Entre
celebración y descontento/Laura Tedesco, Rut Diamint, es profesora de Relaciones Internacionales en la Universidad de Torcuato di Tella de Buenos Aires; Laura Tedesco, profesora de Ciencia Política en la Universidad de Saint Louis / Madrid Campus
La
Vanguardia, 321 de mayo de 2013 |
El
pasado 25 de mayo, el Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner convocó a
celebrar diez años de kirchnerismo en Argentina. En un acto con tintes de
peronismo clásico (autobuses para trasladar manifestantes, puestos de comida y
banderas, pancartas y bombos), la presidenta afirmó que había sido una “década
ganada”. Sin duda, los últimos diez años de gobierno, repartidos entre el
matrimonio Kirchner, tienen un legado positivo que, a medida que pasa el
tiempo, se empequeñece por abusos de poder, acusaciones de corrupción y un
grado de intolerancia que deja al descubierto su lado menos democrático.
El
legado positivo se concentra en los primeros años del gobierno de Néstor
Kirchner, que pudo conducir una negociación de la deuda externa sumamente
beneficiosa para una economía golpeada por el desfalco del 2001. Néstor
Kirchner también resucitó la política de derechos humanos que había comenzado
Raúl Alfonsín con el juicio oral y público a los comandantes en jefe de la
dictadura, política truncada por las insurrecciones militares que precipitaron
la sanción de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Luego llegó el
indulto de Carlos Menem y, en el 2003, Kirchner inundó de simbolismos el
regreso a la política de derechos humanos que inició Alfonsín. Junto a las
políticas sociales para mejorar el salario y las jubilaciones, aumentar el
empleo, invertir más en educación y en desarrollo científico, parecía que se
inauguraba otro periodo de profundización democrática.
Por
ejemplo, en aquellos primeros años pareció vislumbrarse un empeño por mantener
la independencia judicial con los cambios implementados en la Corte Suprema de
Justicia, que había sido diseñada a imagen y semejanza del menemismo. Asimismo,
Néstor Kirchner trabajó para relegitimar la política vapuleada por la crisis
del 2001. Sin embargo, su discurso de la transversalidad, que intentaba crear
un espacio progresista, quedó en los hechos desplazado por una alianza
peronista tradicional con la Confederación General del Trabajo, los intendentes
de la zona metropolitana bonaerense y líderes clientelistas de nuevos
movimientos sociales como los piqueteros.
Su
habilidad para concentrar poder y adelantarse en las iniciativas políticas, que
su sucesora ha manejado con la misma eficacia, dio lugar a un periodo de
estabilidad política y de atomización de la oposición. La descalificación del
opositor usada como arma política trajo aparejada la fortaleza del Frente para
la Victoria, pero también una intolerancia nociva. Tanto Néstor como Cristina
eludieron el diálogo político con las minorías opositoras, ignoraron a sus
propios ministros y cooptaron a los gobernadores a través de alianzas políticas
alimentadas con fondos públicos.
La
política de crear enemigos, de enfrentar a la sociedad dividiéndola con la
terminología de los años setenta entre pueblo y oligarquía, ha creado una
dinámica intolerante que llevó a políticas de confrontación con los medios, con
empresas y con países aliados.
No
se puede desconocer que los Kirchner son una muestra más de una democracia
instalada con una concentración del poder en el Ejecutivo, sostenida con leyes
que delegan una y otra vez poderes legislativos en la figura presidencial. Como
ejemplo cabe destacar que la ley 25561 de Emergencia Pública y Régimen
Cambiario, sancionada por Eduardo Duhalde durante la crisis del 2002, ha sido
prorrogada múltiples veces y aún tiene vigencia hasta diciembre de este año. A
esta situación, los Kirchner le sumaron un poder fiscal en aumento gracias a un
periodo de crecimiento económico como consecuencia de precios internacionales
positivos para las exportaciones agrícolas y una política de promoción de
productos nacionales que ha llevado a una artificial argentinización del
comercio.
Este
escenario de claroscuros no es sólo obra del kirchnerismo. No se puede achacar
a los Kirchner la pobreza de la oposición política, la diáspora del Partido
Radical o el escaso impacto a escala nacional de nuevos partidos como Propuesta
Republicana (PRO). Los partidos se han fragmentado, incapaces de estar a la
altura del proceso de democratización. La lucha por el poder relegó las
expectativas republicanas de la transición.
Los
Kirchner son el producto de una cultura política y, como otros antes que ellos,
dejarán su impronta. La presidenta ha perfeccionado la retórica populista que
suscita adhesiones emocionales y rechazos irracionales. Su nivel de
confrontación y descalificación política es una estrategia esencialmente
autoritaria. Su legado en el mejoramiento de los índices sociales choca con su
ceguera frente a una economía inflacionaria. La historia que reescribe se
sustenta en el repudio automático de los opositores.
Los
festejos del 25 de mayo pusieron en evidencia la división de la sociedad
argentina: unos celebran fervientemente mientras otros protestan
apasionadamente. En el medio de esta polarización, una democracia vapuleada y
sin rumbo todavía espera tiempos mejores.
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