Más que un
escándalo/Jesús
Silva-Herzog Márquez
Reforma, 24
Nov. 2014
"Hoy
quiero decirles que le he pedido a mi esposa que sea ella personalmente, siendo
una propiedad de ella, quien esclarezca o quien aclare ante la sociedad
mexicana y ante la opinión pública, cómo se hizo de esa propiedad y cómo fue
que la construyó". Esa fue la respuesta del Presidente. Repetir que él no
tiene nada que ver con el problema de su cónyuge. Desentenderse y entregar a su
esposa al coliseo. Los leones de la opinión pública, previsiblemente, la
destazaron. Su marido la puso en el matadero y ella caminó, con las únicas
herramientas con las que contaba, a su tortura. La hicieron pedazos. El
Presidente, un día después, le dio las gracias. Autorretrato de un hombre en
tiempos de urgencia nacional. Inmolar a su esposa para salvar el cuello.
El
problema nunca fue el patrimonio de la exitosa actriz de televisión. La
envidia, pasión democrática, decía Tocqueville, estará presente por supuesto.
Pero la ofensa de la casa no es la opulencia sino la suciedad, la maraña de
transacciones en donde el beneficio privado se enreda con las decisiones
públicas. Una empresa que gratifica fuera de toda proporción a una actriz al
casarse con un político en ascenso. Un contratista del gobierno construyéndole
casa a la esposa de su favorecedor. La reconstrucción que hace la esposa del
Presidente reitera el motivo de la indignación: una televisora patrocina
groseramente a un político a través de su cónyuge; el Presidente y su familia
disfrutan de una casa que es propiedad de un sujeto al que el gobierno
beneficia con obra pública. Los voceros gubernamentales repiten: ella no
trabaja en el gobierno, no recibe un peso del fisco. Valdría simplemente leer
la ley de responsabilidades de los servidores públicos: "Habrá intereses
en conflicto cuando los intereses personales, familiares o de negocios del
servidor público puedan afectar el desempeño imparcial de su empleo, cargo o
comisión". Aquí se funda la acusación concreta. El beneficio familiar que
recibió el Presidente contradice su deber de imparcialidad. Es una acusación
seria. Merecería una respuesta seria, no distracciones cuya única esperanza es
el olvido.
El
escándalo no se irá porque no es un escándalo, es una crisis. Porque el núcleo
de la afrenta presidencial toca la raíz de la tragedia mexicana. Si algo
sabemos -y no son metáforas- es que la corrupción nos desangra y que la
impunidad mata. Que el ingreso de la ilegalidad a la función pública es
invitación a la arbitrariedad, la violencia y la muerte. El abuso presidencial
ha quedado sin respuesta, sin reparación y sin castigo. El Presidente y su
oficina no han tomado siquiera nota de la transgresión. Desprenderse de mala
gana de la casa del escándalo no soluciona absolutamente nada. La sospecha
adquiere nuevo fundamento; el beneficio patrimonial del trato quizá se incremente.
¿Por qué venderla si nada hay reprochable en su compra? Nadie ha recibido
castigo. Y no es que se quiera la condena sin el juicio. Es que es imposible
retomar el camino si no se encara el núcleo del atropello.
Más
que una crisis de liderazgo o una crisis de confianza, esto apunta a una crisis
de legitimidad. Cuando el poder público olvida su compromiso con la ley, pierde
permiso. La desgracia es que la exigencia de legalidad (único basamento del
poder legítimo) no tiene eco en las instituciones. Ni siquiera la oposición
levanta con claridad la demanda de que el Presidente rinda cuentas. Acción
Nacional ha callado vergonzosamente. El PRD apenas ha alzado la voz. Los
medios, con poquísimas excepciones, miran al otro lado. La reacción
presidencial, torpe y cobarde, es ominosa. Evade la médula de las acusaciones y
procede a fugarse de la realidad. La crisis es producto de una conjura de los
poderosos que han sido lastimados por la valentía del reformista. Los que mucho
tienen, dice, promueven la anarquía. El vocabulario diazordacista regresa a Los
Pinos: los enemigos de México quieren descarriar el Magnífico Proyecto
Nacional. Ése parece ser el cuento que se narra en el diminuto circuito
presidencial: el complot. La fábula del paranoico no es inofensiva. Ante el
desafío de la ira, el Estado responde de la peor manera: con golpes y
detenciones arbitrarias.
Esto
es más que un escándalo: es una crisis. Es el grito por la segunda transición.
La primera dio paso al pluralismo. Ésta debe llevarnos a la legalidad.
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