Nos
quedan sus palabras/Carme Riera, escritora.
La
Vanguardia |29 de marzo de 2014
Este
mes de marzo del 2014 se acaban de cumplir quince años de la muerte de José
Agustín Goytisolo. Sin duda uno de los poetas de su generación más populares
gracias, en cierto modo, a los cantautores –Paco Ibáñez, Joan Manuel Serrat,
Rosa León y un largo etcétera– que musicaron con acierto poemas suyos y los
divulgaron entre un público al que, de otra manera, probablemente jamás
hubieran llegado. La pasada semana, organizado por la Cátedra Goytisolo de la
Universitat Autònoma, donde está depositado el legado del poeta, tuvo lugar el
VI Congreso Internacional José Agustín Goytisolo. Para rendirle homenaje y
continuar estudiando su obra vinieron a Barcelona investigadores de Argentina,
Colombia y Cuba.
Veintiún
libros de poesía, más una ingente colección de artículos periodísticos y
numerosas traducciones dan fe de una producción vasta que concluyó de golpe
cuando Goytisolo se cayó desde la ventana de su casa el 19 de marzo de 1999. En
su última entrega, Las horas quemadas había escrito: “Cuando llegue la hora de
partir / que a su lado esté ella / que le mire / y que apriete su mano. / No le
asusta / regresar a la nada. El viaje no le importa”. El azar tenía, no
obstante, las suertes repartidas de otro modo e impidió que Ton, Asunción
Carandell, su esposa, a quien el poema va implícitamente dedicado, y su hija
Julia, estuvieran junto a él en el momento de su fallecimiento.
Fue,
a mi modo de ver, la suya una muerte accidental, puesto que José Agustín quería
demasiado a su familia para tirarse por la ventana, como sostienen algunos,
pese a la depresión que entonces le embargaba y la angustia que a ratos podía
paralizar sus ganas de vivir y hasta de reírse de sí mismo, como cuando
aseguraba que a causa de los achaques de la edad, más que a la generación de
los cincuenta, pertenecía a la del 98. Y pese también a las coincidencias
trágicas: la víspera de San José de 1999, y por tanto del día del fallecimiento
del poeta, unas secuencias televisivas revivían la tragedia del bombardeo del
cine Coliseum de Barcelona el 17 de marzo de 1938, en el que murió Julia Gay,
la madre de los Goytisolo. Aquella tarde de la explosión Julia Gay había ido a
Barcelona desde Viladrau, donde su familia se habían refugiado, a comprar
regalos para su marido y su hijo, con motivo del día del santo de ambos. Sólo
si desconociéramos hasta qué punto la obsesión por la madre muerta era un
elemento recurrente en el imaginario personal de Goytisolo, podríamos dejar de
considerar que su rememoración carecería de influencia en una persona tan
sensible como José Agustín y tan apegada, sobre todo en su última etapa, a los
recuerdos de infancia.
Quizá
es exagerado afirmar que la vocación literaria de los tres hermanos Goytisolo,
de Juan y de Luis, importantes novelistas, tiene que ver con esa pérdida materna,
pero no es menos cierto que velada, aludida o escamoteada recorre la obra de
los tres, aunque es en la José Agustín donde se observa con mayor insistencia
hasta vertebrar el tono elegiaco que domina El retorno (1955), su primer libro,
sigue con Final de un adiós (1984) y se prolonga en sus últimas entregas ( Como
los trenes de la noche, 1994, y Las horas quemadas, 1996).
José
Agustín Goytisolo solía insistir con frecuencia en que el descubrimiento de los
objetos maternos tuvo tanto para él como para sus hermanos una significación
especial, y, entre esos objetos, los libros predilectos de Julia Gay –los de
Lorca, Salinas, Proust o Gide– sirvieron para perseguir el rastro que los ojos
de la madre muerta dejaron entre sus páginas e iniciarles en la literatura. “Mi
madre fue para mí, como dice Jaime Gil, un reino afortunado; un paraíso donde
sin ella no me era posible ser absolutamente nada”, recordaba José Agustín,
cuya propensión al mito era casi tan notable como la de Jaime Gil.
Pero
no sólo existe en la poesía de Goytisolo esa veta elegiaca, como tampoco en su
persona se daba únicamente un componente maniaco-depresivo. José Agustín podía
ser un loco maravilloso, un socarrón extraordinario, divertido y vital. Con
malicia y risa, contando siempre con el lector, escribió Salmos al viento
(1958) que inaugura otra de las líneas principales de su poesía: la
irónico-satírica que habría de influir en sus compañeros de generación, Jaime
Gil de Biedma o Ángel González. Gracias al empleo de la ironía en la que fue maestro
pudo burlar la censura, burlarse de los poetas celestiales, de los burócratas y
chupópteros del régimen franquista que sus textos comprometidos ayudaron
también a combatir. En un epigrama dedicado a Marcial, Goytisolo le echa un
piropo estupendo: “Hay veneno y jazmín en tu tinta”. Veneno y jazmín que
también sirve para definirle a él, que deseaba, como Jaime Gil, aunque muy de
otro modo, ser poema antes que poeta, y serlo de manera especial aquí, en su
ciudad, entre la gente.
Ahora
que empieza a atardecer mientras escribo y llega la noche, que siempre le fue
propicia, la voz de Paco Ibáñez me trae sus versos: “La vida es bella, tú
verás, / como a pesar de los pesares / tendrás amor, tendrás amigos. /
Entonces, siempre, acuérdate, / de lo que un día yo escribí”… Son unos
fragmentos del poema que dedicó a su hija, el archiconocido Palabras para
Julia, que en tantas ocasiones nos han ayudado a muchos a seguir adelante: “Un
hombre solo, una mujer, / así tomados, de uno en uno / son como polvo, no son
nada”, por el contrario unidos tal vez podamos cambiar el mundo o por lo menos
intentarlo. Contra el olvido, nos quedan sus palabras.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario