahí la importancia de un poste sagrado que conduzca a la acción
necesaria.
Por lo
que al papa Francisco se refiere, no puede haber duda: su principal poste
sagrado es su fe cristiana. Se le ve feliz con ella, da la impresión de tenerla
profundamente interiorizada; es una fe con sabor a confianza sencilla y filial,
que irradia convencimiento firme. Pero a los papas la fe se les supone, como a
los soldados el valor. No nos detendremos, pues, en este poste. Y, al buscar
otro, nos topamos, creo, con el de la misericordia y la compasión. En varias
ocasiones ha repetido el Papa: “Primero la misericordia, no juzgar”. Y creo que
fue en el imponente escenario de la plaza de san Pedro donde elogió el libro
del cardenal W. Kasper, La misericordia. Profundamente consciente de la
vulnerabilidad de la condición humana, de nuestra indigencia —todos somos
“indigentes”, dejó escrito Platón—, el Papa se inclina por la comprensión y la
benevolencia: “¿Quién soy yo para juzgar a un gay?”. Ha sido, tal vez, su frase
más afortunada. Testigos del momento aseguran que la pronunció en voz baja,
mirando al suelo y algo ensimismado. Personalmente, me ha traído a la memoria
unas palabras, muy logradas, de Ortega y Gasset: “A ser juez de las cosas, voy
prefiriendo ser su amante”. Ortega se inscribe así en una larga tradición de
filósofos, más propensos a la compasión que al enjuiciamiento rápido y
condenatorio. Expresión acertada de esta tradición es una memorable
conversación entre J. Habermas y H. Marcuse. Próximo este último a su muerte, espetó
a su visitante y amigo Habermas: “Ya sé cuál es el fundamento último de la
ética: la compasión”. Se comprende que Habermas recuerde una y otra vez aquel
último encuentro con su amigo.
Pero al
papa Francisco no es necesario buscarle precedentes filosóficos. Él tiene otra
autoridad en su mente: la de Jesús de Nazaret, que sentía compasión por la
multitud, por los que Flavio Josefo llamaría después “los desharrapados del
Mediterráneo”. Los italianos llaman a Francisco “párroco del mundo”. No cabe
duda de que se está manifestando como párroco de nuestra aldea global, pero
sobre todo de los que ocupan las chabolas de la aldea, de los menos
afortunados, de los marginados, de los más pobres y olvidados de la tierra;
viene criticando, con libertad y coherencia, “la globalización de la
indiferencia” frente al sufrimiento y el hambre. Y fustiga el hedonismo de los
saciados; sabe que media humanidad, cristiana por más señas, derrochamos lo que
la otra media necesita para sobrevivir. De ahí que haya comenzado por intentar
corregir los desafueros económicos de su nueva casa, de la curia vaticana. No
piensa tolerar tamaño contrasentido. Entre paréntesis: creo recordar que
también el malogrado papa Luciani tenía parecidos propósitos de reforma de la
curia pontificia, pero no dispuso de tiempo para llevarlos a cabo; es de
esperar que Francisco tenga más suerte. “Central de consejo” llamaba el
filósofo marxista E. Bloch a la Iglesia. Pero ¿qué consejos puede ofrecer si se
convierte en una central de negocios sucios, de intrigas palaciegas, de lucha
por el poder y de tolerancia frente a lo más abyecto que se nos ha ocurrido a
los humanos, la pederastia? Se comprende bien que Francisco quiera una Iglesia
austera, solidaria, ejemplar, justa, humilde, no burocratizada, eficaz, transparente.
Son adjetivos que él viene empleando. Y tampoco sorprende que ruegue a los
obispos que no tengan “psicología de príncipes”. Él no parece tenerla. Es
conocida su aversión, muy ignaciana, a lo superfluo y a todo boato innecesario.
Pero ¿qué
sucede con las otras deseadas reformas, entre las que siempre se menciona la
abolición del celibato obligatorio de los sacerdotes y el acceso de la mujer al
sacerdocio? Desgraciadamente tendrán que esperar. Ambas son pastoralmente
necesarias y teológicamente legítimas; pero su introducción supondría cambios
tan profundos en la estructura de la Iglesia que ningún papa querrá cargar en
solitario con la agobiante responsabilidad de protagonizarlos. Solo un
concilio, o un gran sínodo, podría asumir semejante responsabilidad. El papa
Francisco ya ha dejado claro que en estos temas se atiene a lo de siempre, a la
tradición de la Iglesia. Habrá, pues, salvo sorpresas parecidas a las que nos
dio Juan XXIII, que seguir esperando. Pero este Papa entiende de sorpresas: no
es pequeña la que nos ha dado al hacer suya la encíclica Lumen fidei (La luz de
la fe) redactada casi íntegramente por su predecesor Benedicto XVI. Es difícil
no emocionarse cuando, en la introducción, Francisco escribe: “Se lo agradezco
de corazón (a Benedicto XVI) y, en la fraternidad de Cristo, asumo su precioso
trabajo, añadiendo al texto algunas aportaciones”. Todo un ejemplo de humildad
y sencillez, de grandeza espiritual y humana.
Los que
temían un choque de papas en el Vaticano pueden, pues, respirar tranquilos.
Benedicto XVI elogia el “carisma” de su sucesor y este saborea el privilegio de
tener en casa a Ratzinger, “el abuelo sabio”. Tal vez sea este el momento de
recordar al papa Francisco que no lejos de Roma, en la hermosa ciudad de
Tubinga que a lo mejor conoce, vive otro anciano sabio, compañero del anterior,
que, desde unas tristes navidades, las del año l979, espera pacientemente ser
rehabilitado como teólogo católico. Méritos no le faltan: Hans Küng ha sido,
continúa siendo, un excelente valedor de la causa cristiana en todo el mundo.
Por otra parte, Juan Pablo II, el Papa que le retiró su condición de teólogo
católico, conocerá próximamente la gloria de los altares y, desde esas cumbres,
seguro que agradecerá al Papa actual que concluya cristianamente esta historia.
Una imagen del papa Francisco, flanqueado por los dos ancianos sabios,
prestaría un notable servicio a la fe cristiana y a la teología católica. ¡A lo
mejor la vemos!
Finalmente,
y en conexión con lo anterior: ¿será la teología otro poste sagrado para el
papa Francisco? Su viaje a Brasil ha levantado un impresionante “alboroto
místico” (R. Otto) que debería ir seguido de arduas tareas de fundamentación
teológica. El cristianismo no ha terminado de ser pensado. Al gran teólogo E. Schillebeeckx
le preocupaba que los centros de reflexión de ayer se hayan convertido en
actuales lugares de meditación. La reflexión teológica no puede ser algo
“estacional” en la Iglesia, algo que solo exista si tenemos un Papa teólogo. La
teología no puede ser una variable, sino una constante en el devenir del
cristianismo. Pero seguro que el papa Francisco sabrá mimar también este
imprescindible poste sagrado.
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