El
combate reaccionario de Putin/Shlomo Ben-Ami, a former Israeli foreign minister who now serves as Vice President of the Toledo International Center for Peace, is the author of Scars of War, Wounds of Peace: The Israeli-Arab Tragedy.
Traducción: Esteban Flamini.
Project
Syndicate | 27 de diciembre de 2013
Los
recientes éxitos diplomáticos de Rusia en relación con Siria e Irán, sumados a
los tropiezos en política exterior del presidente de los Estados Unidos, Barack
Obama, pueden dar al presidente Vladímir Putin motivos para envalentonarse en
su intento de posicionar a Rusia como un país capaz de desafiar el
excepcionalismo estadounidense y el universalismo occidental. Pero el reciente
discurso de Putin ante la Asamblea Federal de Rusia pareció más una muestra de
su resentimiento por el estado marginal de Rusia en el contexto geopolítico
internacional que el grito de batalla de un imperio en ascenso.
Es
cierto que con Estados Unidos agotado por sus guerras infructuosas en Medio
Oriente y Europa ensimismada en sus propias crisis, la defensa de un discurso
multipolar es mucho más convincente ahora que en cualquier otro momento desde
la Guerra Fría. Pero esto no modifica el hecho de que Rusia es una potencia en
decadencia y que sus triunfos diplomáticos son logros meramente tácticos que no
cambiarán el estado de cosas estratégico del mundo.
Así
como en palabras de Lenin el comunismo era “todo el poder para los soviets más
la electrificación de todo el país”, el putinismo podría definirse como armas
nucleares más petróleo. En todo lo demás, la ventaja sigue siendo, claramente,
de Occidente: los desafíos a los que se enfrentan Estados Unidos y Europa no
son nada comparados con la decadencia demográfica de Rusia, la obsolescencia de
sus fuerzas militares, la unidimensionalidad de su economía, su baja
productividad y la constante agitación en el frente interno.
De
hecho, el discurso de Putin estuvo repleto de referencias a las debilidades de
Rusia, en concreto, las “tensiones interétnicas”, el hecho de que las
autoridades de nivel local se ven “constantemente sacudidas por escándalos de
corrupción”, una administración incompetente, la huida de capitales a través de
la “actividad [económica] offshore” y la incapacidad de obtener “grandes
avances tecnológicos”. Esto no parece, ciertamente, la descripción de una
potencia dominante en un mundo globalizado. Mal que le pese a Putin, decir que
Rusia es capaz de competir con Occidente es puro sentimentalismo nostálgico o
retórica vacía.
Putin
cree que el acuerdo alcanzado en la Conferencia de Yalta de 1945 sigue en pie,
con la única salvedad de que los límites que fijaba a la influencia del Kremlin
se han corrido hacia el este; básicamente, hasta las fronteras de la ex Unión
Soviética. Pero aunque Putin logró impedir que Georgia entrara a la OTAN, su
propuesta de Comunidad Económica Euroasiática (CEE) es un pálido reflejo del
Consejo de Asistencia Económica Mutua (COMECON), que incluía a todos los países
del Bloque del Este y otros pocos estados socialistas. Asimismo, la
Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, una alianza militar
euroasiática liderada por Rusia, poco se parece al viejo Pacto de Varsovia.
Además,
aunque por ahora Putin y su homólogo ucraniano, Víktor Yanukóvich, lograron
impedir que Ucrania firme un acuerdo de asociación con la Unión Europea, no es
probable que puedan seguir poniéndole trabas mucho tiempo más. Las generosas
ofertas de apoyo financiero y gas barato con que Putin engatusó a Ucrania
difícilmente basten para que Kiev se una a la CEE patrocinada por Rusia, una
entidad que, más que un medio de promoción del comercio, es un instrumento
pensado para mantener a las ex repúblicas soviéticas dentro de la esfera de
influencia rusa.
Pero
la amenaza más seria a la posición global de Rusia es la futura obsolescencia
de su arsenal nuclear. Putin no pudo contrarrestar el desarrollo estadounidense
de una capacidad de “ataque global inmediato” que permitiría a Estados Unidos
atacar con armas convencionales cualquier lugar del mundo en menos de una hora;
algo que puede volver irrelevante el poder de disuasión nuclear del Kremlin.
Rusia está tan inerme ante la tecnología y las capacidades de Occidente ahora
como lo estaba la Unión Soviética cuando se derrumbó bajo la presión de la
carrera armamentista con Estados Unidos.
En
su discurso ante la Asamblea Federal, Putin se posicionó como un defensor de
valores conservadores en oposición a la “tolerancia, neutra y estéril” (un
eufemismo en referencia a los derechos de los homosexuales) y un adalid de la
moral y la familia tradicional. Tal vez Rusia ya no sea una superpotencia, pero
Putin la considera una civilización moralmente superior en lucha contra la
imprudencia de Estados Unidos en política exterior, sus perversas prácticas
económicas y su depravación moral.
Sin
embargo, las proclamas morales de Putin están sumidas en contradicciones
políticamente insostenibles. En su discurso advirtió: “Hoy, muchas naciones
revisan sus valores morales y sus normas éticas, y erosionan las tradiciones
étnicas y las diferencias entre pueblos y culturas”. Pero Rusia es un
caleidoscopio de etnias y culturas, cuyos intentos de autoafirmación fueron
descalificados en ese mismo discurso de Putin como un mero accionar criminal de
“mafias étnicas”.
Además,
los valores occidentales que Putin rechaza en nombre del nacionalismo ruso (y
del antiamericanismo) son precisamente los mismos valores que muchos rusos
avalan. Más que una afirmación cultural, la descripción que hace Putin de Rusia
en términos eslavófilos o proeuroasiáticos refleja en realidad su deseo de
forjar una alianza con China y otras economías emergentes para contrarrestar el
dominio mundial de Estados Unidos.
Pero
mal puede Putin esperar que China suscriba lo que pretende. Aunque China haya
hecho causa común con Rusia para oponerse a la defensa occidental del principio
de “intervención humanitaria” en los conflictos internos de otros países, la
premisa según la cual la afinidad ideológica sirve de fundamento para la
alianza militar (una premisa propia de la Guerra Fría) ya no funciona en la
China de hoy. Esto es así, en resumidas cuentas, porque a China no le interesa
revolucionar un sistema internacional que mucho la ha beneficiado.
Con
toda su grandilocuencia impostada, las ambiciones de Putin no son nuevas. De
hecho, Putin representa la continuidad de siglos de intentos de Rusia por
lograr que se la trate como una gran potencia en un orden mundial al que ve
como una lucha hobbesiana de todos contra todos. Pero el autoritarismo y una
diplomacia desmañada no son la mejor receta para el éxito en el siglo XXI.
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