El País, 7 de agosto de 2016.
El 28 de julio asumió la
presidencia de Perú Pedro Pablo Kuczynski. Es, desde la caída de la dictadura
de Fujimori en el año 2000, el quinto mandatario —luego de Valentín Paniagua,
Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala— que llega al poder por la vía
democrática. Pesa sobre sus hombros la responsabilidad de impulsar una legalidad
y un progreso que en estos dieciséis años han caracterizado la orientación del
país. Este progreso hay que entenderlo de manera muy amplia, es decir, no sólo
representado por el desarrollo económico que ha hecho de Perú una de las
naciones latinoamericanas que ha crecido más y ha atraído más inversiones en
este período, sino, también, por ser un país en el que se ha respetado la
libertad de expresión y de crítica, y donde han funcionado la diversidad
política, el pluralismo y la coexistencia en la diversidad.
Los problemas son
todavía enormes, desde luego, empezando por la seguridad y las desigualdades,
la corrupción, la falta de oportunidades para los pobres, la insuficiente
movilidad social y muchos otros. Pero sería una gran injusticia desconocer que
en todos estos años Perú ha gozado de una libertad sin precedentes, que se ha
reducido de manera drástica la extrema pobreza, que la clase media ha crecido
más que en toda su historia pasada, y que la descentralización económica,
administrativa y política del país ha avanzado de manera impresionante.
por-el-buen-caminoPero,
tal vez, lo más importante ha sido que en estos últimos dieciséis años una
cultura democrática parece haber echado unas raíces que hasta hace poco eran
muy débiles y ahora cuentan con el respaldo de una gran mayoría de peruanos. Es
posible que todavía existan algunos estrafalarios de la vieja derecha que crean
en la solución militar y golpista, y, en la extrema izquierda, grupúsculos que
sueñan todavía con la revolución armada, pero, si realmente existen, se trata
de sectores muy marginales, sin la menor gravitación en el grueso de la
población. La derecha y la izquierda parecen haber depuesto sus viejos hábitos
antidemocráticos y haberse resignado a operar en la legalidad. Tal vez hayan
comprendido que esta es la única vía posible para que los remedios de los
problemas de Perú no sean peores que la enfermedad.
¿Qué explicación tiene
semejante evolución de las costumbres políticas en Perú? Los experimentos
catastróficos de la dictadura militar socialista del general Velasco, cuyas
reformas colectivistas y estatistas empobrecieron al país y sembraron el caos;
la guerra revolucionaria y terrorista de Sendero Luminoso y la represión
consiguiente que causaron cerca de 70.000 muertos, decenas de miles de heridos
y unos daños materiales cuantiosos. Y, finalmente, la dictadura de Fujimori y
Montesinos, con sus crímenes abominables y los vertiginosos robos —unos 6.000
millones de dólares, se calcula— de los que el país ha podido recobrar sólo
migajas.
Para algunos podría tal
vez parecer contradictorio con esto último que la hija del exdictador, Keiko
Fujimori, sacara tan alta votación en los últimos comicios y que la bancada que
le es adicta sea mayoritaria en el Congreso. Pero esto es puro espejismo; como
el odriísmo y el velasquismo, el fujimorismo es una construcción
artificialmente sostenida con una inyección frenética de demagogia, populismo y
cuantiosos recursos y destinada a desaparecer —apostaría que a corto plazo—,
igual que aquellos vestigios de las respectivas dictaduras de las que nacieron.
Su existencia nos recuerda que el atraso y la barbarie política, aunque han
retrocedido, están todavía lejos de desaparecer de nuestro entorno. El camino
de la civilización es largo y difícil. Este camino, emprendido hace un poco más
de tres lustros por Perú, no debe tener retrocesos, y esa es la tarea
primordial que incumbe a Pedro Pablo Kuczynski y al equipo que lo rodea.
La imagen internacional
de Perú nunca ha sido mejor que la de ahora; en Estados Unidos y en Europa
aparecen casi a diario análisis, comentarios e informes entusiastas sobre su
apertura económica y los incentivos para la inversión extranjera que ofrece.
Las empresas peruanas, algunas de las cuales comienzan desde hace algunos años
a salir al extranjero, han experimentado un verdadero salto dialéctico, así
como la explosión turística, incrementada en los últimos años por el atractivo
culinario local, que se ha puesto de moda, en buena medida, quién lo podría
negar, gracias a Gastón Acurio y un puñadito de chefs que, como él, han
revolucionado la gastronomía peruana.
Las perspectivas no
pueden ser más alentadoras para el Gobierno que se inicia en estos días. Para
que ellas no se frustren, como tantas veces en nuestra historia, es
imprescindible que la batalla contra la corrupción sea implacable y dé frutos,
porque nada desmoraliza más a una sociedad que comprobar que el poder sirve
sobre todo para que los gobernantes y sus cómplices se enriquezcan, violentando
la ley. Ese, y la falta de seguridad callejera, sobre todo en los barrios más
desfavorecidos, es el gran lastre que frena y amenaza el desarrollo, tanto en
Perú como en el resto de América Latina. Por eso, la reforma del Poder Judicial
y de los organismos encargados de la seguridad, empezando por la Policía, es
una primera prioridad. Nada inspira más tranquilidad y confianza en el sistema
que sentir que las calles que uno transita son seguras y que se puede confiar
en los jueces y policías; y, a la inversa, nada desmoraliza más a un ciudadano
que salir de su casa pensando en que será atracado y que si acude a la
comisaría o al juez en busca de justicia será atracado otra vez, pues jueces y
policías están al servicio, no de las víctimas, sino de los victimarios y
ladrones.
Lo que ocurre en Perú
está ocurriendo también en otros países de América Latina, como Argentina,
donde el Gobierno de Mauricio Macri trata desesperadamente de devolver al país
la sensatez y la decencia democráticas que perdió en todos los años delictuosos
y demagógicos del kirchnerismo. Y hay que esperar que Brasil, donde la revuelta
popular contra la corrupción cancerosa que padecía el Estado ha conmovido hasta
los cimientos a casi todas sus instituciones, salga purificado y con una clase
política menos putrefacta de esta catarsis institucional.
Ojalá la política
diplomática del Gobierno de Pedro Pablo Kuczynski sea coherente con esa
democracia que le ha permitido llegar al poder. Y no incurra, como tantos
Gobiernos latinoamericanos, en la cobardía de mantener una neutralidad cómplice
frente a la tragedia venezolana, como si se pudiera ser neutral frente a la
peste bubónica. Es una obligación moral para todo Gobierno democrático apoyar a
la oposición venezolana, que lucha gallardamente tratando de recuperar su
libertad contra una dictadura cleptómana, de narcotraficantes, que representa
un pasado de horror y de vergüenza en América Latina.
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